El hombre es en el fondo un animal salvaje,
una fiera. No le conocemos sino domado, enjaulado en ese estado que se llama
civilización. Por eso retrocedemos con terror ante las explosiones accidentales
de su naturaleza. Que caigan, no importa cómo, los cerrojos y las cadenas del
orden legal, que estalle la anarquía, y entonces se verá lo que es el hombre.
Arthur
Schopenhauer
En mi última entrada hablé de fascistas, de nazis y de intelectuales.
Pero lo hice desde mi tradicional perspectiva pesimista. Por ello me centré en
los vínculos, en muchos casos hoy olvidados, de diversos intelectuales europeos
con el totalitarismo de ultraderecha en auge durante la época de entreguerras del siglo XX. Sin embargo falta una parte de la historia. Una parte al menos parcialmente
positiva. Una parte que nos remite a ese pequeño espacio de bondad que siempre
ha existido, pese a todo, en el alma humana. Me refiero a la otra cara de la
moneda, a los miles de intelectuales que no comulgaron con el fascismo
o el nazismo, algunos de los cuales acabaron nutriendo por ejemplo la Exilliteratur. Aunque para hacer eso me voy a centrar, como hilo conductor, en la historia del pobre tipo que los salvó a casi todos y del que, por
supuesto, hoy no se acuerda nadie.