- ¿Crees que así ligó papá en la universidad?, ¿en vez de tocar la
guitarra contaba extrañas anécdotas históricas?.
- Creo que así es cómo papá no ligó en la universidad.
“Falling
skies”, capítulo cuarto de la tercera temporada.
- Decidimos que fuera hembra porque son más dóciles y manejables.
- ¿Dóciles y manejables?, se nota que no sales mucho.
Ben
Kingsley y Michael Madsen en “Species”.
Hoy vamos a hablar de Corea, una
región poseedora de una historia y una cultura muy interesantes. Desgraciadamente para los coreanos todo ello se encuentra muy
influido y condicionado por encontrarse geográficamente justo en medio de quienes tradicionalmente han sido las dos grandes potencias del Extremo Oriente: China y Japón. Algo
que prácticamente vuelve invisible para nosotros los occidentales la
historia de esa península encajonada entre
dos civilizaciones más poderosas y fascinantes a nuestros ojos. Y sin embargo, al menos para nosotros los españoles, no debería ser así entre otras cosas porque el primer occidental en poner un pie en dicha península fue un toledado, Gregorio Céspedes, un sacerdote jesuita que desembarcó allí en 1593.
Pero vayamos por partes. El territorio coreano se
convirtió en una unidad política bajo el manto de la dinastía Goryeo
(918-1392), la cual completó en el año 935 de nuestra era la unificación de los diversos reinos en
que se hallaba dividida hasta entonces la península coreana. De hecho el nombre que usamos en occidente para referirnos a dicha península “Corea” es una
palabra que deriva de ese reino de Goryeo, también a veces citado como Koryo, expresión esta última tal vez
importada a Europa en tiempos de Marco Polo.
Sin embargo, el linaje dirigente que experimentó las tensiones del tránsito de Corea desde un estado cuasifeudal hacia la modernidad fue una dinastía diferente a la Goryeo, en concreto la dinastía Joseon.
Sin embargo, el linaje dirigente que experimentó las tensiones del tránsito de Corea desde un estado cuasifeudal hacia la modernidad fue una dinastía diferente a la Goryeo, en concreto la dinastía Joseon.
Esa dinastía Joseon (o Choson según algunas grafías) llegó al
poder en Corea en el año 1392, desplazando a la dinastía Goryeo, y tras eso se
mantuvo en el poder hasta 1910 -a lo largo del mandato de 27 monarcas
sucesivos- momento ese último en que Corea pasó a convertirse en una mera colonia
en manos japonesas.
Antes de eso, en sus momentos finales ya avanzado el s. XIX, la dinastía Joseon representó como se ha dicho el papel de casta
dirigente que condiciona con sus decisiones, errores o aciertos, la suerte del
país durante el necesario tránsito hacia el mundo industrial contemporáneo. De hecho el final de dicha dinastía gobernante se debió en parte a los problemas y tensiones inherentes a la irrupción de la modernidad, precisamente lo mismo que había ocurrido en los países del entorno con los shogunes Tokugawa en Japón, o los emperadores de la dinastía manchú Qing en China.
No obstante eso no debe hacernos olvidar que tiempo atrás, en las primeras
décadas y siglos de su existencia, la dinastía Joseon cosechó algunos éxitos.
Reubicó la capital en la actual Seúl, extendió la frontera Norte del reino
unificado de Corea más o menos hasta su máximo histórico, expandió
culturalmente el confucianismo en detrimento del budismo, desarrolló y difundió
un alfabeto propiamente coreano y más o menos unificado (el hangul), a la vez que logró a duras penas
mantener la independencia de facto del país frente a repetidos intentos de
invasión. Sin embargo el precio a pagar, por la estabilidad y la paz necesarias para llevar a cabo todo lo anterior, fue convertir al reino coreano en
un satélite -o, dicho de otro modo, un estado vasallo- de China. De hecho ya la
Corea de la dinastía Goryeo había dependido temporalmente de la dinastía
“mongola” de los Yuan chinos, emancipándose de ese tutelaje solo cuando los
mongoles fueron expulsados de China. Pero esa independencia total fue efímera y
pronto las nuevas dinastías establecidas tanto en China como en Corea retomaron
su relación de patronazgo y sumisión.
Así las cosas la Corea de los
Joseon fue ya casi desde su mismo nacimiento, de facto, un protectorado chino,
dependiente cultural, diplomática y militarmente de dicho país al que además
pagaba tributo. Eso fue así durante la primacía de la dinastía Ming (1368-1644)
en China y, más adelante, también durante los años de pujanza de la dinastía
Qing (1644-1912). El único momento en que esa situación pudo cambiar se produjo
a finales del s. XVI cuando Japón intentó por primera vez en su historia una
invasión del continente a través de Corea. Ese intento -precedente del que
luego tuvo lugar durante el s. XX- fracasó, pero desde entonces
quedó perfectamente perfilado el destino geoestratégico de la península de Corea: a merced de sus dos
poderosos vecinos, encajonada entre ellos, aunque tomando partido por asociarse con China, siempre ocupando, eso sí, una posición subordinada en esa relación.
En cualquier caso, como digo, Corea llegó al s. XIX como
un reino constituido con una cultura y una entidad propias, englobado en la
órbita de China, país que por entonces empezó a experimentar una franca
decadencia. Como sabemos durante ese siglo las potencias occidentales fueron
extendiendo su influencia en el Extremo Oriente y, por tanto, era cuestión de tiempo que
eso afectase a Corea. Debido a ello el país se encontró de repente ante una profunda
disyuntiva.
Ya desde la llegada de los primeros mercaderes,
misioneros y exploradores europeos a la zona, durante el s. XVI, tanto China como Japón habían mantenido políticas basadas en el
proteccionismo mercantil y el aislacionismo político respecto a los
occidentales. Corea hizo lo mismo, ganándose el apelativo de Reino Ermitaño. La mentalidad que impulsó ese tipo de política se puede observar ya en este mapa coreano de inicios del s. XV, en el cual la Península de Corea está sospechosamente aumentada en tamaño, China es el centro del mundo y esa especie de Península que se ve en la parte izquierda del mapa se supone que representa a Europa y África, entendidos como territorios insignificantes. Toda una declaración de intenciones.
Pero llegados a la segunda mitad del s. XIX, ante la cada vez más clara superioridad y agresividad de las potencias occidentales y la consiguiente dificultad de continuar imponiendo esas políticas basadas en el cierre de fronteras, para los coreanos los caminos a seguir eran dos. O bien continuar imitando el modelo de sus patrones chinos y perseverar resistiéndose por todos los medios a la influencia occidental. O bien seguir el ejemplo japonés y dejar al margen algunos aspectos de su cultura, su organización política o su sistema social tradicional. Es decir la segunda opción consistía iniciar el camino de la occidentalización, aunque solo fuese superficialmente, para así de paso lograr industrializarse y obtener, con ello, la capacidad de modernizar su tecnología militar de cara a resistir la oleada de colonialismo que por entonces recorría el planeta.
Pero llegados a la segunda mitad del s. XIX, ante la cada vez más clara superioridad y agresividad de las potencias occidentales y la consiguiente dificultad de continuar imponiendo esas políticas basadas en el cierre de fronteras, para los coreanos los caminos a seguir eran dos. O bien continuar imitando el modelo de sus patrones chinos y perseverar resistiéndose por todos los medios a la influencia occidental. O bien seguir el ejemplo japonés y dejar al margen algunos aspectos de su cultura, su organización política o su sistema social tradicional. Es decir la segunda opción consistía iniciar el camino de la occidentalización, aunque solo fuese superficialmente, para así de paso lograr industrializarse y obtener, con ello, la capacidad de modernizar su tecnología militar de cara a resistir la oleada de colonialismo que por entonces recorría el planeta.
Hoy sabemos que la vía acertada fue la japonesa. Pero
entonces, en aquel momento, en Corea sus élites aún no lo tenían claro.
Entendían que abrir la puerta al comercio o el intercambio cultural con el mundo occidental implicaba riesgos de
revueltas sociales, abrir la puerta a las injerencias políticas foráneas, a la penetración de comerciantes extranjeros y otra serie de hipotéticos problemas potenciales. En esa tesitura no es sencillo para una casta el renunciar a sus privilegios personales, o siquiera arriesgarse a ello, aunque
eso sea lo mejor para el país como conjunto… Ejem.
De todas formas la lucha entre lo viejo y lo nuevo en aquel lejano reino iba a
dirimirse también en el plano de las rivalidades personales y generacionales a través de una trama de
traiciones y conspiraciones políticas y familiares con una historia de amor de fondo. Vamos a verlo.
En 1863 el monarca gobernante en Corea murió sin hijos y
sin designar claramente a ningún
heredero. Además por entonces la dinastía Joseon ya se hallaba carcomida por la
influencia de poderosos clanes de burócratas que manejaban los hilos del Estado
desde la sombra. Por tanto dichos clanes aprovecharon la crisis dinástica para intentar ganar influencia manipulando la elección del sucesor, apostando por diversos parientes integrantes de algunas de las numerosas
ramificaciones de la familia real. Al final, tras muchas disputas, ese mismo año el nuevo monarca
escogido fue un niño de apenas once años, de nombre Gojong, perteneciente a un linaje
secundario de la regia estirpe de los Joseon.
Esa sorprendente elección fue posible porque, desde el
punto de vista de los altos funcionarios implicados en el proceso
de buscar al futuro monarca, escoger a Gojong ofrecía excelentes oportunidades de
cara a manipularlo y controlar el poder en su lugar. Esa suposición fue además
hábilmente fomentada por el ambicioso padre del muchacho, Heungseon Daewongun (también mencionado como
Li Ha-eung o como Príncipe Gung; el problema con nombres orientales del período
es que, además de ser complicados para nuestros estándares, determinados
personajes cambiaban de nombre a lo largo de su vida, o bien eran mencionados
en según qué documentos en función de títulos variables; por tanto como
principio voy a escoger para cada personaje el nombre más reconocible, corto y/o
pronunciable entre la amalgama disponible).
En todo caso lo que nos
interesa saber de Daewongun es que se trataba de un hábil
aristócrata que jugó muy bien sus bazas y se dedicó inicialmente a fingir el ser
un alcohólico y un mujeriego totalmente desinteresado por el poder. Eso era
algo muy bien valorado por los distintos grupos interesados en hacerse con la
regencia y que de ninguna manera pretendían colocar en el trono a un monarca
fuerte. Por tanto a primera vista escoger a Gojong -el adolescente hijo de Daewongun- era una buena opción, ya que se trataba de un muchacho fácilmente
manipulable con un padre aparentemente desinteresado por los entresijos del poder. No obstante el matiz que nadie apreció en aquel momento es que Daewongun nunca había estado
sinceramente interesado en el alcohol o las mujeres, esa era solo una táctica para
despistar y pasar desapercibido. En cambio, como la historia iba a demostrar, la verdadera
personalidad de Daewongun era la de un individuo total y completamente
obsesionado… con el poder.
Por ello no es sorprendente que poco tiempo después, una
vez ubicado su hijo en el trono, Daewongun acabó colocándose a sí mismo como
regente, puesto que desempeñaría con mano de hierro durante los siguientes diez
años.
Ciertamente Daewongun había nacido para ello y ejerció su
cargo con gran entrega, luchando contra la corrupción, mejorando la recuadación
de impuestos y emprendiendo diversos programas de construcciones
arquitectónicas. El problema era que pese a ser una persona eficiente y
trabajadora Daewongun carecía de visión estratégica a largo plazo y además
estaba demasiado condicionado por su obsesión de mantenerse a sí mismo en la
cúspide del poder costase lo que costase. Debido a ello su programa político,
en aquel momento histórico decisivo para las sociedades asiáticas en general y
la coreana en particular, se redujo a continuar intentando cerrar el país, por
todos los medios, ante cualquier influencia foránea, lo que incluía evitar la
introducción de tecnología extranjera.
Como sabemos una huida hacia delante parecida, abocando
al país al atraso, era algo que sentenció a la antaño poderosa e inmensa China
a caer poco a poco bajo el control de diversas potencias coloniales. Por lo
tanto dicho intento estaba aún más abocado al fracaso en la débil Corea, reino
que contaba con muchos menos recursos demográficos que el Imperio chino de cara
a intentar paliar su creciente inferioridad tecnológica y evitar las
injerencias en sus asuntos internos por parte de esas mismas potencias occidentales.
Pero Daewongun se negaba a aceptar ese diagnóstico,
bloqueando todo intento de reforma consistente en abrirse a las influencias
extranjeras, tal vez debido a un sincero convencimiento o tal vez porque, como se ha
insinuado, temía que cualquier cambio le pudiese quitar influencia y poder
político, la única cosa que él valoraba. De hecho su política era de un
aislacionismo tan agresivo que incluso a corto plazo también empezó a resultar
contraproducente al tolerar la persecución de los católicos del país,
percibidos como una indeseable quinta columna herencia del paso por el país de algunos misioneros europeos. Obviamente esas persecuciones al
final solo sirvieron para provocar aquello que pretendían evitar, al estimular y
proporcionar un casus belli para la intervención de las potencias coloniales
occidentales con intereses en la zona.
De esta forma una ejecución de diversos misioneros católicos pronto fue
usada como excusa por parte de los franceses para realizar un primer intento
militar de asentar su influencia en el país en 1866. El resultado fue una breve
guerra de poco más de un mes durante la cual unos pocos barcos de guerra
franceses y algunas tropas coreanas se enfrentaron en la costa. El resultado
final fue incierto y los franceses acabaron por retirarse.
Más adelante en 1871 fueron los EE.UU. los que intentaron
nuevamente “por las malas” abrir el país al comercio con el exterior al modo en
que lo había hecho con Japón en los años 50. La consiguientes sucesión de bombardeos y escaramuzas en la costa acabó dejando varios cientos de muertos coreanos a cambio de solo tres muertos en el
bando estadounidense, pero la retirada final de los barcos estadounidenses (por
problemas de suministro más que otra cosa) fue interpretada como una victoria
por Daewongun quien se reafirmó en su convencimiento de que el país podía
resistirse a los intentos de influencia occidentales mediante sus propios
medios y empleando armamento tradicional.
Por cierto, precisamente en ese año de 1871 encontramos a nuestro viejo amigo Felice Beato realizando labores de reportero de guerra en el seno de la
expedición estadounidense a Corea. Aunque es posible que algún fotógrafo
francés anónimo realizase alguna fotografía durante la consabida razzia naval
de 1866 ejecutada por los franceses, en realidad las fotografías tomadas por
Beato en 1871 son el verdadero punto de partida de la fotografía moderna sobre
Corea (como ya lo habían sido en China).
Sin embargo, en Corea y pasado poco tiempo después de estos “éxitos”, las cosas empezaron a torcerse para Daewongun cuando su hijo, a
los veinte años de edad, afirmó su intención de asumir el gobierno directamente
y pidió a su padre que se retirase. Daewongun estaba desconcertado. Él había intrigado para conseguirle el trono a su hijo, él había gobernado en su nombre –y pensaba que
lo había hecho muy bien- y además él sabía mejor que nadie que su hijo era un
pelele sin ningún tipo de voluntad propia. ¿A qué venía ese repentino ejercicio
de autoridad?. Bueno, es aquí donde entra en la historia… la mujer de su hijo,
la reina Myeongseong, a la que
en adelante llamaremos reina Min, a secas.
La reina Min era un año mayor que su marido y había sido escogida
para casarse con Gojong hacía algún tiempo, cuando ambos tenían 16 y 15 años
respectivamente. De hecho, irónicamente, había sido elegida como consorte
precisamente porque, en apariencia, no se esperaba que presentase “problemas”.
No había recibido una educación especialmente esmerada, no pertenecía a una
familia demasiado poderosa o con aspiraciones propias al trono y no poseía
parientes cercanos con ambiciones conocidas. Pero Daewongun que, en su momento,
había engañado a todos escondiendo su naturaleza ambiciosa se dejó a su vez
engañar por el mismo truco. Se fijó demasiado en la familia de la prometida y en sus
parientes masculinos, pero poco en ella por sí misma juzgándola demasiado a la
ligera como una damisela inofensiva y tonta. El caso es que al final aquella
joven, una vez convertida en reina, resultó ser igual de ambiciosa que él, e
igual de hábil en el manejo de las maquinaciones palaciegas, sino más. Además resultó no estar demasiado interesada en fiestas, ni en vestidos, ella quería… el poder. Justo como
Daewongun. Eran dos almas gemelas, pero el drama para el país consistió en que esas dos mentes brillantes poseían visiones opuestas sobre
cuales debían ser las políticas en vigor o las decisiones a tomar y ninguno de los dos pensaba colaborar con el otro.
De hecho la reina Min pronto comprendió que la política
de aislamiento auspiciada contra viento y marea por Daewongun, aunque
aparentemente exitosa en un primer momento, estaba condenada al fracaso a medio
y largo plazo. Por el contrario Min no cerraba las puertas a la posible
modernización del país y pronto empezó, en silencio, a reclutar partidarios de
este tipo de política en la corte y a formar en torno a ellos su propio bando.
Y la política de bandos era importante. Contra lo que uno
pueda pensar el ascenso de la joven reina en detrimento del viejo regente no se
basó simplemente en la buena voluntad del inactivo y joven monarca. De hecho inicialmente ambos cónyuges no se aguantaban. Ella era demasiado inteligente e
independiente y a Gojong eso no le gustaba. A ella tampoco le gustaba el idiota
de su marido, todo sea dicho. Pero poco a poco Min fue aislándolo, primero de otras
mujeres, sobre todo concubinas, y luego fue posicionando hombres leales a ella
y sus ideas en puestos clave. Llegado el momento la joven Min controlaba un
verdadero “partido” dentro de la Corte, formado por aquellos disgustados con
los modos de Daewongun. Así pues llegó el día en que Gojong se rindió a la evidencia
de que redundaba en interés de todos, también el suyo propio, el que su padre
desapareciera de la escena dejando el camino libre.
Llegados aquí y en función de cómo he contado las cosas
seguramente el lector ya se habrá formado en su cabeza una imagen sobre qué era lo correcto por hacer y qué lo incorrecto.
Pero si hoy cuento esta historia es porque a su modo nos muestra la dificultad de diagnosticar y solucionar grandes problemas
socioeconómicos y políticos que afectan a los colectivos humanos en
momentos clave de su historia. Los actores implicados en la toma de decisiones
raramente poseen en su momento toda la información o la perspectiva del tiempo para saber cuáles serán
las acciones que van a tomar los otros jugadores del “gran juego”.
En ese sentido el caso coreano es muy interesante. De
haber tomado las decisiones correctas en el momento adecuado tal vez la región podría
haberse modernizado con éxito en fechas tempranas, al igual que hizo Japón en
aquellos años, y con ello quizás hubiese salvaguardado su independencia. Desde
luego Corea no tenía el potencial de convertirse en una potencia, como sus
poderosos vecinos China y Japón, pero de haber maniobrado con inteligencia y
haber tenido suerte tal vez habría logrado modernizar su sociedad de forma
moderada, con el premio añadido de haber obtenido así los medios para preservar
su autonomía. Sin embargo, como vamos a ver, todos los
esfuerzos desarrollados para modernizar el país fracasaron estrepitosamente
hasta tal punto que desembocaron en una durísima ocupación por parte de una
potencia extranjera, una potencia que sorprendentemente no fue ningún país
occidental, y quizás por ello se mostró como la más despiadada de todos los
poderes que acechaban en aquel momento en busca de colonias: el propio Japón.
Lo curioso del caso es que, como también vamos a ver,
quienes tomaron las decisiones clave no eran estúpidos y la mayoría de las
veces decidieron sus movimientos con la mejor de las intenciones. Y aun así el
resultado fue desastroso. Veamos cómo.
Habíamos dejado a la pareja regia coreana en 1873
haciéndose con el control total del Estado una vez se desembarazaron del
anterior y conservador regente, el padre del monarca. La pareja, sobre todo la
reina, era totalmente consciente de la necesidad de modernizar el país. A la
vez resultaba obvio -debido al ejemplo de lo que estaba pasando en otros
territorios asiáticos durante el período- que durante el intento de modernización
había que tener mucho cuidado de no dejarse atraer demasiado a la órbita de
ninguna de las potencias occidentales que se estaban repartiendo el mundo por entonces y que
llevaban ya algunas décadas afianzando su presencia en el Extremo Oriente, siempre a la
búsqueda de mercados que monopolizar y territorios que ocupar.
En consecuencia la política que la joven pareja real auspicio en los siguientes años podría definirse como
de reformismo moderado. Se buscaba un cambio progresivo, evitando medidas drásticas y buscando preservar la mayor cantidad posible de costumbres e instituciones típicas de la sociedad tradicional coreana, empezando por la
propia monarquía. A la vez se deseaba también mantener de alguna forma la vieja
“relación especial” con China, esperando que el gigante asiático, aunque en
decadencia, aún pudiese proteger Corea de la ocupación externa, al menos el
tiempo suficiente para que la propia Corea se fuese modernizando.
En base a todo ello se pretendió por un lado evitar la excesiva
penetración de comerciantes y financieros foráneos en el país. Para armonizar
esa traba con la necesidad de ir incorporando ciertos progresos la reina empezó a
favorecer la llegada e instalación en el país de más misioneros cristianos extranjeros. Esperando de esa forma que,
a través de las instituciones educativas y hospitales que les permitió
abrir en las grandes ciudades del país, se fuese formando una nueva generación
de coreanos más educados y abiertos al cambio sobre la que asentar las
siguientes transformaciones.
El problema es que este plan se mostró pronto como
demasiado lento y poco radical para las necesidades del momento. El último
tercio del s. XIX fue una auténtica carrera desbocada de las principales
potencias del planeta buscando extender su influencia hacia los territorios
donde las demás aún no tenían presencia. A Corea se le estaba acabando el tiempo
(en ese momento ya llevaba casi un cuarto de siglo de retraso respecto
a la ya tardía apertura de Japón), aunque por
entonces sus élites aún no eran plenamente conscientes.
Sin embargo pronto empezaron a serlo. En 1875, apenas dos
años después de la expulsión de Daewongun de la regencia con el consiguiente
giro tímidamente aperturista en la política oficial, justo cuando se empezaban a notar las primeras
transformaciones, aparecieron los
problemas.
Japón, recién entrado en su era Meiji en 1868, se estaba convirtiendo a marchas forzadas en una nación industrial, entendiendo que ese camino era la mejor forma de salvaguardar su propia
independencia. Gracias a ello el país se vio pronto fortalecido, lo que a su vez disipaba poco a poco la amenaza de una invasión o una ocupación extranjera. Ahora bien, una vez conseguido eso, para Japón pasaba a ser importante
el implicarse en la suerte de los territorios cercanos.
A partir de ese momento el creciente interés japonés en Corea se centró inicialmente en evitar que
alguna gran potencia occidental se asentase en aquella península tan
estratégicamente próxima a sus islas. A fin de cuentas si alguna potencia occidental aprovechaba la debilidad
del país para hacerse con el control de Corea y situaba tropas allí, o usaba sus
puertos como bases, eso supondría una seria amenaza para el propio Japón. Para
evitarlo había dos opciones, o anexionar ellos mismos ese territorio o bien
asegurar la independencia efectiva de Corea mediante el desarrollo de sus
recursos y la reforma de su gobierno por las buenas o por las malas. En Japón,
pese a la presencia de un fuerte sustrato belicoso en sus élites, durante las primeras etapas de su propia industrialización se optó por priorizar que Corea también se desarrollase a su vez,
como mejor vía para asegurarse la independencia de esa zona estratégica. Ya de paso, la opción anterior también debería servir para poder dinamizar el comercio con ese territorio próximo, obteniendo así de allí el
carbón y el mineral de hierro que el crecimiento económico japonés precisaba
cada vez más pero que la escasez en materias primas del archipiélago nipón impedía satisfacer con recursos propios.
Por
estas razones, inicialmente no del todo irremediablemente hostiles, Japón se decidió a intervenir
en Corea de cara a acelerar las incipientes reformas y, sobre todo, para abrir
el país al comercio. Sin embargo esto último era algo que el moderado
reformismo de los monarcas coreanos entendía que debía dilatarse y posponerse
todavía algún tiempo, hasta que el país estuviese preparado para el choque que sin duda
supondría. En ese sentido la Corte de Corea pretendía continuar con la
política de aislamiento al menos comercial que se había mantenido en la década
anterior durante la regencia de Daewongun, todo ello pese a que en
otras áreas, como se ha dicho, se hubiese iniciado un tímido aperturismo.
De
esta forma, debido a la disparidad de criterios y la falta de entendimiento
anterior, Japón despachó en 1875 un barco de guerra moderno hacia las costas de
Corea realizando luego dicho buque diversos bombardeos de las defensas costeras
coreanas que esta vez, a diferencia de lo ocurrido en años anteriores con
franceses y estadounidenses, ya ni siquiera pudieron responder ante la brecha que se agrandaba a cada año entre su armamento tradicional y el nuevo armamento industrial
cada vez más avanzado (sobre todo en cuanto al calibre de los cañones y el blindaje de acero para los barcos de guerra). Tras eso Japón obligó al reino de Corea a abrirse al
intercambio con el exterior de una forma parecida a la que había experimentado el mismo
Japón menos de un cuarto de siglo antes con la llegada de los barcos del comodoro Perry.
El resultado de todo ello fue la firma del tratado de
Ganghwa en 1876 mediante el cual Corea abría al comercio (desigual) con Japón
tres puertos en los que además los japoneses gozarían del privilegio que
muchos occidentales ya disfrutaban por entonces en algunos enclaves de China: la extraterritorialidad.
En otras palabras, esos ciudadanos japoneses no estarían sujetos a la soberanía
y las leyes coreanas. Lo anterior resultaba muy humillante, pero lo más grave
de todo es que esa firma abrió la veda y pronto otras potencias se presentaron
en las costas de Corea iniciándose una escalada de tratados desiguales
con las diversas grandes potencias del momento, las cuales buscaban obtener el mismo trato de
favor que habían logrado conseguir previamente los japoneses. Un objetivo que alcanzaron los estadounidenses en 1882 y los ingleses en 1885.
Al menos mientras tanto la pareja real aprovechó para intentar introducir
en la capital del país y otras zonas urbanas algunas tecnologías occidentales,
tales como trenes, tranvías y alumbrado moderno. Incluso la reina
patrocinó la fundación de una escuela para muchachas de toda condición social,
aunque al final la falta de fondos la convirtió prácticamente en un refugio
para niñas abandonadas o pobres. Se trataba en todo caso de la primera institución con tintes
educativos abierta para mujeres en todo el país.
Sin embargo en ese punto los partidarios de las reformas
y la modernización del país se escindieron entre los que pretendían mantener la
relación de vasallaje y alianza con China y aquellos que, impresionados por la demostración de fuerza japonesa, creían que sería bueno para el país romper con China y
aumentar la presencia de los intereses nipones en el país. La pareja real no
veía con buenos ojos esta segunda opción lo que les enajenó el apoyo de los
sectores que deseaban alinearse con Japón. Poco a poco el país se fragmentaba entre partidarios de los cambios y defensores del status quo, a la vez que entre los primeros crecían las rivalidades entre prochinos y projaponeses.
Por su parte un viejo conocido se resistía a aceptar su
derrota. Daewongun, el antiguo regente y padre del emperador, estaba cada vez
más convencido –sobre todo tras los sucesos de 1875/1876- de que su política
aislacionista era la correcta y que su hijo y la “zorra” que lo manipulaba
estaban llevando al desastre al país. Al fin y al cabo hacía años, bajo su propio mandato, Corea había logrado repeler las agresiones e intentos de influencia exteriores.
En cambio había bastado que él fuese desalojado del poder para que todo se
fuese al traste y el país tuviese que humillarse ante los odiados
japoneses. Por tanto para Daewongun
estaba más claro que nunca que él era en sí mismo lo mejor para Corea y, por
tanto, debía hacer lo posible para darle a su país lo que necesitaba: que él
recuperase el poder. Con lo cual pronto se lanzó a intrigar desde la sombra aunque eso tuviese como precio a corto plazo el desestabilizar aún más al país.
Debido a ello en 1882 estalló una revuelta antimodernizadora y
tradicionalista entre los oficiales del ejército. Era un movimiento en cierta
forma parecido a lo que unos años más tarde, durante el cambio de siglo,
representarían los "boxers" chinos. La revuelta aparentemente era espontánea pero, al servir particularmente bien los intereses de Daewongun, no es
descartable que fuese orquestada en la sombra por sus partidarios. Sin embargo
su jugada fracasó debido a la intervención de tropas chinas a favor de los
monarcas.
Desgraciadamente eso cabreó aún más a los partidarios de
las reformas que eran mayoritariamente ya projaponeses y antichinos. Lo que a
su vez desencadenó una nueva revuelta en 1884 de progresistas coreanos aliados
con los japoneses.
Así las cosas poco a poco la situación en Corea contribuyó a aumentar la tensión entre China y Japón, la cual estalló en forma de una guerra abierta
entre las dos grandes potencias diez años después, a finales de 1894. Fue una
guerra rápida. El modernizado Japón aplastó a los ejércitos y a la armada de la
atrasada China y todo ello desembocó al año siguiente en la firma del Tratado
de Shimonoseki. Básicamente China se vio obligada a pagar una enorme
indemnización de guerra y ceder a Japón varias posesiones territoriales, sobre
todo islas entre las que destacaba la de Taiwan. Asimismo finalizaba para
siempre la relación de vasallaje entre Corea y China que se había prolongado hasta entonces durante casi medio milenio, lo que además, de facto, suponía el reconocimiento por parte
de China de los crecientes intereses e influencia de Japón sobre la península
coreana. De esa forma además la dinastía Joseon coreana, que llevaba medio milenio asociando su suerte al cobijo bajo la sombra china, se quedó de repente descubierta a pleno sol.
El pequeño reino de Corea (que a su vez había tenido que afrontar -mientras se desarrollaba la guerra entre China y Japón- una
nueva revuelta de campesinos descontentos con el tímido proceso de
modernización emprendido) vio como tras todo aquello su posición diplomática en
el tablero de las relaciones internacionales cambiaba de dos formas. Por un
lado, privado definitivamente de todo apoyo por parte de la cada vez más
debilitada China, el reino coreano se quedó completamente solo, sin ningún
aliado al que recurrir en caso de conflicto bélico. Por otra parte Japón,
convertido ya en un Estado con mentalidad imperialista, dejó de ver como una
prioridad el fortalecer Corea o limitarse a comerciar con ella. Al contrario, los dirigentes japoneses comenzaron a ver como algo posible y hasta
necesario el ocupar militarmente la cercana península.
Es entonces por tanto cuando los japoneses, victoriosos en la reciente
guerra con China e interesados en asentar a continuación su influencia sobre la
península coreana, empezaron asimismo a sentir una gran aversión por la reina Min, quien con
sus apetencias modernizadoras y sus pasadas tendencias prochinas representaba quizás la mayor amenaza para sus nuevos propósitos. Así es como se inició la
planificación de su asesinato.
El subsiguiente complot inicialmente fue urdido por dos diplomáticos
japoneses de alto rango presentes en el país, Miura Goro y Sugimura Fukashi. Pero pronto atrajeron hacia su causa a
diversos sectores ingenuamente filojaponeses de la administración coreana, quienes no se daban cuenta de
que la dirección del viento había cambiado y la diplomacia japonesa ya no estaba interesada en la modernización de Corea, sino
todo lo contrario. Asimismo dentro de la Corte coreana también se sumaron a la conjura algunos
fervientes partidarios del confucianismo, descontentos con el apoyo prestado por
la reina Min a los misioneros occidentales. Llegado un punto hasta el resentido Daewongun decidió apoyar
tácitamente la maquinación en marcha, por venganza y con la secreta esperanza de
que la inminente muerte de la soberana le proporcionase la oportunidad de recuperar su
antiguo poder. De esta forma paradójicamente muchos coreanos interesados en el
progreso de su país, debido a diferentes tipos de motivaciones, ayudaron a
iniciar una cadena de acontecimientos que desembocaría en el caos político y
con el tiempo en una brutal ocupación militar de Corea por parte de Japón.
Así, a finales de 1895, en lo que se conoció como
El incidente de Eulmi, un grupo de
japoneses armados irrumpió en el palacio real. Una vez dentro se les unieron
diversos partidarios del antiguo regente Daewongun mientras la mayoría de los
varios cientos de soldados coreanos de guardia en el palacio dejaban penetrar
en el mismo a aquella turba sin hacer nada para evitarlo. Enfrentados así a una
escasa resistencia los conjurados consiguieron abrirse paso hasta las
habitaciones de la reina donde inmediatamente la asesinaron sin contemplaciones
junto a varias de sus damas de compañía.
Tras esos hechos la situación política en la cúpula del
Gobierno de Corea se fue deteriorando. Inmediatamente tras al asesinato de la
reina el rey Gojong se convirtió en un rehén de la facción projaponesa que de
facto pasó a controlar el reino. Al año siguiente el rey y su heredero Sunjong
(uno de los cinco hijos que había tenido con la reina asesinada) huyeron
furtivamente del palacio para refugiarse en la embajada rusa recién abierta.
Una nueva potencia entraba así en el juego por controlar el pequeño reino coreano
cada vez más debilitado por la pugna entre facciones y la injerencia en sus asuntos internos de terceros países.
Pasado otro año más, en 1897, el rey Gojong -quien hasta entonces había
sido siempre un peón en manos de otras personalidades más fuertes que la suya- se armó por fin de valor,
renunció al refugio bajo el ala rusa y regresó a palacio. Como signo de su recién adquirida determinación y como gesto de cara a reafirmar su tambaleante autoridad se proclamó
Emperador, retomando a continuación el intento de reformar y modernizar las
estructuras del país en la línea de las políticas que hacía años había
intentado implantar bajo el aliento de su fallecida esposa. Pero ahora ese
esfuerzo se iba a realizar, merced a un audaz giro diplomático, bajo el patronazgo
ruso.
Se hacía evidente para los
japoneses que Corea se estaba fortaleciendo ligeramente y, peor aún, estaba cobijándose
a la sombra de la expansiva área de influencia rusa en la zona. De hecho el
Imperio de los zares también estaba extendiendo sus tentáculos a través de la
zona de Manchuria y asimismo había establecido una fuerte base fortificada en la zona de
Port Arthur, ubicada en la cercana península de Liaodong, a medio camino entre la
frontera china y la coreana.
Sin embargo los japoneses no iban a
permitir llegado ese punto que todos sus esfuerzos por hacerse con un Imperio propio en el continente cayesen en saco roto debido a que una tercera
potencia se aprovechase de su trabajo previo debilitando a China y Corea.
Primero Japón se cubrió las espaldas firmando en 1902 una alianza con la gran potencia de la época, Gran Bretaña. Luego declararon la guerra a Rusia a principios de 1904, contienda que terminó a finales del año siguiente con una victoria
nipona tan rotunda como sorprendente. Pese a ello las concesiones territoriales hechas por
los rusos en los acuerdos de paz fueron escasas gracias al apoyo diplomático estadounidense (que no quería ver a Japón salir excesivamente fortalecido del conflicto). No obstante todos sabían que en el
fondo la derrota rusa traía aparejado un premio adicional: Corea. Aislada finalmente de toda posible alianza era cuestión de
tiempo que el moderno y cada vez más militarizado Japón, tras imponerse a
chinos y rusos, ocupase la península coreana.
Solo faltaba roer un último hueso, los EE.UU. (una potencia
emergente con crecientes intereses en Asia tras la ocupación de las Filipinas
arrebatas a España en la guerra de 1898). Con ellos firmó Japón un acuerdo secreto (el denominado Taft-Katsura agreement) también en 1905, lo que les dejaba a los japoneses vía libre en Corea a cambio de que a su vez Japón reconociese un área de influencia estadounidense en las Filipinas y el Sur de China. Tras
todo ello Japón tenía por fin el campo despejado para
asentarse en la península coreana e iniciar definitivamente la construcción su
propio Imperio colonial en el continente asiático.
Empezaba así la fase final de la escalada en la penetración japonesa en
Corea, reino que, después de todo lo visto en los párrafos anteriores, en la práctica pasó a ser desde ese año de 1905 poco más que un
protectorado japonés a la espera de la ocupación definitiva.
En base a ello durante 1907 el Emperador Gojong fue forzado a abdicar en su
hijo Sunjong, convertido ya en una figura meramente protocolaria y sin ninguna capacidad de decisión. Finalmente en 1910 el nuevo soberano fue obligado a firmar
un tratado de anexión mediante el que traspasaba al emperador de Japón la soberanía
sobre el antiguo reino de Corea. Finalizaban así más de cinco siglos de
gobierno de la dinastía Joseon en el país. Luego de eso el antiguo monarca Gojong murió en
1919 y su hijo Sunjong lo hizo en 1926, ambos desprovistos para entonces de todo poder y
recluidos en palacios coreanos bajo estrecha vigilancia por parte de los
ocupantes japoneses. En adelante la presencia militar japonesa se prolongaría, bajo un
régimen de ocupación represivo y depredador, hasta 1945 con el final de la IIª
Guerra Mundial, momento en que la península coreana se vio nuevamente inmersa
en una pelea de grandes potencias por asentarse en la zona, en ese caso China y Rusia -para entonces países comunistas- frente a los EE.UU.
De todo esto que he contado podemos extraer varias
conclusiones. Por un lado asumir una vez más que el pasado histórico en cierta
forma condiciona el comportamiento colectivo del presente al modo en que lo
hacen con el comportamiento individual los traumas freudianos escondidos en el
subconsciente. Tal es así que gran parte de las crisis diplomáticas que periódicamente se
suceden en torno a la península coreana (hoy dividida en dos Estados), así como el interés que suscita todo lo que ocurre
allí en China, EE.UU. y Japón, son cosas que no pueden
entenderse atendido exclusivamente a los intereses y alianzas del presente,
sino que para ello es necesario también tener en cuenta una vieja historia de
desencuentros, traiciones y afrentas que, como vemos, se remonta en el tiempo
al menos siglo y medio hacia atrás.
Por otra parte si la exitosa industrialización japonesa
durante el s. XIX es un modelo de estudio lo ocurrido en Corea nos ofrece otro
sujeto de debate, pero en este caso de cara a analizar qué es lo que falló. A diferencia de China el reino de Corea no contaba con un vasto tamaño, ni un gran mercado interno, o una mano de obra
inmensa compuesta por cientos de millones de trabajadores. Por otra parte la
península coreana, menos poblada que Japón, poseía un acceso a materias primas
algo mejor que el archipiélago japonés. Pero en cuanto a esta última
comparación la sociedad coreana era a finales del s. XIX mucho más pobre y
estaba mucho más fragmentada que la japonesa debido al peso de primitivos
sistemas de clanes, así como la rígida separación en clases (solo abolida en 1894) y el
importante papel que la esclavitud pura y dura jugó en la economía de la región hasta
fechas muy tardías. Es en la combinación de todos esos factores junto con las disputas políticas explicadas donde habría que buscar tal vez la respuesta a los interrogantes sobre los errores cometidos.
Finalmente, de cara a poner rostro a este período del que
he hablado podéis consultar fotografías históricas en este otro hilo.
Una tontería que me ha llamado la atención:
ResponderEliminarhttp://www.boredpanda.com/asian-korean-fairytale-remake-illustration-na-young-wu/
Como curiosidad, a Teddy Rooselvet le concedieron el Nobel de la paz por su mediación diplomática entre Japón y Rusia después de la guerra.
ResponderEliminarSi, lo que tiene gracia si tenemos en cuenta que lo que hizo fue asegurarse de que Japón no consiguiera todo lo que quería y dejar a Rusia debilitada pero no demasiado (por ejemplo le dio a Japón la mitad de la isla de Sajalin, dejando la otra mitad en manos de Rusia, para facilitar que siguieran a la greña)
EliminarEl objetivo parecía ser el mantener un cierto equilibrio en la zona y que Japón no se alzara como superpotencia única del área, algo que podía poner en peligro los crecientes intereses estadounidenses en China.
Eso último obviamente acabó sucediendo de todas maneras y de hecho la inquina de los japoneses con EE.UU. empieza ahí porque entendían, con razón, que EE.UU. no había sido auténticamente neutral y se la había jugado en esas negociaciones.
Para mí es un ejemplo previo a Versalles de cómo tratados "de paz" firmados a comienzos de siglo fueron preparando el terreno para la IIGM.