No era deseable que los proles tuvieran
sentimientos políticos intensos. Únicamente se les exigía un patriotismo
primitivo que podía invocarse siempre que fuese necesario, bien para que
aceptaran una jornada laboral más larga o bien una ración más corta. (…)
George Orwell, “1984”
Durante el s. XIX muchos países de Europa vivieron una evolución desde sociedades rurales de
base agrícola a otras de base urbana e industrial. Por tanto, en paralelo a lo anterior, la mayor parte de la
población europea experimentó un momentáneo empeoramiento en todo lo relativo a la
alimentación y la condición física al generalizarse el trabajo sedentario en
grandes ciudades, en las cuales el abastecimiento de alimentos variados y frescos, sobre
todo de pescado, hortalizas, leche o frutas, resultaba complicado (al menos hasta la invención de
los modernos sistemas frigoríficos y la mejora de las comunicaciones ya a
finales de la centuria).
Obviamente ese empeoramiento afectó sobre todo a las clases bajas mientras que por
contra provocó entre las clases altas un renovado interés por el ejercicio
físico y el deporte bajo parámetros inspirados en la Grecia clásica. Es así
como en colegios escandinavos y prestigiosos internados británicos se empezó a
insistir en la práctica de gimnasia o deportes colectivos (no en vano muchos de
los grandes deportes de masas contemporáneos se inventaron por entonces en
Inglaterra) como un medio de tonificar a los vástagos de las clases pudientes
para que también se diferenciasen de las famélicas y cada vez más escuchimizadas
clases bajas mediante la apariencia física y no solo gracias a sus exquisitos
modales o a la posesión de una “cultura” que les permitiese discutir sobre el arte o el
teatro de la antigüedad.
Es bajo ese impulso elitista como nacieron los JJ.OO. modernos, publicitados sobre todo por un puñado de snobs clasistas y racistas como el
barón De Coubertin. “Desgraciadamente” el invento pronto interesó a las masas y
con ello rápidamente muchos individuos pertenecientes a sus estratos más bajos comenzaron a
participar en ese tipo de actividades competitivas demostrando con frecuencia unas capacidades
físicas o una determinación muy superiores a la de los integrantes de las clases
altas para las que en principio estaba destinado el invento. De ahí por
ejemplo la obsesión con el “amateurismo” del Comité Olímpico en sus primeros
tiempos, es decir en obligar a que los atletas que participasen en las
olimpiadas jamás hubiesen ganado dinero practicando deporte a cambio de una
remuneración so pena de ser descalificados. Lo anterior no era sino un patético
intento de que los “pobres”, es decir la gente necesitada de ganar dinero
empleando sus habilidades, no pudiese “ensuciar” con su presencia un elevado
homenaje a la cultura clásica como pretendía ser los Juegos.
Por supuesto, como todos sabemos, tal propósito fracasó y con el tiempo no
solo los JJ. OO. sino también la mayor parte de los deportes inventados o recuperados
en los colegios y las universidades anglosajonas del s. XIX se consolidaron y popularizaron hasta convertirse a día de hoy en espectáculos de masas
donde atletas de toda condición y de múltiples razas, tanto hombres como
(¡horror¡) mujeres, compiten por gloria y sobre todo dinero y contratos
publicitarios frente a una audiencia global proporcionada por los modernos mass media.
Hay que tener
en cuenta sin embargo que lo anterior ha sido el resultado de los
imprevistos producidos por los cambios sociales que se han desarrollado a lo
largo del s. XX, sobre todo durante su segunda mitad. En lo tocante a las
competiciones deportivas eso ha tenido consecuencias positivas, como la mencionada
democratización del deporte (antaño patrimonio casi en exclusiva de las clases
pudientes), pero también otras profundamente negativas, como por ejemplo el
haberse logrado a costa de exacerbar el nacionalismo, el consumismo y otra
serie de -ismos contemporáneos. En definitiva a donde quiero llegar es que el
deporte como fenómeno de masas tiene unos orígenes bastante sucios de los
cuales preferimos olvidarnos.
La paradoja
Voy a detenerme ahora en otro tipo de paradoja relacionada en este caso
con España. Luego, una vez que la explique y la ponga en relación con lo que acabo
de contar, veréis dónde quiero ir a parar.
En su Teogonía el poeta
heleno Hesíodo planteó por
primera vez el mito de “las edades del hombre” según la cual el mundo de los
humanos ha pasado por una serie de edades sucesivas, cada una más decadente que
la anterior, simbolizadas progresivamente por metales de menor valor. Pues
bien, ese mito, recogido por el romano Ovidio, ha dado lugar a una imagen mental que se ha aplicado con variados
propósitos a múltiples campos, entre ellos a la periodización de la cultura hispana en distintas etapas.
A ese respecto casi todo el mundo ha escuchado hablar
de la Edad de Oro de la cultura
española, un período nunca totalmente acotado con precisión pero que
abarcaría más o menos los siglos siglos
XVI y XVII de nuestra historia.
Esa
denominación y lo que implica están llenos de paradojas internas, empezando por
el hecho de que fue popularizada en el ámbito académico por un norteamericano,
el hispanista George Ticknor, que la
recogió en una “Historia de la
literatura española” escrita en el s. XIX. Pero lo que más debería llamarnos la atención en cambio es que sea particularmente el
s. XVII, definido por la penuria económica, el declive militar y la crisis
política generalizada dentro de la monarquía de los Austrias, el
momento cumbre de la literatura, el teatro o la pintura en castellano.
A fin de cuentas la sociedad peninsular estaba inmersa por entonces en un proceso de repliegue sobre sí misma y de radicalización religiosa tras las sucesivas expulsiones de
judíos y moriscos de la Península Ibérica. Hablamos así de una sociedad empobrecida y
xenófoba obsesionada con algo tan rancio como la “limpieza de sangre”. Todo ello en consonancia con una
época caracterizada por el cierre de las universidades peninsulares a toda
influencia externa (con la intención de evitar el “contagio” del
protestantismo) lo cual implicó a su vez el estancamiento de las ciencias
experimentales en España justo cuando buena parte de Europa occidental se preparaba para vivir la eclosión de una auténtica revolución científica.
Por
tanto podría argumentarse (y yo lo voy a hacer) que la habitualmente celebrada Edad
de Oro de la cultura española fue en definitiva el resultado de varios hechos
nada positivos. La cultura de la Edad de Oro destaca en primer
lugar por su singularidad, debida entre otras cosas precisamente a ese
repliegue sobre sí misma de la sociedad en general y de los artistas e
intelectuales españoles en particular. Es así como en el campo de la cultura se dio vida a un arte sin demasiadas influencias europeas, casi genuinamente español y por tanto pintoresco. El problema es que ese aislamiento del que hablo a la larga resultó tremendamente negativo
para otros campos más relacionados con la vida cotidiana, como la innovación
económica, tecnológica o educativa. Es así como en la Península casi todas las disciplinas
prácticas del saber quedaron estancadas, como conservadas en formol, debido al
aislamiento y al peso opresivo de la religión o de los intereses nobiliarios,
lo que a la larga desembocó en al atraso productivo de la sociedad ibérica y
el consiguiente fracaso de la misma cuando intentó acceder a la revolución
industrial siglos después.
De esa forma la cultura española de la Edad de Oro resulta inseparable de la sociedad empobrecida, exhausta y en crisis a la cual retrató. En concreto
dentro de lo puramente literario la parálisis económica, social e intelectual, en conjunción con la
decadencia política, fueron el caldo de cultivo para una serie de géneros
propios y de obras destacadas que debieron su éxito y su originalidad absoluta a ese ambiente de podredumbre
que plasmaban. Me refiero en particular a la “novela picaresca”
que alcanzó su cumbre con “El Lazarillo de Tormes” o “Guzmán de Alfarache”. Pero también podemos considerar hijo de todo lo anterior al propio
“Don Quijote”, obra cumbre de la literatura en español (o eso dicen) a la vez que un producto indisociable de una sociedad decadente sin remedio, la cual
es precisamente lo que le da su (pretendido) sentido metafórico a la obra.
En
otras palabras, no deberíamos olvidar a la hora de sacar pecho que la Edad de
Oro de la cultura española nació del absoluto fracaso social, económico y
político de una sociedad pobre e injusta en tanto que profundamente desigual, así como intolerante, militarista y reaccionaria en su conjunto. Por todo ello la Edad de Oro, con sus novelas sobre delincuentes y sus barrocos cuadros
llenos de santos, mendigos, y nobles rodeados de boato, no deja de ser la
plasmación estética hoy alabada de lo que fue un enorme fracaso colectivo.
Lo
anterior no es algo totalmente extraño. De hecho las crisis socioeconómicas y
políticas casi siempre han resultado tan estimulantes para un determinado tipo
de artes como contraproducentes resultan para todo lo demás. Así ocurre con la
novela rusa del s. XIX o el revival que Alemania experimentó en pleno caos de
la República de Weimar cuando, en medio de una gran crisis económica y política, Berlín se convirtió en una ciudad bulliente de ideas y de
movimientos pictóricos y musicales. En suma, las crisis no son buenas para el
ciudadano de a pie, ni para el progreso técnico o social, pero pueden ser
excelentes para las artes contemplativas o para la actividad intelectual.
Esto
último lo sabemos bien en España porque con posterioridad al final de su Edad
de Oro, tras siglos de anónima decadencia, España experimentó una Edad de Plata de la cultura precisamente
en otro momento de insoslayable declive y pobreza que coincidió con el fin
definitivo de su Imperio. Me refiero a los años del período de la Restauración
que van de 1898 a 1931 los cuales alumbraron a tres de las generaciones de artistas
y pensadores más importantes de la historia de España. La del
98 (integrada por novelistas y dramaturgos como Baroja, Azorín, Unamuno,
Valle-Inclán, Maeztu o Jacinto Benavente, el filólogo Ramón Menéndez Pidal, el
superventas Vicente Blasco Ibáñez, el inclasificable arquitecto modernista
Antonio Gaudí, músicos como Isaac Albéniz, Enrique Granados o Manuel de Falla y
pintores como Ramón Casas, Sorolla y Zuloaga), la del 14 (de la que forman
parte Juan Ramón Jiménez, Ortega y Gasset, Pérez de Ayala, Marañón, Ramón Gómez de la Serna, o Eugenio d´Ors, además de pintores como Juan Gris o
Picasso y feministas como Clara Campoamor o Victoria Kent) y
finalmente la del 27, la cual alcanzaría su culmen durante el desmoronamiento
de la República, la posterior Guerra Civil y los primeros años del nauseabundo Franquismo (generación integrada por Jorge Guillén, Rafael Alberti, Federico
García Lorca, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre,
Miguel Hernández, Max Aub, Enrique Jardiel Poncela, Miguel Mihura, Tono,
cineastas como Luis Buñuel o Edgar
Neville y pintores como Miró y Salvador Dalí).
España nunca fue más pobre, más
corrupta, más caótica, más deprimente, más dictatorial y más llena de
analfabetos que en esos años finales de la Restauración, con la posterior Guerra Civil y la gestación del Franquismo, y sin embargo -quizás debido a ello- nunca más ha vuelto a producir tantos genios y figuras
de renombre universal.
Da
en qué pensar.
El
país de Manolo Lama
Bueno,
en realidad ese “nunca más” que he escrito unas líneas más arriba es relativo
porque en torno a 1992 comenzó la que voy a bautizar como la Edad de Bronce española, cuyo apogeo
hemos vivido en los últimos años y que se caracteriza por ser un período donde no es
la cultura al uso la que se ha desarrollado sino un sector que no existía en el
s. XVII o a comienzos del s. XIX pero que en gran medida hoy ha sustituido al mundo del pensamiento en el engranaje colectivo de la sociedad española: me refiero al
deporte mercantilizado.
Alguien dijo que las primeras páginas de los periódicos
suelen estar ocupadas por los fracasos del ser humano, que
para enterarse de los éxitos había que ir a las páginas de deportes. Pues bien
eso es exactamente lo que pasa en la España del Régimen de la Transición.
España vive hoy una crisis en cierta forma semejante a las que se
vivieron durante la decadencia de los Austrias o durante el Gobierno de la
Restauración, con la cual posee tantos parecidos la época actual empezando por
la extensión de una corrupción sistémica a todos los ámbitos de la economía y
la política. Y el caso es que pese a todo
España es en la actualidad una potencia mundial en deportes de difusión global
como el motociclismo, el tenis, el ciclismo o el baloncesto.
Asimismo diversos equipos o deportistas españoles a título individual tienen
presencia destacada en espectáculos deportivos de impacto mundial como el
París-Dakar, o la F1. España incluso es un país de referencia también en
diversos deportes minoritarios como el fútbol sala, el hockey sobre patines o
el balonmano y asimismo es cuna de grandes figuras en deportes no demasiado
conocidos como el bádminton, triatlón, windsurf, montañismo, trial, pesca
submarina o la petanca (con la multicampeona Yolanda Matarranz). Y por supuesto
está el fútbol, claro. Cómo olvidar el fútbol.
Lo
curioso es que (y ya es hora de decirlo) esa exuberancia competitiva se explica
en parte gracias a las miserias de la sociedad de la que se alimenta igual que
ocurrió con las edades de Oro y de Plata.
Para empezar, digamos que la
España actual no es una sociedad entregada al deporte como práctica saludable
sino al deporte como calmante y a la vez antidepresivo, el deporte como opiáceo que produce una sensación generalizada de orgullo e integración étnica. Porque el deporte
cumple en la España actual un papel de pegamento político y de relajante social. En un
país en el que nada va bien los éxitos deportivos mantienen al espectador
abotargado frente al televisor comiendo nachos mientras contempla las gestas de
Rafa Nadal o Alberto Contador.
Un
Estado que no funciona camufla así sus miserias en forma de patriotismo y a la
vez una sociedad destruida por la corrupción y el paro olvida por unos momentos
frente al televisor sus fracasos personales, como si el deporte televisado
fuese una droga colectiva barata.
Dentro
de un sistema político en el que casi todo intento de generar símbolos de
identificación nacional ha fallado el espectáculo de ver ganar algo a un atleta español, o a
la Selección patria de alguna disciplina, ha sustituido con éxito lo que en otros países se logra mediante
banderas, himnos y conmemoraciones colectivas, las cuales en España no suscitan
el mismo consenso que las figuras de Gasol o Iniesta. Podría
decirse que los grandes deportistas españoles son hoy en día casi el único
símbolo de identificación más o menos común que funciona en el marco de la
mayoría del territorio del Estado. Triste pero cierto. Lo que a su vez explica
otra de las miserias que envuelven y a la vez explican los extraños éxitos de un
sistema deportivo que no puede vanagloriarse de contar con excelentes infraestructuras en los colegios,
ni nutrirse de una población particularmente atlética o interesada por la
práctica deportiva. Me refiero obviamente a la permisividad oficial con el doping.
De
hecho el ascenso y eclosión del deporte español a partir esencialmente de los años 90 resulta indisociable por completo de dos fenómenos.
Por
un lado la irrupción en paralelo a lo anterior de una serie de médicos de turbio bagaje
como Eufemiano Fuentes, Sabino Padilla o Nicolás
Terrados, por las consultas de los cuales han pasado prácticamente todos los
grandes deportistas españoles de éxito de las últimas décadas.
Por otro lado en esos años la zona de la costa española que va de Lérida
a Alicante se llenó de segundas residencias de atletas extranjeros que
acudían a España oficialmente a beneficiarse del buen tiempo para completar su
preparación mientras que, extraoficialmente, procedían a aprovisionarse de sustancias dopantes gracias
a la impunidad y la abundancia con que se podían conseguir en la zona. Es así
como en paralelo a la “Ruta del Bakalao” la costa levantina se convirtió en la
meca de otro tipo de ruta igual de lucrativa pero en este caso dedicada a
aprovisionar a deportistas de élite de sustancias no muy habituales. No deberíamos olvidar por ejemplo que Lance Armstrong en sus años de gloria mantenía una
casa en Girona y contactos con diversos galenos patrios.
Debido a esas cosas, en la actualidad y al margen del caso ruso, si hablamos de una suerte de “dopaje de
Estado” España es, quizás junto con Jamaica y China, uno de los países
que mejor encajan en ese epíteto pero que se benefician de diversas
circunstancias azarosas para evitar las sanciones que sí afectan a los
deportistas rusos. En esencia que somos demasiado
simpáticos e insignificantes como para despertar el mismo interés de los
grandes organismos, los cuales en muchos casos se mueven por intereses geopolíticos
y diplomáticos.
Gracias a ello, sumado
a la vista gorda casi sistemática de las autoridades patrias, en España resulta
prácticamente imposible ser detenido y posteriormente encarcelado por delitos
relacionados con el dopaje o el tráfico de este tipo de sustancias, no digamos
ya si eres un deportista de élite. De hecho buena parte de ese tipo de
personalidades se benefician de la protección de los grandes partidos políticos
del sistema. Así, dopados como Marta Domínguez o Alberto Contador han gozado del
amparo y refrendo público por parte de presidentes del Gobierno, mientras un personaje tan sospechoso como
Abel Antón (la eclosión de los famosos “maratonianos” españoles de finales de
los 90 no tuvo casi nada que envidiar a la de
las famosas fondistas chinas de la “sopa de tortuga”) ha sido elevado al cargo de Senador, como lo fue en su día la propia Marta Domínguez. Todo ello a la vez que muchos de sus compañeros de fatigas han sido promovidos a puestos secundarios en gobiernos municipales, gracias a lo cual disfrutan de un retiro dorado y de una cierta protección ante la ley a cambio de poner su aura de popularidad al servicio de sus patronos.
Como digo esta impunidad en la práctica que se vivió y se vive aún en España respecto al fraude deportivo es indisociable del hecho de que el
deporte en España tiene, como tenía en la extinta RDA o en la también casi
extinta cuba castrista, una importancia política que excede su ámbito propio al
ser, como digo, el deporte el pegamento que contribuye a camuflar
someramente los tremebundos problemas de cohesión que experimenta el
fallido Estado “de las Autonomías”, a la vez que funciona como el “opio del
pueblo” que permite mantener relativamente en calma a una sociedad empobrecida
por la crisis, por el gigantesco paro estructural y por la monstruosa
corrupción rampante entre el mundo empresarial y político que gobierna el país.
Por todo poner trabas a los
nuevos ídolos de la sociedad podría ser como quitar de golpe la tapa a una olla
express a punto de estallar. Así que mejor no hacer demasiadas preguntas y
mirar hacia otro lado. El deporte en España es una cuestión de Estado, igual que las jeringuillas que le permiten seguir proporcionando éxitos y con ello cumpliendo su función.
Es así como
la Edad de Bronce, al igual que en su día la Edad de Oro y la Edad de Plata,
resulta indisociable del fracaso productivo y político que afecta a todos los
demás órdenes de la sociedad. El problema es que la Edad de Bronce española posee unas peculiaridades
que acentúan todavía más el carácter negativo de su naturaleza y su carácter de
símbolo de un tiempo.
Para empezar el que durante la Edad de Bronce la figura del ídolo
deportivo se haya convertido en el faro que destaca sobre el resto del
estercolero social implica que la figura de referencia deja de serlo en base a
su capacidad para articular un discurso complejo. Mal que bien, por mucho que
sus obras fuesen en ocasiones de una ideología muy conservadora, o su alcance se
circunscribiese a un escaso porcentaje de la población, los artistas y literatos de la Edad
de Oro y de la Edad de Plata pensaban y en ocasiones (durante la Edad de
Plata) incluso se posicionaban políticamente, mientras que los héroes de la
Edad de Bronce se caracterizan precisamente por lo contrario. Los elegidos hoy
lo son por sus capacidades físicas y sus valores estéticos, no por su
producción de pensamiento en sentido alguno. No tienen capacidad para ello,
pero tampoco interés, habida cuenta de que sus asesores por seguro les han
recalcado que una sociedad donde el márketing lo es todo y el objetivo consiste
esencialmente en ganar dinero, la vía para no incomodar a nadie, y así llegar
al máximo número de consumidores, consiste en no tomar partido de forma tajante sobre nada importante o que pueda suscitar controversia.
La figura del deportista de éxito actual deviene así amiga de la clase
política con la que vive en simbiosis porque es un héroe adecuadamente
controlable y acrítico.
Además, si las élites españolas destacan por algo respecto a las élites
parasitarias de otros países, como Inglaterra, Francia o Italia, es precisamente
por su incultura y, derivada de ella, la inquina que profesan por el intelectual
como figura. A fin de cuentas gran parte de las élites políticas y
empresariales de la España actual son directas herederas del Franquismo, el cual
antes que intentar domesticar a los artistas e intelectuales se dedicó a su
pura y simple exterminación física.
En consonancia con lo anterior la España de la Edad de Bronce se ha construido sobre un páramo del pensamiento en medio del
cual a veces se atisba algún bosquecillo creciendo aislado sin que su presencia pueda paliar por sí sola los efectos visibles aún hoy en día del
gran incendio que fue el Franquismo. Y en medio de esa llanura deforestada reina un
tipo de espécimen particularmente apropiado para adaptarse al nuevo ecosistema: me refiero al deportista de élite español, normalmente un bruto totalmente desconectado de la
realidad al que solo le interesa su próximo contrato, aumentar sus seguidores
en las redes sociales (y con ello sus ingresos por publicidad), así como no
tener problemas con las agencias antidopaje o con el fisco.
De tal forma el deporte de élite por pura lógica, y salvo honrosas
excepciones completamente marginales, es un reducto al servicio del mantenimiento
del status quo cuando no al servicio de oscuros intereses ideológicos, desde el
más rancio nacionalismo español hasta los igualmente rancios nacionalismos
catalán y vasco pasando por toda una variada amalgama de paranoias diversas.
Por ejemplo, 55 de los 306 deportistas españoles que acudieron a los
últimos Juegos Olímpicos de Río, y en concreto once de los que ganaron medallas
(entre ellos Mireia Belmonte, Ruth Beitia, Saúl Craviotto y Lidia Valentín) han estudiado y/o prestan su imagen publicitaria a una institución tan nociva como la Universidad Católica San Antonio de Murcia ligada al movimiento
neocatecumenal y conocida por numerosas sospechas de mercadear con títulos
universitarios que prácticamente regala mientras salpica sus programas de
estudios (independientemente de la carrera en cuestión) de asignaturas tan
interesantes como Teología o Doctrina Social de la Iglesia.
Tenemos así un país donde los becarios de investigación universitarios o las nuevas empresas
tecnológicas malviven prácticamente abandonados a su suerte mientras en cada ciclo
olímpico se reparten unos 500 millones de euros como becas para la preparación
de los proyectos de medallista
Un país donde un deportista de élite, medallista olímpico becado, por ejemplo un nadador o un gimnasta, puede embolsarse 50.000-100.000 euros por su
medalla además de acceder a las consiguientes becas deportivas para el período
hasta las siguientes olimpiadas a razón de unos 20.000 o 30.000 euros al año
cada uno de esos cuatro años. Por no hablar de contratos publicitarios y otras golosas prebendas de diverso tipo.
Mientras tanto no existe un solo becario de investigación en España que se aproxime a esas remuneraciones. Y eso que en las líneas anteriores me refería a la situación de profesionales de deportes minoritarios (remo, piragüismo, halterofilia, etc.)
que viven fundamentalmente de ayudas públicas, ya que la
única utilidad de su esfuerzo es la búsqueda de medallas olímpicas que
proporcionen “gloria” al país.
Si además introducimos en la ecuación a los profesionales de los deportes mayoritarios la comparación deviene un tanto demagógica pero sin duda ilustrativa sobre las prioridades de la sociedad española actual.
Si además introducimos en la ecuación a los profesionales de los deportes mayoritarios la comparación deviene un tanto demagógica pero sin duda ilustrativa sobre las prioridades de la sociedad española actual.
Así se explica un presente en el que podemos vanagloriarnos de vivir en la Edad
de Bronce de nuestra cultura. Una etapa definida precisamente por la práctica irrelevancia de la cultura en cuanto a captar la atención o generar ideología entre el grueso de la población. Sin duda el giro final adecuado para una insuperable obra dramática.
Brutal como siempre, me siento incapaz de añadir nada más por el momento, has explicado muy bien algo sobre lo que yo tenía una sospecha : hemos pasado de ser Cristianos a ser "de Cristiano" y no sé, al menos los primeros construían Iglesias bonitas.... :D
ResponderEliminarImpresionante, as usual.
ResponderEliminarDe todas formas, hay algo que no tengo claro. Es cierto que en España los deportistas (españoles y extranjeros) tienen bula para el doping y están protegidos por las autoridades. Pero no lo tengo tan claro en lo que se refiere a las organizaciones internacionales. Por poner un ejemplo, los franceses están deseando pillar a Rafa Nadal dopado y acusan a los futbolistas españoles de estar hasta arriba de doping pero no los pillan nunca. ¿Crees de verdad que a España se le perdonan estas cosas porque somos una potencia insignificante? Lo digo porque en el tema del ciclismo sí que se ha ido a muerte contra los dopados (españoles y no españoles) en el Tour de Francia. No entiendo mucho del tema pero creo que si existiera la más mínima duda sobre Nadal (por ejemplo), los franceses ya habrían encontrado la manera de, por lo menos, hacerlo público (aunque se fuera de rositas gracias a las "leyes" españolas).
Hala, yo que estaba tan contento con el recital de Márquez del domingo y me has dejado hecho polvo...
ResponderEliminarPero para eso vengo a este blog, para chutarme un poco de realidad.
Además, este artículo, aparte de ser bueno, da una pista sobre quién se esconde tras el seudónimo de Surena. O no.
Noooooo :(
ResponderEliminarMe siento mal. Resulta que entro todos los días. Y cuando al fin subes una entrada, no puedo evitar devorarla en vez de leerla con calma para que me dure algo hasta la próxima. Ahora a esperar otra vez D:
Y sí, soy de esos retards que entrarán mañana, y pasado, y el siguiente... A pesar de que es obvio que ninguno de esos días habrá nada T.T
En fin, me ha parecido una analogía muy muy sugerente, espectacular. No obstante, la siento incompleta y/o inexacta (rara vez me pasa por aquí). Es como si algo tan complejo exigiese más factores para ser explicado. Es una correlación demasiado "sencilla". Y no me extiendo más porque no tiene importancia, y no debe desmerecer lo que yo creo que es una poderosa reflexión. Tan poco intuitiva que realmente sólo está al alcance de unas pocas personas, como usted.
este blog deprime
ResponderEliminarMagnífica entrada en un blog fantástico.
ResponderEliminarLlevo años diciendo lo mismo, y no porque sea tan listo como usted, sino simplemente porque en toda Europa se sabe que el éxito del deporte español es producto del dopaje consentido por las autoridades. Por eso se insinúan tantas cosas sobre Nadal (que no tengo ni idea de si se dopará o no): porque es español.
Hace poco Amstrong contaba cómo tuvo que explicarle a su hijo que había sido un tramposo para que el chico dejara de defenderlo en colegio, donde ponían a su padre a "dar a luz". Aquí en cambio, en España, Contador, otro tramposo profesional descubierto in-fraganti, se retira como un héroe en loor de multitud y con la excusa nacional de que "los franceses nos envidian". No debería, lo sé, pero siento vergüenza.
Por cierto, sospecho que todo esto empezó cuando se declaró a Barcelona como ciudad olímpica. El entonces gobierno socialista puso toda la "carne" en el asador para que "nuestros juegos" fueran el mayor éxito deportivo de nuestra historia olímpica (hasta aquel momento especialmente ridícula). Y lo fue: si en los anteriores ganábamos 4 o 5 (o menos) en Barcelona pasamos a 22.
Desde entonces somos "cracks".
Magistral entrada, coherente de principio a fin y perfectamente hilvanada.
ResponderEliminarViene a cuento el caso de Ángel María Villar, que ha conocido durante su mandato a varios presidentes del gobierno informados de sus manejos y ninguno se atrevió a toserle, incluso cuando se llevó los 200 000€ que estaban destinados a crear la escuela de fútbol en Haití permaneció en su puesto.
No se puede ser más miserable ni los políticos más cómplices
Un análisis muy interesante, de nuevo.
ResponderEliminarMuchas gracias
De cómo está el patio:
ResponderEliminarhttps://elpais.com/deportes/2017/12/18/actualidad/1513623019_789157.html
Casi nada.
ResponderEliminarhttps://elpais.com/deportes/2018/04/16/actualidad/1523899424_794292.html