Venid, amigos míos.
No es demasiado tarde para buscar un mundo nuevo.
Zarpemos, y sentados en perfecto orden hiramos
los resonantes surcos, pues me propongo
navegar más allá del poniente y el lugar en que
se bañan
todos los astros del Occidente, hasta que muera.
Es posible que las corrientes nos hundan y destruyan;
es posible que demos con las Islas Venturosas,
y veamos al gran Aquiles, a quien conocimos.
A pesar de que mucho se ha perdido, queda mucho; y, a pesar
de que no tenemos ahora el vigor que antaño
movía la tierra y los cielos, lo que somos, somos:
un espíritu ecuánime de corazones heroicos,
debilitados por el tiempo y el destino, pero con una voluntad decidida
a esforzarse, buscar, encontrar y no ceder.
(Extracto del “Ulysses” de Alfred Tennyson cuyos tres últimos versos se convertirían en el epitafio escogido por los supervivientes
de la expedición Scott para sus compañeros muertos).
Pese
a lo que se suele creer en la Antártida hay montañas. Montañas muy altas que
forman incluso cordilleras al completo, algunas de las cuales se interponen a
su vez entre zonas de la costa y el interior. Así ocurría al menos con el
territorio próximo al Mar de Ross, la zona de desembarco donde los británicos y los
exploradores de otros países instalaron sus bases a principios del s. XX en su
intento por adentrarse en el territorio. De cara a esto último, a partir de esas cabezas de playa lo
siguiente era recorrer una elevada meseta que en algunas zonas próximas al litoral asciende a más de
2.500 metros de altitud y donde la sensación térmica es
extrema. Para salir de ese infierno había que encontrar algún paso por el que
penetrar entre las cordilleras montañosas que separan dicha altiplanicie
costera del interior. A ese respecto la ruta abierta por Shackleton para
acceder hacia el interior de la Antártida usaba los glaciares de la zona -en su
caso el llamado glaciar Beardmore-, glaciares que aportaban un terreno llano el
cual, abriéndose paso entre algunas de esas cimas, descendía suavemente hasta
una llanura helada central en cuyo interior se encuentra el Polo Sur. En consecuencia el glaciar Beardmore
fue también la puerta escogida por Scott para acceder al interior del continente
helado y comenzar la última parte del viaje del que os he hablado en la entrada anterior.
De
los dieciséis hombres que habían llegado hasta allí solo doce se adentraron
en el glaciar Beardmore. Más adelante, el 22 de diciembre, a
una latitud de 85 grados y 20 minutos Sur, Scott hizo regresar a Edward
Atkinson, Apsley Cherry-Garrard, C. S. Wright y Patrick Keohane. Ocho hombres
siguieron hacia el Sur. De entre ellos Edward Evans, William Lashly y Thomas
Crean fueron los siguientes en ceder y tener que regresar también. De hecho Edward Evans ya
moribundo por el frío, el hambre y el esfuerzo moriría de agotamiento poco
después de regresar a la base. Fue la primera –y casi siempre
olvidada- victima de aquella expedición maldita en la que otro expedicionario
más, Robert Brissenden (un integrante del equipo de apoyo) también murió, en
este caso ahogado. De ellos dos no suele acordarse nadie pues más adelante fue
el destino también trágico de Scott y sus cuatro compañeros el que capturó toda
la atención, pero todas esas otras muertes dan fe de las condiciones inhumanas
que tuvieron que soportar aquellos aventureros.
Pero
volvamos a fijarnos en el grupo de Scott. Como había dicho, tras aquel último
corte en el grupo de expedicionarios se formó la cordada definitiva de cinco
hombres (Scott imprudentemente añadió un hombre más al grupo de cuatro
inicialmente previsto, lo que trastocó el cálculo de suministros necesario y agravó los problemas que más adelante contribuirían al trágico desenlace de aquella aventura).
Ese
equipo, tras dejar atrás a todos los demás compañeros, se dirigió hacia el Polo
Sur. Aquellos cinco hombres eran Robert Falcon Scott, capitán de la Royal
Navy, líder de la expedición; Edward Adrian Wilson, zoólogo, líder del
grupo científico, gran y casi único amigo de Apsley Cherry Garrard en aquella
expedición; Lawrence Oates, el paticorto capitán del regimiento de dragones de Inniskilling
de la British Army; Henry Robertson Bowers (alias Birdy para sus
compañeros), teniente de la Royal Navy; y finalmente Edgar Evans (no
confundir con el antes mencionado Edward Evans).
Sin entrar en detalles
baste decir que el 17 de enero de 1912 los cinco hombres alcanzaron su objetivo
de llegar al Polo Sur, solo para enterarse de que Amundsen había llegado allí
nada menos que un mes antes, el 14 de diciembre de 1911. ¿Os imagináis la
decepción que debieron experimentar?, ¿lo que debe ser ir a una cita dispuesto
a declararte a la mujer/hombre de tu vida arrastrándote por el hielo durante 79
interminables días, a unos 20 o 25 grados bajo cero, sólo para una vez llegado
al lugar convenido enterarse de que ella/él/ello ha decidido emparejarse con un maldito noruego?. Y lo mejor de todo es que te queda todo el camino de vuelta
para pensarlo una y otra vez durante los más o menos tres meses que dura dicho
regreso a pie hasta la base de partida. Arrastrándote por el hielo de nuevo.
Así
las cosas, abandonados y desmoralizados en aquella inmensidad blanca, tras
haberse dejado sus fuerzas en la carrera para llegar primeros al Polo solo
para experimentar la más amarga de las derrotas, los miembros del equipo de Scott fueron
pereciendo uno atrás otro durante el viaje de regreso.
Evans aguantó algo
más de un mes, hasta el 17 de febrero. Mientras tanto en el caso de Oates durante el penoso trayecto de vuelta a la base en la costa empezó a sufrir los efectos de la congelación en uno de sus pies.
El grupo había calculado una marcha de unos 14 km. por día para que las
raciones de comida les durasen durante el camino de regreso, pero debido a los problemas para caminar de Oates la marcha se redujo a menos de 5 km al día mientras poco a poco iban agotando sus víveres. Preocupado por esto último el 16 de marzo de
1912, al caer la noche, mientras el equipo intentaba calentarse un poco en la
tienda, Lawrence Oates decidió sacrificarse para dar una pequeña oportunidad de
sobrevivir a sus compañeros. Así que se levantó y dijo a sus compañeros: “voy a
salir un momento a estirar las piernas... puede que tarde un poco en volver”.
Tras esto salió de la tienda y se adentró cojeando en la ventisca exterior mientras su compañeros se quedaban callados en sus puestos asumiendo que era la única solución.
Probablemente Oates murió de hipotermia poco después porque naturalmente jamás regresó. Tampoco se encontró su cuerpo. Irónicamente al día siguiente era su cumpleaños.
De
esta forma Oates entraba en la leyenda. Por ejemplo, podemos ver al lado la
imagen de A very gallant gentleman, un cuadro del pintor británico
John Charles Dollman (1851-1934) inspirado en la muerte de Lawrence Oates en la
Antártida.
Como
digo Oates se suicidó internándose en los hielos perennes para así dar una
oportunidad a sus compañeros de llegar al campamento con las ya muy escasas
provisiones que les quedaban y sin el lastre que él mismo suponía. Sin embargo,
pese a ello,
los tres miembros supervivientes hasta aquel momento, Scott, Wilson y Bowers no
lo lograrían y morirían en su tienda de agotamiento, frío y hambre a finales de
aquel mes.
Mientras
tanto nuestro amigo Apsley Cherry-Garrard había regresado a la base y vuelto a
partir de la misma el 26 de febrero tras unos días de descanso. Montado en un
trineo tirado por perros se dirigió hacia el último depósito de víveres en la
ruta de regreso de los expedicionarios para reabastecer la posición y vigilar
el regreso de Scott. Llegó al One Ton Depot el 4 de marzo, en el cual
depositó raciones suplementarias. Con víveres para veinticuatro días, podía
esperar ocho días aproximadamente antes de regresar. Una alternativa a la
espera era partir hacia el Sur en busca del equipo polar, pero debido a la
ausencia de depósitos de alimentos para los perros Cherry-Garrard decidió no
esperar a Scott en la zona. El 10 de marzo, tras el empeoramiento de las
condiciones meteorológicas e ignorando que Scott luchaba por sobrevivir a menos
de 113 km del lugar, Cherry-Garrard regresó al campamento base al que llegó el
16 de marzo. El
grupo de Scott mientras tanto siguió aproximándose al depósito que Apsley
acababa de abandonar hasta morir a unos 18 km de distancia del mismo, demasiado
agotados y hambrientos para seguir avanzando.
De
hecho Scott intuyó, justo antes de que se produjera, el fin que les aguardaba y
así lo dejó plasmado en el diario que siguió escribiendo hasta casi el último
momento:
"Todos
los días estamos dispuestos a partir hacia nuestro depósito a 11 millas, pero a
la entrada de la tienda persiste un remolino de nieve. No pienso que podamos
esperar nada mejor ahora. Perseveraremos hasta el final, pero nos estamos
debilitando, por supuesto, y el final no puede estar lejos. Es una lástima,
pero creo que no puedo escribir más. Si hemos dejado nuestras vidas en esta
empresa ha sido por el honor y la grandeza de nuestro país. Si hubiese vivido
habría tenido que hacer un relato que hubiese mostrado el valor, la resistencia
y la audacia de mis compañeros. Ahora estas breves notas y nuestros cadáveres
tendrán que hacer las veces de relato".
Cuando
las semanas y los meses siguieron pasando sin que Scott regresase en la base se
iniciaron las labores de búsqueda. El 29 de octubre de 1912, partió una
expedición y el 12 de noviembre por fin encontraron la tienda que contenía los
cuerpos congelados de Scott, Wilson y Bowers. Apsley había querido formar parte
del grupo y tan despistado como siempre le partió uno de los brazos al cadáver congelado
del capitán Scott al ir a coger su diario para leerlo.
Tres espartanos
De
los 300 espartiatas que acompañaban a Leónidas hubo tres que pudieron salvarse:
Eurito, Aristodemo y Pantitas.
Eurito
y Aristodemo (en otras historias de la historia se les llama Alejandro y
Antígono) se hallaban convalecientes de una dolencia ocular y habían sido
autorizados por Leónidas a abandonar el campamento. Pese a todo, al producirse
el envolvimiento de los restos del contingente de Leónidas, Eurito acudió al
campo de batalla con su hilota aunque este último huyó. Poco después Eurito
murió en el combate.
Aristodemo
en cambio regresó a Esparta. Se corrió la voz de que había sobrevivido por
esconderse bajo su escudo y aparentar que estaba muerto por lo que recibió el
desprecio de todo el mundo. Sobrecogido por la culpa de no haber muerto con sus
compañeros, en la siguiente batalla contra los persas -Platea- al formarse la
línea griega este soldado dio un paso adelante quedándose completamente solo
por delante de la primera línea. Obviamente fue el primero en morir. Su gesto
sin embargo tampoco fue apreciado y el resto de griegos se pusieron de acuerdo
en no mencionar su nombre ya que su iniciativa les pareció un afán de gloria
personal egoísta y que no tenía lugar bajo el espíritu de combate colectivo griego.
Finalmente
Pantitas se salvó porque recibió el encargo de llevar un mensaje a Tesalia,
pero a su regreso corrió la misma suerte que Aristodemo y ante la vergüenza y
el acoso social que sufrió acabó por ahorcarse.
La
moraleja de la historia es que resulta incómodo sobrevivir a los héroes.
Salvarse y convertirse a los ojos de los demás en un recordatorio viviente de
una gloriosa tragedia colectiva se acaba convirtiendo en un problema.
El mérito del capitán
Scott es que en cierta forma protagonizó una de las primeras gestas
“retransmitidas” para la sociedad de masas en la historia. Hasta finales del s.
XIX la
mayor parte de hazañas de los grandes exploradores se conocían a su regreso
mediante algún artículo de periódico, unas conferencias públicas o al publicar
el libro de sus andanzas. Por el contrario la expedición de Scott fue mucho más
“interactiva”, para empezar había contado con cobertura y seguimiento de la
prensa en su gestación, por lo cual el público británico estaba informado de lo
que se pretendía y estaba ávido de noticias periódicas de las andanzas de Scott
y su carrera contra Amundsen. Además Scott dejó un diario escrito,
adecuadamente novelesco, de sus hazañas. Por último estaba el hecho de su
trágico final, el cual aún dotaba de un mayor halo de romanticismo y heroicidad
a lo sucedido. Lo que había sido una chapuza sin sentido, una expedición mal planificada y liderada donde se sucedieron los errores, se convirtió en una
gesta heroica gracias al dramático desenlace de la misma. Y es que a veces
las gestas más épicas no son las que acaban en triunfo sino las crónicas de
grandes y muy gloriosos fracasos. Nada hace empatizar tanto como un buen drama. Así
cuando los diarios de Scott fueron publicados lo oscurecieron todo a su
alrededor.
El
propio Amundsen, el hombre que en 1906 había descubierto el mítico paso del
Noroeste buscado sin éxito durante siglos por docenas de otros exploradores, el
primer hombre en llegar al Polo Sur y el que más adelante se convertiría en el primero
en llegar a los dos Polos al alcanzar también el Polo Norte… quedaba convertido
en el “malo” de la historia.
La crónica de su exitosa y aparentemente “sencilla” expedición, perfectamente planificada y ejecutada fríamente con una precisión y eficiencia funcionarial, no interesaba a nadie. No había épica en la crónica de su triunfo y además en el mundo anglosajón por entonces hegemónico (como ahora) a casi nadie le gustaba que aquel insignificante noruego hubiese triunfado donde había fracasado lo mejor de la Royal Navy. Amundsen había ganado la carrera sobre el hielo pero había perdido la competición mediática claramente.
La crónica de su exitosa y aparentemente “sencilla” expedición, perfectamente planificada y ejecutada fríamente con una precisión y eficiencia funcionarial, no interesaba a nadie. No había épica en la crónica de su triunfo y además en el mundo anglosajón por entonces hegemónico (como ahora) a casi nadie le gustaba que aquel insignificante noruego hubiese triunfado donde había fracasado lo mejor de la Royal Navy. Amundsen había ganado la carrera sobre el hielo pero había perdido la competición mediática claramente.
En
lo que nos interesa ese papel de “malo” Amundsen pasaría a compartirlo con
nuestro particular héroe, la persona en que me he fijado para centrar el
relato, Apsley Cherry Garrard. Por ello la mayor parte del resto de la vida de
Apsley fue muy desgraciada ya que a los ojos de todos quedó progresivamente
convertido en una suerte de Ed Wood de la exploración antártica. Figura
trágica, respetado por unos pocos, recriminado por una mayoría de otros, objeto
de burla o apestado según el observador tomase partido a la hora de juzgarlo.
Debido a todo ello tras
su regreso de la Antártida sufrió una fuerte depresión cuyos episodios le
acompañaron el resto de su vida. Se agudizó también su diarrea crónica y desarrolló
síntomas de lo que hoy se conoce como estrés post-traumático propio de
combatientes en zonas de guerra.
En
cierta forma Apsley recuerda a ese personaje que siempre interpretaba Tony
Randall en las comedias de Rock Hudson y Dorys Day. En concreto en Pijama
para dos Randall representaba a la perfección el papel de un acomplejado
hijo de millonario, meapilas dinástico psicológicamente aplastado por las
expectativas propias y ajenas que no puede satisfacer y por la comparación con
el macho y varonil Rock Hudson (bueno, ejem…, ustedes me entienden).
Visualicemos al Señor Sapo de El viento
en los sauces compelido por su destino y la sobredosis de facilidades
vividas en su niñez a no poder adaptarse al esfuerzo necesario para destacar
como el linaje exige.
Así las cosas en
1922 murió, prematuramente envejecido y medio arruinado, Ernest Shackleton, justo cuando
intentaba una nueva expedición a la Antártida ante la indiferencia general. Dos
años después el viejo compañero de colegio de nuestro Apsley, George Mallory, desaparecía en la
cara noreste del Everest y entraba en la leyenda. En 1928 moría "por fin" de
forma gloriosa (cómo no), el más grande explorador de su tiempo, Roald
Amundsen, el archienemigo del capitán Scott. Amundsen desapareció en
la ventisca, en este caso en el Ártico, durante una misión de rescate de varios
aventureros desaparecidos. Si, como dijo MacArthur, "los viejos soldados nunca mueren solo se
desvanecen", lo
cierto es que muchos viejos exploradores simplemente se pierden en la niebla, o
la ventisca polar, según casos.
Por un guiño del destino a esas alturas de su vida Apsley había conocido, tratado e intimado con la
mayoría de los grandes héroes británicos del período, pero mientras todos ellos
yacían muertos, colmados de gloria y admirados por todos, Apsley seguía vivo,
olvidado y ocasionalmente despreciado. Muchas veces todo se reduce al dilema de
Aquiles: ¿morir joven y ser recordado para siempre o por el contrario gozar de una larga vida, eventualmente feliz, pero experimentando una existencia anodina, anónima y sin fama?. En su caso Apsley no disfrutaba de la gloria, ni mucho menos, pero tampoco una feliz vida
familiar. Estaba solo y sumido en la nada.
Cuando su viejo
colega de universidad Thomas Edward Lawrence, ya por entonces mejor conocido
como Lawrence de Arabia, murió también joven y admirado en 1935, Apsley fue
invitado a participar en su elogio fúnebre. Para entonces Apsley
se hallaba tocando fondo por completo y era una sombra de sí mismo. En el
capítulo que redactó para un libro colectivo de elogio que se esperaba publicar, llamado T. E. Lawrence, by His Friends Apsley, realizó quizás uno de
los más amargos y lúcidos análisis del heroísmo humano y sus a veces oscuros
recovecos motivacionales.
En
las páginas que redactó, Apsley sostenía que los actos extraordinarios nacían
del sentimiento de inferioridad y cobardía que llevaban a determinados
individuos a tener que probarse cosas a sí mismos. Sugería también que las
autobiografías de los héroes eran procesos de terapia a través de la escritura
para poder exorcizar esa realidad anterior y enmascararla de cara a dejar atrás
el shock nervioso que toda hazaña provocaba. No sabemos muy bien si hablaba de
su amigo Lawrence o de sí mismo pero en todo caso su capítulo fue borrado de la
versión definitiva del libro.
De
hecho el escándalo hizo que esa ocasión fuese la última vez que la buena
sociedad se acordó de Apsley hasta su muerte, la cual aún tardaría muchos años
en llegar. Curiosamente
las últimas décadas de nuestro héroe al fin serían felices al encontrar el
amor, justo cuando comenzaba la IIª Guerra Mundial, en una jovencita de 23 años
dedicada por entonces al mundo del ocio masculino y a la que la Antártida o lo
que hubiera sucedido allí parecía no importarle demasiado. Gracias a ella
Apsley murió en su cama, mucho tiempo después, de un infarto a los 73 años,
suponemos que por fin feliz, realizando exploraciones más tranquilas y
gratificantes que las vividas en su juventud.
Usuthu
Pero
la vida a veces te da segundas oportunidades, aunque sea después de muerto. La Historia
como relato en realidad no suele ser la crónica del pasado tal y como fue sino
que es la narración del pasado de acuerdo a lo que creemos que sucedió y ahí, a
la hora de dar forma a ese creemos, tienen mucho que ver no solo los
fríos datos sino los prejuicios, valores, intereses y conveniencias del tiempo presente a la hora de interpretar esos datos y de rellenar
las zonas de sombra para las que no hay suficiente información disponible. Por eso el relato del pasado va cambiando periódicamente, no solo producto de nuevos descubrimientos sino también debido en cada momento a la necesidad inconsciente entre historiadores y público de adaptar la interpretación del pasado a los gustos,
necesidades e intereses de la sociedad de su tiempo.
En
el caso del capitán Scott fue visto como un héroe indiscutido más o menos hasta los años
70, pero a partir de ese momento se produjeron diversos cambios sociales y
culturales que dieron un giro al sentido dado a su figura pasando a sucederse
los libros e interpretaciones críticas con la misma. Hay que entender que se
trataba de unos años donde producto del auge de los movimientos
contraculturales y anticoloniales el viejo tipo de héroe nacionalista de una
pieza empezó a verse como algo rancio.
Para
que el párrafo anterior no resulte tan abstracto os pongo un ejemplo visual
que podéis verificar tranquilamente un fin de semana cualquiera. Consiste en el
visionado de dos películas británicas. La primera es Zulú rodada en
1963 a mayor gloria del recuerdo de una famosa gesta ocurrida durante las
guerras zulúes del s. XIX. Michael Caine interpreta en la película en cuestión
a un british hero de una pieza a la cabeza de un grupo de esforzado
soldados del Imperio en época victoriana que resisten hasta el último hombre y en clara
inferioridad numérica el asalto de una ingente masa de guerreros zulúes. La
película es básicamente un western en lo conceptual donde los zulúes de turno
podrían ser sustituidos por indios asediando un fuerte o cualesquier otro grupo
de “salvajes” primitivos legítimamente exterminables en provecho de la
civilización.
En
cambio en 1979 se rodó su “precuela”, Amanecer Zulú, donde Burt
Lancaster y Peter O'Toole nos cuentan (en la línea establecida unos años antes
por otra famosa película de época británica como es La última carga)
una historia de corrupción y estupidez en los mandos del ejército británico
(aquí no tan glorioso como en la película anterior), incompetencia que acaba
desembocando en la aniquilación de todo un cuerpo de ejército de su graciosa
majestad a manos de los zulúes. De hecho en esta película los zulúes, en vez de
ejercer de “malos” y perder, resulta que vencen en legítima defensa de su
tierra y su libertad.
Durante
el espacio de tiempo entre ambas películas habían cambiado muchas cosas en el
mundo: las protestas contra la guerra de Vietnam en los EE.UU., el movimiento
por los derechos sociales o el de los países no alineados, el mayo del 68, el
auge de los movimientos pacifistas, etc. De repente la conquista colonial y las
gestas militares asociadas ya no eran algo de lo que enorgullecerse sino un
período del pasado al que criticar.
Pues bien, en un
contexto diferente, un poco por motivos distintos pero en el fondo debido a
cuestiones parecidas, a finales de los 70 aparecieron así voces críticas con el
papel desarrollado por el capitán Scott en la dirección y planificación de su
famoso viaje. De esa forma, donde antes se ensalzaban su bravura y abnegación empezaron a
criticarse en cambio su falta de planificación, su cerrazón, su falta de realismo a la
hora de tirar la toalla a tiempo salvando vidas en el proceso, etc.
Sea
cual sea la “verdad” poco a poco surgieron nuevas interpretaciones del sentido
de su expedición y de las responsabilidades respecto a lo que había salido mal
durante la misma. Producto de todo esto antiguos héroes cayeron y se levantaron
otros nuevos y de cara a esto último en libros, manuales o artículos de divulgación,
poco a poco se fue recuperando y rehabilitando la figura de nuestro
protagonista, Apsley, pasando por alto sus matices más ridículos y resaltando
los más notables. No obstante para entender qué demonios pasó para que se
produjese dicho tránsito de villano a héroe debemos recuperar la memoria de
un hecho que sucedió poco antes de arrancar el fatídico viaje de Scott en pos del
Polo Sur. Pero eso lo veremos dentro de algunos días, a lo largo de una última entrada sobre toda esta historia.
Ya lo había leído en Babel (¿se escribe así?) y me gustó, y ahora lo vuelvo a hacer y me encanta. Un artículo genial.
ResponderEliminarComo eres un iconoclasta de pura cepa, te invito a que desmitifiques a un héroe español. A Blas de Lezo. De él sólo he leído cosas buenas, pero estoy seguro de que tú puedes sacarle trapos sucios. Dicen que era un estratega y táctico genial ¿Es verdad o hay mucha leyenda detrás? Y de paso, si tienes tiempo y no te importa, ocúpate del Gran Capitán.
EliminarEn general este tipo de héroes patrios estilo Álvaro de Bazán, Lezo, Bernardo de Gálvez y gente así no me interesan demasiado. Para empezar porque considero que hay demasiado material en la red (contra lo que se piensa habitualmente de que son unos pobres olvidados). Muy patriotero desgraciadamente, pero es algo contra lo que resulta inútil luchar. De hecho son un clásico. No hay blog o web de historia que no tenga su pequeña entrada sobre alguno de ellos en tono épico.
Por otra parte el problema con Lezo o el Gran Capitán no es encontrarles algo sucio. Realmente fueron grandes militares y la base de su trayectoria ha sido abundantemente estudiada. Los problemas con estas biografías suelen ser siempre de dos tipos, por un lado la indeterminación de algunas cifras ya que en la época a veces resulta complicado precisar, por ejemplo, el número exacto de soldados de un ejército, con lo que a veces según el bando que cuenta la historia las cifras del ejército o la armada vencedora y perdedora bailan para dar más épica a las victorias o disimular las derrotas. Por otro es habitual que en las biografías de estos personajes haya diversas frases lapidarias y anécdotas apócrifas que no está muy claro si fueron inventadas a posteriori para engrandecer aún más al personaje.
En el caso de Lezo en concreto hay alguna cosilla que chirría, no en cuanto a sus grandes gestas sino más bien a los períodos entre ellas. En sus inicios se le atribuye por ejemplo la captura de un gran navío británico llamado Stanhope que supuestamente triplicaba en fuerzas a la pequeña fragata mandada por Lezo en aquel entonces cuando es probable que el Stanhope fuese una pequeña fragata mercante que no representaba ninguna amenaza especial.
También con posterioridad a la Guerra de Sucesión se le atribuyen a Lezo una serie de capturas de barcos en la costa americana del Pacífico que con toda probabilidad fueron obra de un corsario francés al servicio de Felipe V llamado Jean Nicolás du Martinet. Pero claro no resulta muy presentable que por entonces España también recurriese a la piratería encubierta y encima usando a extranjeros.
Y por supuesto frases míticas como la que supuestamente pronunció tras su defensa de Cartagena:
«Para venir a Cartagena es necesario que el rey de Inglaterra construya otra escuadra mayor, porque ésta sólo ha quedado para conducir carbón de Irlanda a Londres, lo cual les hubiera sido mejor que emprender una conquista que no pueden conseguir.»
es probable que no sean suyas sino de alguno de sus oficiales o directamente inventadas a posteriori.
Pero vamos poca cosa. Detalles. Por lo demás no le veo mayor interés porque es eso, tenéis por ahí cantidad de material en la web o libros al respecto. Por el momento estoy concentrado buscando bizarradas mucho mayores y más desconocidas para ver si os sorprendo.
Vale, me queda claro. A ver si de verdad nos sorprendes.
ResponderEliminarPero vamos, encantando de que me propongáis cosas, ojo. Y aunque luego no le dedique una entrada da juego para derivar aquí, a los comentarios, temas, debates y anécdotas que de otra forma se perderían. Además así es más inmediato, otras veces en cambio me emociono, prometo dedicar una entrada en profundidad a algo, pero luego pasan los días, veo que no tengo tiempo, al cabo de unas semanas se me ocurre otra cosa que me apetece más escribir un día determinado y voy dilatando la cuestión sine die. De esta forma sin extenderme mucho me dais pie a comentar temas que, como digo, de otra forma se perderían.
EliminarSólo proponía lo de Blas de Lezo y el Gran Capitán porque he escuchado unos pocos podcasts en los que los glorifican. Y como ya no me creo nada, te proponía que los desmitificaras por una cuestión sanitaria más que nada. Aunque al final va a ser que ellos eran realmente muy buenos soldados y lo que fallaba era el mando.
ResponderEliminarUna pregunta: he leído los comics de Tardi sobre la primera guerra mundial, y visto un documental que venía en CD en un cómic. Pone a los generales franceses de genocidas para arriba, y no de enemigos sino de los propios franceses ¿A ti esto qué te parece? ¿De verdad los mandos despreciaban tanto las vidas de sus propios soldados? Y ya de paso: ¿realmente en algún momento del pasado los generales se preocuparon de sus soldados, si es cierto cuando cambió eso, o siempre los vieron como herramientas prescindibles?
Un saludo.
Me parece interesante la cuestión. Aunque eventualmente acumulo muchas ideas para futuras entradas o ya prometidas añado la cuestión a la lista de potenciales temas a tratar. Y van...
EliminarNo me explayo aquí en los mensajes porque me parece una cuestión más compleja de lo que parece a simple vista.
Por curiosidad: mencionas las Montañas de la Locura, de Lovecraft. Así que pregunto, ¿qué te parece Su obra literaria? En su momento fui adepto radical, si bien con en tiempo me he dado cuenta de Sus carencias, aunque no reniego de Él porque leyéndoLe me lo pasé muy bien. Pero, dentro de la cultura llamada popular, ¿tú qué opinas? ¿Te gusta?
ResponderEliminarTengo algún amigo apasionado del universo de Cthulhu, más por temas de rol que puramente literarios. Yo conozco su obra, pero no me llama la atención en general la literatura de terror. Tampoco la de ciencia ficción por ejemplo. Así que no me considero capaz de valorar a Lovecraft la verdad. Ya digo que no me interesa especialmente, pero no por una razón o deficiencia concreta sino por cuestiones de gustos. Desde luego a su manera tiene un sitio en la historia de la literatura y como personaje en sí mismo me resulta intrigante, un poco al modo de Kafka. De hecho ambos tienen cosas con las que me identifico a título personal. Lo cual me da miedo.
EliminarRealmente los ingleses de época victoriana estaban hechos de otra pasta.
ResponderEliminarEl sacrificio de Oates es muy épico aunque todo sea que algún día se descubra su cadáver maniatado y con un puñal sobresaliendole de la espalda.
Por cierto, según parece Scott y los otros sí trataron de disuadirle o al menos es lo que puso Scott en su diario: "We knew that poor Oates was walking to his death, but though we tried to dissuade him, we knew it was the act of a brave man and an English gentleman."