Huye,
Adso, de los profetas y de los que están dispuestos a morir por la verdad,
porque suelen provocar también la muerte de muchos otros, a menudo antes que la
propia, y a veces en lugar de la propia.
Guillermo de Baskerville en “El nombre de la
rosa”
Stefan Zweig fue un novelista austriaco de
orígenes judíos nacido en Viena en 1881. Por entonces dicha ciudad, esplendorosa capital del hoy desaparecido Imperio austrohúngaro, era un
hervidero de artistas y pensadores y por tanto podía ser considerada, quizás, como la segunda capital
cultural de Europa tras París. Durante las siguientes décadas, hasta el estallido de la Gran Guerra, residieron allí Theodor Herzl, el fundador del moderno sionismo; poetas como Rainer María Rilke; músicos como Arnold Schoenberg; muchos pintores, si bien normalmente
de menor fortuna y talento que los asentados por entonces en París o Londres; e igualmente diversos jóvenes
que con el tiempo se convertirían en famosos en sus respectivas disciplinas
como Sigmund Freud o el filósofo Ludwig Wittgenstein. Viena era en aquel tiempo una colmena
de mentes de excepción plagada de cafés en los que se reunían ocasionalmente a
intercambiar opiniones variopintos grupos de intelectuales.