Todas las grandes verdades comienzan por ser blasfemias.
George
Bernard Shaw
Es usted un hombre inteligente pero creo que debo recordarle que quien intenta cambiar el mundo normalmente fracasa por una razón simple pero inevitable: las demás personas.
Black Sails, 2x01
¿Puede un humilde ginecólogo y obstetra convertirse en un héroe?. Hoy vamos a ver que sí.
Durante la historia humana cientos de millones de
hombres han muerto combatiendo en conflictos bélicos. También muchas mujeres han muerto debido a ese tipo de enfrentamientos pero, dado que la guerra ha
sido preferentemente una actividad masculina, han sido los hombres los más
afectados por la mortalidad derivada de la misma a lo largo de la historia.
Y sin embargo el porcentaje de hombres y mujeres a lo
largo de la historia se ha mantenido más o menos equilibrado en torno al
cincuenta por ciento para cada sexo. Esto se explica debido a que, al margen de
prácticas sociales como el infanticidio femenino en sociedades agrícolas, una de las respuestas de la naturaleza para nivelar demográficamente el número de
hombres y mujeres en la sociedad ha sido la altísima mortalidad sufrida por las
mujeres al dar a luz. Al menos hasta bien entrado el s. XX.
Más en extenso, durante la mayor parte de la historia el
régimen demográfico imperante implicaba en general altas tasas de mortalidad
para la población producto de guerras, enfermedades y hambrunas. Por tanto, de
cara a simplemente compensar lo anterior y mantener los niveles de población
estables o en lento crecimiento, era necesario que cada mujer diese a luz
múltiples veces a lo largo de su vida. Algo que por otra parte era casi inevitable habida cuenta de la falta de medios
anticonceptivos fiables hasta tiempos recientes. Pues bien, cada vez
que se producía un parto la correspondiente madre se arriesgaba a morir debido a que durante el mismo podían producirse múltiples incidencias para las que la
medicina solo ha encontrado respuesta hace algunas décadas, siendo muy frecuentes
hasta el período de entreguerras en el s. XX los casos de fallecimientos
de parturientas debido a hemorragias o infecciones.
Todo eso implica que, hasta tiempos recientes, el destino de un
porcentaje importante de las mujeres a lo largo de la historia humana implicaba morir
tarde o temprano producto de algún parto. Por tanto si, como he dicho
anteriormente, a lo largo de la historia los hombres han muerto por cientos de
millones luchando para arrebatar vidas, las mujeres han muerto en iguales
cantidades en el intento de dar lugar a nuevos nacimientos. Procesos complementarios.
En relación con ello hoy vamos a
viajar a Viena a mediados del s. XIX en concreto a una de las secciones de
maternidad abiertas en uno de los más reputados hospitales de la capital del
flamante Imperio austríaco (más adelante conocido como Imperio austrohúngaro ya
a partir de 1867, en fechas posteriores a lo que hoy toca).
La conjura de los necios
Allí trabajaba Ignác Fülöp Semmelweis un médico húngaro pero
de ancestros alemanes nacido en 1818. Tras descartar una carrera como abogado, en 1846, con 28 años de edad, obtuvo una titulación en obstetricia y
fue nombrado asistente en una de las maternidades del Hospicio General de
Viena.
Y hago una puntualización. Por aquellas
fechas tan “modernas” llama la atención lo atrasadas que aún se encontraban las
teorías médicas en vigor, en tanto que gran parte de la medicina o la cirugía
más o menos estándar que hoy conocemos y damos por supuesta solo se desarrolló
entre finales de ese s. XIX y las postrimerías de la IIª Guerra Mundial. Por
supuesto durante la Edad Moderna, de la mano de Vesalio o de Ambroise Paré, la
medicina europea había experimentado algunos progresos respecto a las
primitivas técnicas que habían estado en vigor desde la antigüedad. A destacar
sobre todo el descubrimiento de la vacuna de la viruela por parte de Edward
Jenner en 1796. Pero aun así, en cuanto a la mayoría de procedimientos y
teorías, la disciplina médica a mediados del s. XIX como digo no había
evolucionado demasiado y aun no se había beneficiado de los progresos generales
experimentados por la industria o las ciencias en esa época. De tal forma que,
en lo tocante a la ginecología y las causas de la mortalidad femenina durante
los partos en concreto, aún continuaban en vigor entre muchos médicos viejas teorías como la de la existencia en la
anatomía humana de un precario equilibrio entre cuatro supuestos “humores” o
líquidos de los que se compondría el cuerpo, equilibrio que cuando se rompía
causaba (supuestamente) las enfermedades, las cuales por tanto solo se curarían al recuperar el
equilibrio de los “humores” mediante el sangrado o la aplicación de calor. También daba sus últimos coletazos por entonces la teoría de las “miasmas”, unos supuestos
aires fétidos que serían la causa de las infecciones sufridas por muchas
parturientas, sobre todo la temida “sepsis puerperal” causante de fiebres que
acababan con muchísimas mujeres tras dar a luz.
Todo sea dicho durante la época de las
revoluciones burguesas algunos médicos
empezaron a plantear que de cara a reducir la mortalidad en los pabellones de
maternidad serían convenientes cosas como que los médicos se lavasen las manos entre
operaciones. De hecho aplicando ese tipo de
medidas un doctor llamado Boër, a comienzos del siglo XIX, había conseguido
reducir la mortalidad en un ala de Maternidad del hospital de Viena en el que
trabajaba.
Desgraciadamente Boër fue olvidado y sustituido
al frente de la sección de maternidad de aquel hospital vienés por un tal Johann Klein que, como la inmensa
mayoría de médicos del período, era un ferviente defensor de la teoría de las “miasmas”.
Es decir, según él las fiebres e infecciones que muchas parturientas
desarrollaban no tenían nada que ver con las acciones de los médicos que las
asistían sino que eran producto de un contagio entre las pacientes o bien una
infección que emanaba del suelo o de aguas fétidas y se trasladaba azarosamente
a través de “malos aires” por el espacio. Esas ideas aunque ridículas vistas
hoy tenían su utilidad entonces, empezando porque en el fondo eximían de
cualquier responsabilidad en la frecuente muerte de sus pacientes a los médicos
que los atendían. A fin de cuentas esas “miasmas” y "malos humores" eran supuestamente la causa
de todas las desgracias y epidemias (no la ignorancia, al falta de formación, de higiene, de
interés, o la pura impotencia de los facultativos de entonces). Vivir creyendo eso, sumado a un salario elevado y
una posición de prestigio social para los doctores, resultaba más fácil que hacerlo teniendo que darle vueltas en la cabeza a las causas de la alta
mortalidad de los pacientes y sintiéndose responsables indirectos de las mismas.
No es de extrañar por tanto que gracias a la
labor del doctor Klein en la maternidad vienesa en uno de cada nueve o diez
partos la madre en cuestión acababa contrayendo infecciones y fiebres fatales
que acababan con su vida pocos días después de dar a luz. Incluso algunos meses
se daban picos de hasta un 33% de muertes de las parturientas (si tenemos en
cuenta que por entonces una mujer daba a luz varias veces a lo largo de su vida
esos porcentajes de riesgo en cada parto eran una condena a muerte a medio
plazo para prácticamente cualquier mujer que diese a luz en aquel hospital ya
que si no moría la primera vez lo haría durante su segundo o tercer parto,
normalmente antes de los 35 años). Pero a fin de cuentas eso era más o menos lo normal en aquellos tiempos, no solo en Viena sino en casi cualquier otro lugar.
Es en ese contexto y bajo la autoridad de
Klein que el por entonces joven y novato doctor Semmelweis comienza a trabajar
en la sección de maternidad del Hospicio General de Viena durante el verano de 1846. El caso es que prácticamente de inmediato toma
nota de algo inquietante. El hospital disponía de dos salas de partos: la dirigida
por el doctor Klein, a la que él mismo había sido asignado, y otra atendida por un tal doctor
Bartch pero regida de facto por mujeres comadronas. Pronto Semmelweis se dio
cuenta de que la sala de partos secundaria, aquella por la que los orgullosos
doctores no se molestaban apenas en pasar y era atendida de facto por
“vulgares” matronas y enfermeras sin apenas formación médica, experimentaba unas
tasas de mortalidad muy inferiores a la sala en la que él y el resto de doctores titulados pasaban consulta habitualmente o intervenían personalmente en los partos. En
concreto el número de muertes era menos de la mitad en la segunda maternidad y,
de hecho, la mayor parte de esas muertes procedían de los días siguientes a que
los partos en la misma fuesen también atendidos por doctores procedentes de su
propia sección que a veces se dejaban caer por aquella segunda sala de
maternidad a la que solo acudían en contadas ocasiones. Algo extraño pasaba.
Después de evaluar diversas hipótesis,
relacionadas con la temperatura de la sala o el volumen de parturientas
admitidas, Semmelweis puso sus ojos en la diferencia evidente entre la Primera
ala de maternidad y la Segunda: el personal que las atendía. Como se ha dicho en una de las secciones el personal era básicamente masculino y en la otra de facto no era así. Además, en ambas secciones
a la vez que se dispensaban cuidados se impartían prácticas con estudiantes. En
la primera ala se permitía que pasasen visita junto con los doctores algunos
estudiantes de medicina en prácticas (por aquel tiempo todos hombres ante las trabas para acceder a una educación universitaria para las mujeres) mientras que el segundo ala, como he mencionado, estaba
reservada para instruir comadronas y con el tiempo se había dejado más o menos
en sus manos el control de la mayoría de partos.
El problema, ya os lo digo, era que muchos de los médicos y estudiantes
de medicina que controlaban el ala principal y ocasionalmente se dejaban caer por el ala secundaria solían
pasar revista después de haber participado en disecciones o autopsias
complementarias a sus clases de anatomía.
Por entonces nada se conocía aún sobre los
“gérmenes”, pero Semmelweis planteó que no debía ser demasiado saludable que
aquellos estudiantes pasasen consulta e incluso interviniesen en partos y
tocasen a las parturientas después de haber estado en contacto con materia
muerta. Incluso a veces atendían o inspeccionaban a las mujeres del ala de maternidad
sin haberse siquiera lavado las manos después de haber salido de sus prácticas
con cadáveres, entre los que se encontraban en ocasiones los de las mismas mujeres muertas en el hospital. Sin embargo en el segundo ala de maternidad eso no ocurría de
forma habitual simplemente porque los estudiantes de medicina apenas pasaban
por allí y las comadronas no asistían a clases de medicina, disecciones o
autopsias por lo que en general su higiene era mejor.
En base a esa intuición, que hoy puede
parecernos evidente pero entonces no lo era, a finales de 1847 Semmelweis
instituyó como obligatorio el que los estudiantes se lavasen las manos por
sistema y no solo con agua sino con un desinfectante químico, antes de entrar
en su sección del hospital y tocar a las pacientes, sobre todo si venían de
estar en contacto con cadáveres.
Con ese simple medida la mortalidad de las
futuras madres cayó hasta situarse entre el 1 y el 2% por lo que
Semmelweis extendió la medida también a los instrumentos con los que se
inspeccionaba a las pacientes e intentó implantarla también entre el resto de médicos del lugar.
Pues bien, uno puede pensar que aquí termina
la historia y en adelante Semmelweis fue considerado un héroe, sus medidas se
implementaron en la comunidad médica y todos comieron perdices. Pero en
realidad la historia de hoy me interesa por lo contrario. De hecho llegados a
este punto comenzaron los problemas.
Para empezar el superior de Semmelweis el
doctor Klein se sintió vejado. En la clasista sociedad y jerarquizada sociedad
austriaca del momento para el doctor Klein que un médico joven, sin experiencia
ni grandes publicaciones previas, de orígenes humildes y además venido de
Hungría, le enmendara la plana negando sus teorías de las miasmas y encima dando
órdenes a los internos y diciéndole como tenía que llevar su hospital era una
auténtica humillación que minaba su autoridad, su prestigio social y
consiguientemente su modo de vida perfectamente establecido y muy bien
remunerado. Por tanto no iba a dejar las cosas así, si tenían que fallecer docenas o cientos de mujeres por el camino que murieran. A nadie le importaba. Estaba en juego
demostrar quien mandaba y cómo eran las cosas en Viena.
Por otra parte un gran porcentaje del personal del hospital veía con malos ojos el proceder impuesto por
Semmelweis ya que a muchos médicos que trabajaban allí, pertenecientes a buenas familias burguesas de clase media y alta de la ciudad -por lo que además de médicos se consideraban a sí
mismos caballeros- les parecía un grave insulto el que otro miembro del
hospital, encima de inferior condición social y venido desde la “provinciana” Hungría, se atribuyera el derecho de ordenarles
lavarse las manos a todas horas (y más aún con sustancias agresivas que les
podían irritar la piel de sus cuidadas manos), como si fueran personas de baja
estofa. Así para Klein resultó relativamente sencillo ir progresivamente
amargándole la vida a Semmelweis en el trabajo ante la indiferencia o la
colaboración del resto de integrantes de la plantilla.
Además, unos meses después, a comienzos de 1848, las cosas se pusieron aún más a favor de Klein cuando estallaron disturbios
sociales en Hungría. De esta forma los orígenes medio húngaros de Semmelweis
pasaban a ponerle las cosas muy difíciles, sobre todo cuando algunos de sus
hermanos fueron acusados por la policía austríaca de participar en las
movilizaciones populares. Para muchos de sus compañeros eso hizo evidente que Semmelweis
podía ser también un simpatizante del
movimiento revolucionario húngaro. Probablemente Semmelweis no lo era y de
serlo tenía todo el derecho. Pero eso obviamente resultaba lo de menos a los ojos de sus colegas, mayormente austríacos muy conservadores y temerosos de que los disturbios nacionalistas generasen el caos social.
Aprovechando el momento Klein procedió a dar el golpe definitivo. Semmelweis
por entonces no dejaba de ser un médico joven sin prestigio que se veía
obligado a renovar periódicamente su plaza en el hospital. Así cuando su
contrato estaba a punto de expirar y aunque normalmente se prorrogaba de forma
casi automática a los médicos en aquella situación Klein buscó personalmente un
aspirante a la misma plaza que ostentaba Semmelweis en la persona de un médico
afín llamado Carl Braun. Aun así, pese a la antipatía que despertaba, a la hora de la verdad la mayor parte de médicos titulares del hospital mostraron su
apoyo a que Semmelweis continuase en su puesto valorando su trabajo. Sin
embargo la suerte estaba echada y Klein valiéndose de su jerarquía impuso que
la plaza fuese concedida a su protegido, Braun, el cual pasó a desestimar las
medidas de higiene experimentadas por Semmelweis y adoptar inmediatamente las
tesis sostenidas por su patrón, Klein, obteniendo con ello un satisfactorio repunte
de la mortalidad en la clínica. Pero eso daba igual porque como ya dije el
asunto se trataba de clarificar quienes mandaban en aquel lugar.
En consecuencia, habiendo
perdido legalmente su puesto, a finales de marzo de 1849 Semmelweis fue
expulsado de la plantilla del hospital pese a todo lo que había aportado. O más
bien, precisamente por ello. Y desde luego Klein no iba a firmarle ninguna
recomendación para que encontrase un nuevo empleo.
Así las cosas tras más de dos años parado, a
mediados de 1851, un desesperado Semmelweis tuvo que abandonar Viena, regresar
a Hungría y aceptar un trabajo insignificante y mal pagado en un maternidad de
Budapest.
Por supuesto cuando llegó a ocupar su nuevo
trabajo la mortalidad en aquella clínica era brutal entre otras cosas porque
los tratamientos ante las infecciones detectadas en las embarazadas resultaban
tan primitivos que aún incluían purgas e incluso sangrías. Ante aquel panorama Semmelweis
no se vino abajo y se dispuso a volver a empezar y poner en práctica allí sus
teorías. Gracias a ello en los siguientes cuatro años redujo la mortalidad de
madres y neonatos a menos del 1%. Solo ocho muertes entre más de 900 partos
atendidos por él en aquel tiempo.
Paradójicamente eso lo que consiguió fue
granjearle nuevamente un odio indeleble entre el resto de personal médico del
hospital. Si en Viena uno de los factores que lo alejó de la dirección del
hospital y del resto de doctores fueron sus raíces parcialmente húngaras,
resulta que en Budapest el resto de médicos enseguida se sintieron desagradados
por aquel “falso húngaro” sabelotodo que en el fondo era de cultura y
ascendientes alemanes y venía de la odiada Viena dándose aires de grandeza y
pretendiendo enseñarles a ellos como llevar sus asuntos en su ciudad. Si en
Viena lo juzgaron como un infiltrado húngaro, en Budapest pasó a ser visto como
un infiltrado austríaco. El resultado es que al no pertenecer a ningún grupo ni
adscribirse a ninguna escuela o línea de pensamiento ya existente Semmelweis
era un estorbo para todos. Y desgraciadamente no era lo suficientemente
rico, ni estaba bien relacionado socialmente, como para superar ese escollo.
De esa forma la gota que colmó el vaso se dio
quizás a finales de 1854 cuando Semmelweis decidió opositar al puesto de
profesor de obstetricia en la cercana Universidad de Pest. ¿Sabéis a quien
votaron en masa los profesores del
departamento universitario para que ocupase aquel puesto?. A Carl Braun, sí el
amigo del doctor Klein, en suma el tipo que le había quitado el puesto a
Semmelweis en Viena. Lo mejor de todo es que Braun ni siquiera hablaba húngaro
y nunca llegó a ocupar aquella plaza. En el fondo era una forma de enviar un
mensaje a Semmelweis: no te queremos aquí. En la Universidad de Pest en aquel
momento la corriente imperante defendía la idea de que los tipos de infecciones
y muertes en las maternidades que Semmelweis atribuía a infecciones externas a las
enfermas se debían en cambio a la acumulación de suciedad y comida en el interior del
intestino de las propias parturientas. Por tanto el resto de profesores no podían dejar
que aquel tipo accediese a una plaza y procediese a negar lo que ellos llevaban años defendiendo en sus publicaciones y
enseñando en las clases. Sería muy "embarazoso" para todos.
De hecho en los siguientes años Semmelweis
hubo de afrontar, además del boicot laboral, también un boicot académico por
el cual todos aquellos investigadores empezaron a desprestigiar y bloquear por
sistema los intentos de Semmelweis de difundir sus estudios a través de
revistas o congresos especializados.
Llegado a ese punto de su vida Semmelweis iba
a cometer un terrible error. En 1857, y pese a todo lo que he ido desgranando, le
surgió una oportunidad. Una oferta para enseñar en la Universidad de Zurich, en
Suiza, donde habían oído hablar de sus estudios y le ofrecían un puesto bien
remunerado. Quizás de haberla aceptado… Pero Semmelweis rechazó aquella
opción, que a la postre fue la última posibilidad en su vida de salir del ciclo destructivo
en que se hallaba asediado dentro del Imperio Austriaco. ¿Por qué declinó aquel
ofrecimiento?. Porque estaba perdidamente enamorado de una jovencita de Budapest.
Así que por una vez en su vida Semmelweis eligió el amor antes que su trabajo.
Y aunque el amor inicialmente triunfó ya que ese mismo año Semmelweis logró
obtener la mano de María, que así se llamaba, a la larga la decisión se
demostró equivocada.
Para empezar María era una guapa muchacha de
veinte años de edad, es decir diecinueve años más joven que él en el momento de
la boda, y esa diferencia de edad se convirtió pronto en un serio lastre. Por
otra parte María, que era hija de un rico comerciante, estaba acostumbrada,
digamos, a un cierto tren de vida burgués. Al casarse con Semmelweis sin saber
mucho de sus disputas profesionales pensó que se aseguraba una buena vida ya
que al fin y al cabo se trataba de un médico, en una época en que la profesión
gozaba de gran prestigio social. Pero tras la boda María tardó poco en darse
cuenta de que Semmelweis no era un prometedor triunfador con posibilidades de ascender sino un apestado al que se le cerraban todas las puertas y
encima mucho peor remunerado de lo que se supondría. Para acabar de fastidiarlo
todo su primer hijo murió al poco de nacer y el siguiente, una niña, murió a
los cuatro meses. Tendrían otros tres hijos en los años siguientes pero la
relación de la pareja nunca se recuperó de aquello. Además el carácter del propio Semmelweis, demasiado intransigente, huraño y volcado en su trabajo, tampoco ayudó a traer alegría al hogar o a quitar tensión a los conflictos conyugales que fueron surgiendo.
Así las cosas a lo largo de los años 60 del
siglo Semmelweis se fue hundiendo. Primero llegó la depresión crónica. Tenía
motivos para ello. Sus colegas lo odiaban y saboteaban laboralmente y al hacerlo, al boicotear sus esfuerzos por difundir
sus prácticas, encima estaban causando la muerte de docenas, cientos, quizá
miles de mujeres, sin que parecieran darse cuenta o importarles lo más mínimo. Semmelweis se
fue haciendo a la idea de que nunca iba a poder imponer sus métodos fuera de
los subordinados del olvidado hospital en el que trabajaba y nunca le iban a
dejar encontrar trabajo en otro sitio más prestigioso que pudiera usar de
púlpito.
Y encima su esposa lo consideraba un perdedor
y debido a ello también lo despreciaba. Así con el tiempo la salud mental
de Semmelweis empezó a resentirse. Se volvió irritable, vehemente en exceso, experimentaba
cambios de humor repentinos y soltaba arengas sobre sus teorías o despotricaba
contra el resto de médicos del hospital en público en medio de conversaciones
que nada tenían que ver, llegaba al trabajo borracho o con resaca, empezó a
frecuentar prostitutas y en definitiva su comportamiento empezó a resultar
incómodo incluso para su familia o conocidos, la mayoría de los cuales tampoco
es que lo apreciaran demasiado. Usando todo eso como justificante o como excusa
el caso es que en el verano de 1865 uno de sus eminentes colegas firmó una recomendación
para ingresarlo en una clínica psiquiátrica, recomendación con la que su mujer
estuvo de acuerdo.
Para llevarlo hasta ella lo engañaron
asegurándole que se requería su presencia para dar una charla en Viena, en un nuevo instituto de
investigación donde habían escuchado hablar de sus métodos. Al llegar al lugar indicado se dio cuenta de que se trataba de una
institución mental y trató de resistirse al ingreso lo que provocó que varios
guardas y enfermeros, con el fin de ponerle una camisa de fuerza, le golpearan
severamente.
La
leyenda dice que después de eso consiguió escapar del lugar y sabiéndose
acabado regresó por sorpresa al pabellón de anatomía de la Universidad donde
delante de los alumnos abrió un cadáver y con el mismo bisturí que había
utilizado para ello se provocó una herida, la cual con posterioridad le causó los mismos síntomas padecidos por las mujeres que
tantas veces todos habían visto morir de fiebres y, en última instancia, también la muerte, probando
de esa forma la veracidad de sus tesis de forma póstuma. Es una historia trágica pero hermosa. Por supuesto es mentira. Como
todos sabemos, la vida mancha.
Debido a ello la realidad es que Semmelweis nunca
llegó a salir de la clínica de salud mental. Dos semanas después de su ingreso,
cuando contaba con 47 años de edad, apareció muerto en su celda posiblemente
debido a una septicemia. La forma en que la contrajo nunca se aclaró pero
parece que aquella paliza recibida durante su ingreso le pudo causar alguna
herida interna que pasó desapercibida debido a que, ante su falta de
cooperación, además se le castigó confinándolo en una celda en solitario. Durante
los días siguientes la herida seguramente se agravó producto del agresivo
“tratamiento” con aceites laxantes del que también fue objeto en el lugar, el
resultado de todo lo cual probablemente fue lo que desembocó en la infección
masiva que, al no ser tratada, acabó con él. De las prácticas usadas por la
medicina psiquiátrica en la época mejor no hablo hoy aquí porque el definirlas como primitivas y brutales sería
quedarse corto. Era otra "ciencia" aun en ciernes.
Producto de su insatisfactorio matrimonio Semmelweis dejó huérfanos a un niño y dos niñas pequeñas. El hijo varón se suicidó a su
vez a los 23 años y solo una de sus dos hijas tuvo descendencia. Nadie entre ellos prosiguió sus trabajos debido a lo cual el legado de Semmelweis
inicialmente se perdió. Su puesto en la clínica de Budapest fue pronto ocupado
por un médico local de nombre Janos Diescher que rápidamente desechó las
incómodas medidas impuestas por Semmelweis gracias a lo cual inmediatamente consiguió multiplicar por
seis la tasa de mortalidad entre las parturientas hasta situarla otra vez en
niveles mínimamente satisfactorios para que nadie se
sintiera humillado. Todo regresó a la "normalidad" y en consecuencia durante los siguientes años ya
nadie volvió a acordarse de Semmelweis en los lugares donde había trabajado.
Eso sí, con el tiempo, debido a las investigaciones de Pasteur y
posteriormente las conclusiones que extrajeron de las mismas médicos como
Joseph Lister los procedimientos antisépticos de higiene médica y
esterilización de instrumentos se convirtieron primero en habituales y luego en obligatorios, no solo en la atención a parturientas sino en todo tipo de
operaciones clínicas. Gracias a todo ello (así como a mejora en los métodos para tratar infecciones o la invención de las transfusiones de sangre) a lo
largo de las últimas décadas del s. XIX y toda la primera mitad del s.
XX la tasa de mortalidad durante los partos fue cayendo hasta situarse en los niveles
ínfimos que más o menos disfrutamos en la actualidad (como se ve en el gráfico de arriba referido al particular caso español).
Esclavos del paradigma
Lo que me interesa de la historia de hoy es su utilidad de cara a plantear
una pregunta que me parece interesante: ¿cómo pueden pasar cosas así?.
De hecho, ¿cómo es posible que personas supuestamente inteligentes y con
una excelente educación dejen frecuentemente que su raciocinio se nuble, incluso en lo tocante
a cuestiones relativas a la propia disciplina en la que son expertos, cuando algún elemento de juicio entra en confrontación con sus intereses económicos, sus
prejuicios sociales, sus creencias religiosas o sus ideologías políticas?. Es un interrogante que siempre me ha fascinado.
Porque, creedme, eso ocurre todo el tiempo (quizás más frecuentemente en lo que toca a “científicos” sociales, pero es una pandemia que afecta a todo tipo
de expertos). De hecho quizás yo también me estoy dejando llevar por mis fobias y prejuicios adquiridos... uno nunca se puede estar seguro al respecto. Por
supuesto un caso suelto traído al azar y relativo a una simple maternidad en la
Viena del s. XIX no es prueba de nada respecto a la historia de la ciencia con
mayúsculas. Simplemente la quiero usar como mera anécdota introductoria de procesos sobre los que se podrían poner otros cien, o quizás mil ejemplos.
De hecho en este blog siempre que pueda iré desgranando otras historias
parecidas.
Pues bien, al respecto de todo lo anterior, en 1962, el físico e historiador de la ciencia Thomas
Samuel Khun publicó un ensayo llamado La
estructura de las revoluciones científicas en el que planteaba entre otras
cosas la idea popperiana de la importancia de las decisiones de la comunidad
científica en el desarrollo, la aceptación o el rechazo de las teorías que esa
misma comunidad genera.
Para Kuhn, dentro de una sociedad o, a menor escala, dentro de una
determinada rama del conocimiento, según épocas operan unos “consensos”
generales que él denominó paradigmas. Lo que resulta curioso en su
pensamiento es que para Kuhn la sustitución de un paradigma por otro más
perfeccionado no se produce exclusivamente por razonamiento lógico. De esta
forma en el campo del pensamiento humano cuestiones psicológicas,
institucionales, sociales, culturales… habrían jugado un papel relevante, a veces
muy por encima de la pura racionalidad, a la hora de que una sociedad en bloque,
o bien dentro de ella las jerarquías e instituciones que controlan una
determinada área del saber, decidan dar vía libre e implicarse en la difusión
social de un nuevo procedimiento, una nueva teoría o una cierta forma de
pensamiento global. Según este autor, la mayoría de las investigaciones que se realizan en una sociedad y un momento dados se dedican a confirmar lo ya sabido, por lo cual a menudo las élites científicas son en muchas ocasiones las primeras en enfrentarse a los cambios de perspectiva.
Desde luego las ideas de Kuhn (luego recogidas por otros pensadores como
Lakatos o el mismo Paul Feyerabend en su Tratado
contra el método) resultan criticables, pero plantean cuestiones
interesantes que quizás deberíamos tener presentes.
El consenso imperante entre una parte importante de la población de
nuestra época tiende a sacralizar la forma en que funciona la ciencia así como a
los hombres que la nutren y los métodos que emplean. En muchas ocasiones se tiende a valorar
las instituciones generadoras de conocimiento como torres de marfil donde unos
individuos imparciales descubren nuevas ideas siguiendo únicamente parámetros
lógicos. Individuos que si se equivocan lo hacen por cuestión de fallos
técnicos o de cálculo.
Deberíamos en cambio plantearnos hasta qué punto las disciplinas
científicas son objetivas en tanto que difícilmente lo son los hombres que generan
y revisan sus contenidos, o aquellos que sufragan económicamente el
mantenimiento de las mismas, o los dirigentes encargados de regular y orientar en
una dirección precisa los esfuerzos de universidades, academias o institutos de
investigación. Es una evidencia que tanto los científicos que
generan el conocimiento puro como luego los especialistas que lo convierten en
tecnología útil, o los pedagogos que difunden y perpetúan a nivel social un
“paradigma”, son seres humanos todos ellos. Seres imperfectos por tanto, en muchas ocasiones
sometidos a mecenas, burócratas, empresarios o políticos aún más imperfectos. Y
tanto unos como otros tienen a su vez en común el poseer ego, ambiciones,
odios, creencias, contradicciones, prejuicios, anhelos inconfesables o ideologías
personales que a veces influyen o interfieren en sus decisiones profesionales y
sus juicios académicos de la misma forma que lo hacen en sus vidas cotidianas.
¿Estoy diciendo algo imposible de creer?.
Pues deberíamos tenerlo presente.
El velo
Por supuesto, pese a todo lo que he comentado, los logros
del método científico moderno resultan indudables. Tanto el conocimiento de las leyes
que rigen nuestro entorno como la producción de tecnología derivada de ello han crecido
exponencialmente a lo largo de los últimos siglos. Los defectos que pretendo
poner sobre la mesa no dejan de ser meras molestias, obstáculos que no pueden detener
el flujo de la corriente. Pero no obstante sí pueden estorbarla, ralentizarla,
desviarla temporalmente. En relación con esto en más ocasiones de las que se
piensa el conocimiento se ha abierto paso en los últimos siglos no solo debido
a sesudas deducciones racionales por parte de cerebros privilegiados movidos
por el puro afán de conocimiento sino que en múltiples ocasiones el progreso
humano se ha visto favorecido por el vulgar azar, las serendipias, los
prejuicios con efectos contrarios a los esperados, el interés destructivo que
de casualidad ofrece algún desarrollo positivo… y todo ello muchas veces a
cargo de individuos mayormente despreciables, egoístas, tramposos,
insoportables y malintencionados.
Pondré un par de ejemplo reduciendo el foco al campo
y la época en el que hoy ubiqué mi historia porque el debate que estoy
proponiendo es inmenso, inabarcable. James
Marion Sims (1813-1883), un médico estadounidense, es considerado
uno de los padres de la ginecología como ciencia. Y sin embargo desarrolló
la mayor parte de sus conocimientos en base a experimentar, sin anestesia, con
esclavas negras (sometiendo a algunas de ellas a docenas de operaciones
sucesivas en sus vaginas) usándolas para
practicar las nuevas técnicas que iba introduciendo y verificar así los
posibles fallos de las mismas antes de ponerlas en práctica con sus clientas blancas. Por su parte Adolphe
Pinard (1844-1934) inventor del estetoscopio y de los métodos de palpado de
embarazadas que aún se usan en la actualidad, fue también desarrollador de
teorías eugenésicas con las que tiempo después simpatizaron los nazis.
Y diría que si uno estudia con detenimiento, más allá de los titulares
habituales de las enciclopedias, las biografías y las circunstancias concretas
de muchos de los grandes desarrollos científicos y técnicos de la historia de
la humanidad encontrará que una parte sustancial de los mismos se han debido a
procesos de lógica delirante, deducciones incorrectas que de forma paradójica ofrecieron resultados positivos, errores que se compensaron entre sí, o luchas
de egos entre sabios con amplias lagunas como seres humanos en el día a día.
Más aún, no ha existido en la historia humana ninguna sociedad desarrollada que
no considerase que su mundo y sus ideas eran los mejores posibles. Obviamente
si nadie nunca hubiese albergado dudas y reconocido la existencia de enigmas y
campos en los que investigar no habría existido el progreso. Lo que quiero
decir es que lo habitual en las sociedades humanas es visualizar sus propios
conocimientos y opiniones como los más avanzados existentes y en base a ello
pensar que las ideas sostenidas por la cultura propia son ciertas en su mayoría
y solo faltan por ajustar diversos pequeños flecos. Quizás algunos problemas técnicos,
dudas sobre la naturaleza o el cosmos o la forma de tratar tal o cual dolencia.
Pero nada preocupante. Eso pensaban un habitante de Babilonia o del País del
Nilo hace un par de milenios, un ateniense del s. V antes de nuestra era, un
romano del s. I, un ciudadano maya del s. VII, un habitante de la Florencia del
Renacimiento, otro de la China Ming de esa misma época o bien un orgulloso
súbdito de la Inglaterra victoriana decimonónica. Para todos ellos su mundo era
el mejor de los mundos posibles y sus opiniones y saberes los más perfectos de
la historia lo que indicaría que poco más quedaba por saber. Algunos detalles
si acaso. Como dije, nada preocupante.
En cambio lo que nos enseña la historia es que esa autoimpresión era
incorrecta. En TODAS las sociedades humanas de la historia una parte sustancial del
conocimiento y las opiniones dadas por verdaderas han resultado ser falsas. Mirando hacia atrás la inmensa
mayoría de los saberes sobre el cosmos, la medicina, la biología, la química,
la política, la justicia o la historia sostenidos en el pasado, incluso muchos
de los considerados totalmente indudables en su momento, no solo han resultado
erróneos sino que contemplados en perspectiva parecen hasta ridículos y sorprende que
sus contemporáneos no se diesen cuenta de ello. Pero claro, existe un matiz perverso. Nos
olvidamos de que lo anterior implica casi una certeza: exactamente lo mismo está
ocurriendo ahora, en este momento, con nosotros como sociedad. Simplemente,
como nuestros predecesores, no somos capaces de concebirlo ni admitir lo que
implica: miles de millones de personas en todo el planeta, quizás tú y yo,
ahora mismo, con total seguridad funcionan/mos en el día a día dando por buenas
concepciones científicas, morales, jurídicas, políticas o (diría que sobre
todo) ideas religiosas absolutamente absurdas y de una lógica patética. Igual
que lo hacían los campesinos y nobles del medievo o el Antiguo Régimen, o
incluso los cultivados filósofos de la Ilustración. Dentro de 500 años (si no
destruimos este planeta antes) nuestros herederos mirarán atrás y les
pareceremos ridículos, tan estúpidos que les resultará difícil meterse en nuestra piel para comprender por qué hacíamos esto o lo otro. Pero no podemos imaginar exactamente por qué.
Sabemos qué es lo que no sabemos. Pero no sabemos exactamente qué es lo
que creemos saber con seguridad pero en realidad desconocemos. Y seguramente es mucho porque siempre ha sido
así a lo largo de toda la historia. Los humanos del s. XXI no somos especiales aunque lo demos por supuesto. Con toda certeza el porcentaje de ideas incorrectas que nosotros en el presente damos por válidas es menor que en otras sociedades del pasado, quizás sustancialmente menor gracias al proceso histórico de acumulación de conocimiento del que nos beneficiamos. Pero también con total seguridad ese porcentaje existe, solo que no sabemos a ciencia cierta cual es. De hecho es posible que exista un límite inferior, un umbral, un cierto porcentaje de falsedades en que toda sociedad necesita creer para mantener su cohesión y por tanto del que no es posible prescindir, variando con el tiempo el tipo y naturaleza concreta de tales falsedades.
Existe un velo ante los humanos que nos impide imaginar la realidad de
una forma distinta a como la hemos conocido y, sobre todo, a cómo nos la han
enseñado. El progreso existe por acumulación y porque en cada época nacen unos
pocos individuos que ocasionalmente logran sustraerse a los efectos de ese
velo, superar el muro que nos limita en algún campo concreto y proponer en cambio conceptos nuevos, aunque ellos
mismos como individuos estén a su vez ciegos a las incongruencias que se dan fuera de ese
pequeño apartado en el que vislumbran un error. Pero sin embargo las ideas
nuevas salidas de esas iniciativas se abren paso muchas veces con dificultad, tras décadas o incluso siglos de dudas y disputas, a veces
por pura casualidad y en ocasiones es posible que debido a envidias, luchas de
egos, intereses económicos o disputas políticas, los humanos hayamos sepultado u
olvidado ideas correctas.
Por supuesto la Humanidad ha progresado desde su punto de partida durante la Prehistoria, en el oscuro interior de las cavernas contemplando sombras. Desde entonces hemos buscado incansablemente la salida de la cueva, pero ni la hemos encontrado aún ni el trayecto recorrido hasta el momento ha sido un peregrinar
erguidos y en línea recta. Al contrario, ha sido un penoso viaje a trompicones,
incluso con algunos retrocesos, chocando y gateando, a veces dirigidos en
nuestro vagar por seres patéticos y en ocasiones acertando con la bifurcación
correcta (o eso creemos) por pura suerte. Con todo parece que a lo lejos se
divisa por fin la salida de esta laberíntica gruta en que nos encontramos prisioneros. O eso deseamos creer. A fin de cuentas sabemos que
nos hemos alejado, y mucho, del punto del que partimos. Por ello tenemos que estar acercándonos a algún tipo de meta. Parece
lógico pensar así. Pero ni deberíamos darlo por descontado, ni estar tan satisfechos de cómo hemos llegado hasta aquí.
Os voy a contar una anécdota que me topé investigando para esta historia.
ResponderEliminarA comienzos de abril de 1537 en la ciudad de Rouen, en la Alta Normandía francesa, una noble dama muere durante un parto repentino. Al bebé aún no había salido del útero siquiera, con lo que se le da por muerto. Sin embargo cuando se va a enterrar a la fenecida llega a toda prisa su marido, al que la tragedia había sorprendido en un viaje fuera del hogar. El marido insiste en ver el cadáver de su esposa, le abren el féretro donde ya habían introducido el cadáver de su mujer y mientras se despide de ella se da cuenta de que algo se mueve en el vientre. Es el niño que todavía está vivo y al que logran salvar con una cesárea de urgencia.
Pasa el tiempo. En ese s. XVI Francia conoció nada menos que ocho episodios de conflicto armados entre católicos y hugonotes -protestantes calvinistas- que han pasado a la historia bajo el epítome de “las guerras de religión”. Pues bien, durante el comienzo de las mismas, a finales de 1562, en la ciudad de Rouen, se hallaban sitiados numerosos hugonotes a las órdenes de Gabriel de Lorges (quien por cierto es el caballero que hirió de muerte a Enrique II rey de Francia en el famoso lance supuestamente profetizado por una de las cuartetas de Nostradamus). El caso es que entre los sitiados se encuentra Francois de Civille que es el niño salvado in extremis de la historia anterior ahora ya crecido y convertido en un hombre.
Durante los asaltos de las tropas católicas a las defensas de la ciudad un proyectil de arcabuz le atraviesa la cabeza a Francois, quien acto seguido además cae desde las murallas hasta el foso. Creyéndolo muerto sus amigos recuperan su “cadáver” lo desnudan y están a punto de enterrarlo cuando uno de sus criados se da cuenta de que Francois, contra todo pronóstico, sigue vivo. Lo llevan a una casa de la ciudad y hacen que un par de médicos le prodiguen sus cuidados. Pero en los días siguientes los católicos logran al fin romper las defensas. En el interior de la ciudad se produce una escabechina y tropas católicas, mientras recorren casa por casa la ciudad arrasándolo todo llegan a la habitación donde Francois convalece en estado de coma. Rabiosos cogen al enfermo y lo tiran por la ventana que da al patio de las caballerizas y dándolo por acabado siguen con el saqueo. Pero milagrosamente Francois sobrevive una vez más al haber caído en un montón de estiércol que lo cubre cobijándolo durante la escabechina que se produce en esos momentos hasta pasados varios días un pariente suyo, venido a la ciudad una vez acabado el saqueo con el propósito de recuperar el cadáver de Francois y darle sepultura se lo encuentra y lo lleva medio en secreto a sus posesiones donde Francois contra todo pronóstico logra sanar una vez más.
En adelante Francois adoptó por divisa: "Tres veces muerto y enterrado y por la gracia de Dios resucitado". Muriendo por cuarta vez en 1610 sin que a día de hoy haya resucitado de esta última peripecia.
Por supuesto no otorgo ninguna credibilidad a las andanzas que este personaje, real por otra parte (tiene una calle dedicada en Rouen), puso por escrito en un libro redactado en 1606 bajo el título de: "Discours des causes pour lesquelles le sieur de Civille, gentilhomme de Normandie, se dit avoir esté mort, enterré et ressuscité".
Sinceramente no entiendo cómo tus artículos, con la exquisita calidad que tienen, rara vez llegan a portada de Menéame. A través de este blog he conocido interesantísimas historias como las de este mismo post, que a la vez que enseñan, invitan a la reflexión, introspectiva en algunos casos. Lástima no poder ser alumno suyo.
ResponderEliminar¡Magnífica entrada y muy bien documentada! ¡Gracias!
ResponderEliminarEnhorabuena por este articulazo. No conocía la vida y las andanzas de Semmelweis, así que mil gracias por contarlas. Y sí, la historia de la ciencia está llena de mierda, como la de la humanidad en general, vaya.
ResponderEliminarCon respecto a tu reflexión final, el problema creo que no es solo el hecho de que muchos grandes avances científicos se hayan debido al azar o a oscuros intereses, como efectivamente ha ocurrido, o que se hayan visto seriamente obstaculizados por el pensamiento erróneo de la mayoría, sino que eso sirve de excusa en no pocos ocasiones para que iluminados y farsantes traten de engañar a la gente mostrándose como genios o creadores de algo realmente innovador y beneficioso. Y muchas veces lo consiguen.
El vídeo de los borregos te lo cojo prestado. Junto a este artículo es de lo mejor que he visto en internet desde hace mucho tiempo.
Sírvase usted. De propina te regalo otro vídeo con borreguitos.
EliminarEste en concreto lo considero una metáfora de la relación entre el alma humana (simbolizada por el borreguito) y la Divinidad (representada por esas manos todopoderosas que intentan rescatarla de la realidad material en la que se encuentra atrapada):
https://www.youtube.com/watch?v=2DVmiTmoTm0
xD
EliminarBueno, al final lo rescatan.
Se me ocurren muchas metáforas con ese vídeo, la verdad :P
Al médico inglés que dijo que las habituales epidemias de enfermedades gastrointestinales que aparecían en Londres era debido a la contaminación del agua potable con la mierda del Támesis también le hicieron la cama. No sé si terminó tan mal como el húngaro, pero sufrió bastante oposición de sus colegas.
ResponderEliminarNo se si te refieres a él, pero me viene a la cabeza el caso de John Snow quien propuso que un violento brote de cólera en el Londres de mediados del s. XIX procedía del pozo de una toma de agua pública al que se filtraban aguas fecales. También tuvo que enfrentarse a la teoría de las miasmas y en su caso aunque no le dieron del todo la razón por lo menos sí consiguió que más o menos siguiesen algunas de sus indicaciones y las autoridades clausurasen el famoso pozo.
EliminarEn el s. XIX hay varias historias parecidas aunque diseminadas por lugares y contextos diversos.
Sí, me refería a ése.
ResponderEliminarPor fin, una noticia positiva relacionada con este buen hombre:
ResponderEliminar"La Unesco reivindica la figura del médico húngaro que hace 170 años demostró que la falta de medidas higiénicas de los médicos transmitía enfermedades a sus pacientes":
http://elpais.com/elpais/2015/04/24/ciencia/1429895154_431101.html
Mi trabajo está basado en romper paradigmas, formas de pensar, verdades asumidas... siempre es lo mismo: resistencia, boicot, status quo... ya me acostumbré!
ResponderEliminarAhora estoy leyendo mucho sobre como han roto las realidades y marcos de conocimiento en el pasado... solo cuando quién cambia tiene la autoridad se puede hacer... a la fuerza!
Excelente entrada...como todas las de este blog...de lo mejor que he encontrado en internet.
Felicidades por el post! muy bueno!
ResponderEliminarLo único quizás la tesis del post se vería mejor si en vez de presentar esa resistencia a las nuevas teorías "higienistas" como una lucha entre los malévolos doctores preocupados únicamente por su egoísta posición social y el "bueno" de Semmelweis se pudiera entender que quizás esas eminencias médicas pintadas tan de negro aquí fuesen también buenos médicos, preocupados por sus pacientes, inquietos ante las muertes, anhelantes de reducir su número.
Pero...es que ellos ya tenían razones "científicas" para explicar esos fallecimientos.
La teoría de los "gérmenes" que para nosotros es evidente sería para ellos algo tan delirante como para nosotros es hablar ahora de "humores", "espíritus" o "miasmas". ¿Por qué por ejemplo esas manos "contaminadas" no enfermaban a los propios doctores? ¿o a sus mujeres o hijos a los que tocaban a diario? ¿y contaminadas de qué?¿de misteriosos seres asesinos invisibles? ¿de verdad? etc etc y quizás muchas de las parturientas ya llegaran enfermas o muy débiles al hospital o se daban mil causas médicas distintas para explicar estos hechos.
El doctor Semmelweis unicamente sería un friki y sería visto como si en un pabellón de oncología actual un médico intentara curar a sus pacientes con las flores de Bach o la homeopatía. La reducción de las muertes entre las pacientes a su cargo se vería como un fenómeno estadísticamente inapreciable (habría épocas en que también se darían menos muertes durante un lapso de tiempo), o se achacaría a cualquier causa fortuita o pasajera.
seguro que habría resistencias (tal como lo explica Kuhn) corporativas, de escuela, jerárquicas para evitar que triunfase esta nueva teoría "de los gérmenes", aunque la principal resistencia es la empezar a dudar de aquello que se tiene por absolutamente cierto (y, claro, en lo que uno es una "eminencia")
Gracias a ti por tu comentario que creo que sirve para complementar la historia.
EliminarEs así. Igual que en su momento la teoría de la Tierra plana tenía argumentos frente a lo ilógico de plantear una Tierra redonda. Muchas veces ha sido la evolución de la técnica la que nos ha permitido apreciar cosas que solo con la observación de nuestros sentidos no eran evidentes pero con nuevos datos u otros métodos se impusieron como la explicación más racional.
Muchas veces algo falso nos parece lógico y natural y no podemos concebir una explicación diferente. Es el "velo" del que hablo. Ahora bien en esta historia, como en la de Galileo por ejemplo, se aprecian consideraciones digamos extrapersonales de cara a apoyar o negar una idea. En ocasiones prejuicios clasistas, nacionalistas, conveniencias políticas... son las que explican el triunfo o el fracaso de determinadas innovaciones o ideas. O al menos su rechazo momentáneo. Con el tiempo la verdad se impone, pero en ocasiones las resistencias de ese tipo consiguen retrasar el hecho durante años, generaciones o siglos por razones no puramente inocentes.