jueves, 27 de marzo de 2014

París-Tombuctú



Dios creó el desierto para que el hombre pudiera sonreír al ver las palmeras.

Cuando quieres algo de verdad, todo el Universo conspira para que realices tu deseo.

Paulo Coelho, “El alquimista”.






Pronto llegará la Semana Santa y mucha gente aprovechará esas fechas para disfrutar de unas pequeñas minivacaciones y realizar algún viaje. Pensando en ello se me ha ocurrido dedicar una entrada a recorrer olvidados y polvorientos caminos tras los pasos de algunos intrépidos viajeros del pasado.  

En otras palabras, hoy hablaremos de exploradores y, en concreto, de mi tipo favorito de exploradores, aquellos que se embarcan en delirantes travesías épicas y desquiciadas, sin ni siquiera propósitos científicos o comerciales detrás, por puro empecinamiento febril en la persecución de alguna etérea fantasía. Hombres impulsados por la visión de espacios blancos en un mapa, el deseo de pisar lugares que ningún otro explorador haya pisado, ser el primero, ir más allá a costa de lo que sea. 

Este blog ama a los malditos. 

Z como Zorglub

Antes en entrar en faena, una cosa curiosa a tener en cuenta es que múltiples culturas comparten parecidos por lo que respecta a su acervo de mitos. En ese sentido existen esparcidas por todo el mundo incontables tradiciones orales y luego literarias relativas a mitos primigenios relacionados con algún tipo de diluvio. De la misma forma también es posible documentar a lo largo del espacio y el tiempo la permanencia y amplia difusión de una serie de leyendas muy antiguas sobre supuestas ciudades perdidas llenas de oro y maravillas. Respecto a esto último a los españoles nos suenan, obviamente, el mito de El Dorado, la ciudad de Cíbola o las Siete Ciudades de Oro, fantasías todas ella que, como sirenas, atrajeron a múltiples aventureros intrépidos a la desgracia. Pero, de igual forma, en Rusia por ejemplo, podrían contarse increíbles historias parecidas sobre los exploradores que durante la Edad Moderna partieron hacia los extremos más helados de Siberia en busca del imaginario río Pogycha. Y además, a todo ese conjunto de quimeras colectivas rodeadas de un componente esencialmente pecuniario, habría que sumar luego aquellas otras fabulaciones parecidas pero en este caso relativas a lugares perdidos y ciudades misteriosas con componentes más filosóficos o simbólicos que puramente materiales, caso del mito de la Atlántida, la ciudad de Ys (en el fondo una versión bretona del mito anterior), el reino del Preste Juan o la mítica Shambhala.  

En suma. El ser humano jamás ha podido resistirse a la búsqueda de lo desconocido, sobre todo cuando se trata de algo imaginario e inexistente. Por ello la persecución de este tipo de espejismos jamás ha finalizado por completo, ni siquiera con la llegada de la modernidad industrial y su perniciosa vulgaridad. Un ejemplo es el caso del oficial de artillería y explorador Percival Harrison Fawcett que en 1925 se perdió para siempre junto con su hijo mayor en medio de la jungla brasileña del Mato Grosso mientras buscaba una supuesta ciudad perdida llamada “Z” (a secas). Obviamente tal ciudad jamás ha aparecido, ni siquiera en la era de la fotografía por satélite. Y tampoco aparecieron jamás los cuerpos de Percy, su hijo,  y otros participantes en aquel maldito viaje. Lo cual no impidió que este personaje fracasado, que jamás hizo ningún descubrimiento digno de tal nombre y murió presa de sus obsesiones y tozudez, inspirase el personaje del profesor Challenger, protagonista de El mundo perdido de Arthur Conan Doyle.

Pero ese es solo un ejemplo de que la locura de los hombres nunca tendrá fin. Sin embargo, un poco por encima de ese tipo de exploradores que persiguen mitos totalmente ficticios -y justo por debajo de exploradores aburridos que realizan un trabajo serio y científico, por tanto sin ningún tipo de carisma- existe un pequeño espacio donde razón, locura, intrepidez y delirio se confunden dejando aún espacio para lo legendario. Casos donde hombres desesperados se obsesionan con un objetivo real, una ciudad concreta, tangible, de existencia comprobada y con una ubicación más o menos conocida, pero cuya conquista exige traspasar la fina línea que separa lo razonable de lo delirante.  

El morbo de lo prohibido 

Así eran las cosas hace mucho tiempo en lo que respecta a Tombuctú. Dicha ciudad irrumpió en los sueños de Occidente a comienzos del s.XIV con la consolidación en la zona del llamado Imperio de Malí (a su vez ensalzado oralmente a lo largo del continente africano por la gran épica negra medieval: el Sundiata Keita o epopeya de Sundiata) y sobre todo a partir de 1324 el año de la -mitad legendaria, mitad rigurosamente histórica-  peregrinación hasta La Meca del Mansa Musa I (décimo “Mansa” o emperador de Malí y, desde ese momento aproximadamente, también señor de Tombuctú). Durante dicho viaje Musa I se hizo acompañar de una comitiva compuesta por millares de servidores y concubinas y repartió oro a su paso a tal nivel que por sí mismo generó una crisis inflacionaria en el Norte de África parecida a la que sufrió la España de los Austrias algo más de dos siglos después debido a la llegada de la plata americana. Evidentemente dicho viaje, delirante en cuanto a excesos, difundió por todo el mundo árabe -y también por las zonas cristianas limítrofes del Mediterráneo- los nombres de Malí y de ciudades como Gao y Tombuctú, quedando dichos topónimos asociados desde entonces con una supuesta riqueza, sobre todo aurífera, desmedida. 

Más adelante, aproximadamente en torno a 1350, el famoso Ibn Battuta estuvo en Tombuctú y recorrió la zona, pero la urbe realmente aún no había alcanzado un verdadero esplendor por mucho que en la región abundase el oro. Además Battuta se centró más bien en recorrer la cercana ciudad de Gao, por entonces más importante. Debido a esto, y a que la Rihla -el famoso libro de viajes de Battuta (el Marco Polo musulmán)- no alcanzó difusión en el mundo cristiano, esa primitiva descripción de la zona por parte de un testigo directo se mantuvo desconocida para Occidente hasta la edad contemporánea.  

Sin embargo en 1468 Tombuctú fue absorbida por el Imperio Songhai y entró definitivamente en su edad de oro. Tombuctú se convirtió en lugar de paso obligado de innumerables rutas caravaneras que transportaban a través del desierto oro, pero también marfil, sal y esclavos procedentes de los reinos negros del África subsahariana hacia los puertos berberiscos del Mediterráneo. Gracias a eso Tombuctú llegó a contar con unos 100.000 habitantes a finales del s. XV y, sobre todo, durante el siglo XVI se erigió como cabeza espiritual del Islam en África. A la vez que todo lo anterior ocurría, en la ciudad se acumulaban las mayores (y casi únicas) bibliotecas del continente negro por entonces, las cuales albergaban cientos de miles de volúmenes. La temática abarcada en dichos volúmenes eran sobre todo religiosa, pero también había entre aquel caudal literario muchos tratados dedicados expresamente a recopilar saberes científicos (en concreto todo el saber islámico alcanzado durante los siglos anteriores en lo tocante a matemáticas o astronomía).  

No obstante el desierto del Sáhara así como el extremo celo y fanatismo de los señores musulmanes que gobernaban la zona mantuvieron dicha ciudad vedada a los hombres blancos. Ese aislamiento contribuyó a acrecentar su leyenda en Europa dado que no era posible contrastar las fantásticas descripciones sobre la riqueza y fastuosidad de Tombuctú que seguían llegando con cuentagotas pero también machacona persistencia.  

Entre esas descripciones, la mayor parte de ellas de oídas y un tanto recargadas, destaca sin embargo el punto de vista aportado por alguien relacionado con España. En concreto Hasan bin Muhammed al-Wazzan al-Fasi (1488-1554) llamado en Occidente, no sin cierta sorna, “León el Africano”. Fue un viajero y explorador de origen granadino que vivió buena parte de su vida entre Marruecos y Túnez. Acompañando a su tío en un viaje diplomático durante la primera mitad del siglo XVI Hasan se convirtió en cierta forma en el primer “europeo” que entró en Tombuctú. Tras ello dejó para la posteridad una extrañamente inexacta (para alguien que había tenido ocasión de ser un testigo directo) Descripción de África y de las cosas notables que ahí hay. Libro del que se nutrió gran parte del supuesto conocimiento occidental sobre el interior del Sudoeste de África durante los tres siguientes siglos (ya que, como he comentado más atrás, la crónica de Battuta -también incompleta al respecto y más antigua pero asimismo más interesante- no llegó a difundirse en Occidente).  

    Desde entonces en el Viejo continente ya no se recibieron prácticamente más noticias sobre la zona por lo cual las mayormente imaginarias o exageradas descripciones de la riqueza de Tombuctú llegadas a Europa en la etapa de florecimiento de dicha ciudad caravanera se mantuvieron intactas -e incluso se acrecentaron en cuanto a detalles grandilocuentes- durante los siguientes siglos de falta de datos. En Occidente fue perpetuándose así durante la Edad Moderna un mito sobre la existencia en el centro de África de una populosa ciudad compuesta de innumerables casas de adobe, con cientos de mezquitas, hermosos palacios y en cuyos inmensos mercados se desparramaban el oro y el marfil como si fueran trigo. Visión esa con una base histórica pero también un cierto componente imaginario que, pese a todo, se perpetuó como se ha dicho más o menos hasta la época de la Enciclopedia y la Ilustración.   

Pero a todos estos elementos estimulantes de la fascinación se sumaba otro hecho. Hoy en día los viajeros más amantes del riesgo intentan dar emoción a su vida por ejemplo haciéndose un selfie en porretas en medio del Machu Picchu o alguna cosa así. Bueno, no era lo mismo pero el caso es que durante la Edad Moderna había pocas cosas que motivasen más a un explorador europeo que conseguir introducirse en lugares míticos o sagrados del Islam, contemplarlos con sus propios ojos y luego poder describirlos a sus contemporáneos. Ya saben, la atracción de lo prohibido.  

De todas formas la mayoría de esas ciudades no representaron auténticos desafíos para los viajeros occidentales ya que al ser ciudades con una gran actividad comercial o diplomática pronto fueron más o menos habitualmente transitadas precisamente por comerciantes y diplomáticos occidentales. En el caso de las ciudades de la ruta de la Seda ocurría algo parecido. Además, bastante antes que el inefable Marco Polo recorriese la misma ruta, un monje nestoriano de origen turcomongol reconvertido a diplomático y llamado Rabban Bar Sauma (1220–1294) ya viajó desde la China controlada por los mongoles hasta las costas francesas del Atlántico pasando por Khasgar, Khorasan, Bagdad o Mosul dejando luego buenas descripciones de su viaje a diversos diplomáticos bizantinos, genoveses, franceses o ingleses. De hecho, gracias en parte a ello en 1404 encontramos a Ruy González de Clavijo -embajador de Enrique III de Castilla- residiendo en Samarcanda a la espera de una audiencia con Tamerlán.  

En esta línea incluso La Meca aguantó poco más como ciudad prohibida e inviolable para los infieles. Ya en 1503 el italiano Ludovico de Varthema logró introducirse subrepticiamente en la ciudad (por supuesto haciéndose pasar por musulmán) y contemplar la Kaaba. Más o menos por la misma época repetía esa hazaña (o incluso quizás la precedió) otro portugués de nombre Pêro da Covilhã. En 1607 era el austríaco Johann Wild el que llegó hasta dicha ciudad. Algo que también hizo el inglés Joseph Pitts en 1680. Luego, en 1807, ese arriesgado viaje lo repitió el inclasificable espía español (o catalán, según quieran verlo y más felices les haga) Domingo Badía, alias Alí Bey. Badía fue un aventurero inclasificable que intentó desencadenar un golpe de estado en Marruecos, trabajó de espía a sueldo tanto de Godoy como de Napoleón, ejerció durante un corto período de alcalde de Córdoba y acabó su vida envenenado en Damasco por orden de los servicios secretos británicos. Antes de eso peregrinó por buena parte del mundo musulmán de su tiempo, cartografió a fondo La Meca y dibujó sus principales templos, además calcular su latitud y longitud y describir el interior de la Kaaba. Muy poco después, en 1814, también visitó dicha ciudad Johann Ludwig Burckhardt, el redescubridor europeo de Petra. Finalmente, a mediados del s. XIX, Richard Francis Burton (el famoso explorador de las fuentes del Nilo) viajaría también de incógnito a La Meca dejando una magnífica crónica de dicho viaje.  

El caso es que, de todo el remoto y exótico mundo islámico, a la altura del año 1800 quedaba solo una gran ciudad que siguiese “virgen” sin que jamás un occidental hubiese podido siquiera acercarse a visitarla y luego regresar con vida para contarlo: Tombuctú. Pese a los diversos intentos llevados a cabo ni comerciantes, ni diplomáticos, ni exploradores europeos habían podido visitarla y ofrecer una crónica precisa.  Así pues, Tombuctú, la ciudad prohibida a los blancos, a finales del s. XVIII seguía inalcanzable e inaccesible en medio del continente negro.  

El virginal coño de África 

Para llegar a esa urbe caravanera desde el Norte había que atravesar el Sáhara y las zonas de influencia de los tuareg y de diversos reinos musulmanes donde el Islam seguía siendo vivido con un fanatismo que hacía estremecerse a los musulmanes más civilizados de Egipto, Irán o Turquía. Lo cierto es que hoy en día tenemos Afganistán o Irán como referentes de integrismo islámico pero desde siempre el mucho menos conocido Islam africano ha sido tanto o más virulento y fanático que el vivido en esas regiones al implantarse, por lo general, en sociedades mucho menos urbanizadas y desarrolladas que las de Oriente Medio o Persia. Normalmente el atraso socioeconómico va de la mano del atraso en cuanto al plano de la cultura y las mentalidades.  

En cuanto a llegar a Tombuctú desde algún lugar de la costa en el Sur, para ello había que atravesar los territorios de innumerables tribus paganas muy violentas, así como amplias sabanas carentes de suministros y algunas zonas de selva tropical donde acechaba un celoso guardián invisible: inmensos enjambres de mosquitos transmisores de la enfermedad del sueño (que atacaba principalmente al ganado y las cabalgaduras) y sobre todo de la malaria, una verdadera arma bacteriológica para la cual los europeos todavía no habían encontrado una cura eficaz por entonces (más que las ametralladoras son medicamentos como la quinina lo que explica que África pudiese ser ocupada de golpe y con relativa facilidad por las potencias occidentales a finales del s. XIX pese a que se había mantenido mayormente inexplorada e inconquistada hasta entonces, salvo en el caso de algunos enclaves de comercio establecidos por los europeos en algunas costas).  

Por todo ello, en torno al año 1800, para un europeo plantearse llegar a Tombuctú y volver era la última quimera, un imposible, una ilusión, una utopía. O te mataban los fanáticos islamistas del desierto, o lo hacían las tribus de la selva, o morías deshidratado o por efecto de las fiebres durante el trayecto. 

En 1791 intentó penetrar en la zona el irlandés Daniel Houghton pero desapareció sin dejar rastro. Hoy se cree que sus guías lo abandonaron y murió de hambre y sed en alguna parte del Sur del Sáhara.  

A su vez en 1797 un misterioso explorador alemán del que casi nada se sabe, Friedrich Hornemann, trató de cruzar el Sáhara de Este a Oeste desde El Cairo para llegar a Tombuctú por una ruta caravanera inesperada. Desapareció en 1800, tiempo después llegaron todo tipo de noticias al respecto, desde que se había convertido al islam y se dedicaba a enseñar en el Norte de Nigeria a que, lo más probable, murió de disentería cerca del final de su viaje.  

En 1804 el turno le llegó Henry Nicholls. Intentó llegar a Tombuctú desde el Sur partiendo de una zona del Golfo de Guinea. Para disimular sus verdaderas intenciones divulgó la noticia de que su expedición estaba buscando la desembocadura del río Níger. Mala suerte, porque la zona del Golfo de Guinea desde la que partió su expedición era, de hecho, la desembocadura del río Níger. Todo sea dicho los europeos aún no lo sabían por entonces. De todas formas en 1805 se perdió el contacto con Nicholls quien probablemente murió debido a la malaria, o tal vez falleció intentando abrirse camino entre las tribus del interior, vaya usted a saber. 

Poco después, durante su segundo periplo africano, es muy posible que el gran  explorador escocés Mungo Park - amigo de Sir Walter Scott y famoso por sus exploraciones en la parte alta y central del propio río Níger- hubiese llegado a Tombuctú o alguna zona próxima en torno a 1806. Pero tampoco regresó nunca para contarlo. Sus 35 compañeros murieron aniquilados por las fiebres y los ataques de tribus Hausa de Nigeria mientras que él acabó ahogándose mientras intentaba escapar en canoa junto con un porteador nativo. Obviamente eso implicó que también se perdiera el diario en que Mungo consignaban los detalles de su viaje por lo que no podemos estar seguros de su itinerario exacto. Tiempo después su segundo hijo, Thomas, intentó encontrar el diario o los restos de su padre pero murió de fiebres en medio de la travesía por la selva de Guinea.  

Antes de esto último, en 1817, el explorador suizo Johann Ludwig Burckhardt intentó repetir el plan de Friedrich Hornemann y partió de El Cairo después de haberse pasado ocho años en Siria (desde 1809) preparando una coartada para hacerse pasar por mercader árabe (fue de los primeros -junto al español Badía- que intentó usar dicha cobertura; una estrategia muy hábil y de las que mejores resultados proporcionó en aquella época). Desgraciadamente murió de disentería unos días antes de la fecha de partida, aunque hay quienes creen que fue envenenado por orden de los mamelucos. 

Por entonces es muy posible que el marinero francés Paul Jubert llegase a Tombuctú, pero nadie lo supo hasta muchas décadas después. Lo cierto es que tras sufrir un naufragio frente a las costas de Senegal fue hecho prisionero y conducido a Tombuctú para ser vendido como esclavo en los mercados de la ciudad. Tras eso nunca recuperó su libertad y falleció en Marruecos después de algunos años de cautiverio. 

   Para entonces la mítica ciudad se había cobrado también la vida del aventurero de origen italiano Giovanni Battista Belzoni el cual murió de fiebres, o fue asesinado, no está claro, a finales de 1823 en Benin, cerca ya de su objetivo. 

Bien, supongo que estos ejemplos son suficientes para que se den cuenta de que la empresa no era fácil en aquellos momentos y prometía emociones fuertes.

Mentalidad positifa 

Así las cosas en 1799 nació, en Francia, René Caillié. Su padre era panadero pero nunca lo conoció ya que siendo René muy pequeño dicho progenitor fue condenado a 12 años de cárcel debido a un robo menor que posiblemente ni siquiera había cometido. Al no tener, obviamente, dinero para un buen abogado acabó muriendo posteriormente en el penal debido a los trabajos forzados. La madre de René también murió poco después y por ello el muchacho, junto con una hermana que tenía, hubo de irse a vivir con su abuela.  

René nunca fue feliz en aquel nuevo hogar. Tal vez por eso desarrolló una gran imaginación y una afición obsesiva -cual Alonso Quijano- por la lectura de libros de aventuras, en su caso libros de viajes y sobre todo la historia de Robinson Crusoe. 

    Lo siguiente que sabemos de él es ya que a los 16 años se escapó de casa con un único propósito en la cabeza, empresa a la cual iba a consagrar la mayor parte de su vida: llegar a Tombuctú. Sin duda es de admirar que descubriese tan joven lo que realmente quería hacer con su vida. Yo mismo aún no lo he descubierto. 

Para lograr sus propósitos lo primero era llegar a África y para eso había que embarcarse. En el verano de 1816 René consiguió un pasaje en un barco llamado Loira que partió desde Burdeos junto con otros tres barcos con destino a Senegal. Fue un viaje agitado, los barcos de la precaria flotilla pronto se separaron debido a una tormenta y uno de ellos, la fragata Medusa, acabó encallando en un banco de arena frente a la costa de Mauritania debido a la ineptitud de su capitán. La ayuda no llegaba y dado que el barco transportaba a bordo unas 400 personas y las barcas de salvamento solo tenían espacio para unas 250 aproximadamente eso obligó a que 150 de los supervivientes tuvieran que hacinarse en una balsa construida apresuradamente con los restos del navío.

      El problema es que en plena travesía hacia la costa más cercana los botes y la balsa se dispersaron y los pasajeros de la precaria balsa quedaron a la deriva, sin apenas agua ni alimentos (salvo una caja de galletas) acabaron cayendo en el canibalismo y solo sobrevivieron quince de ellos tras los trece días que tardaron en ser rescatados. Es más, los escasos supervivientes fueron rescatados de casualidad por otro de los barcos de la expedición, el Argos, que de hecho no los estaba buscando. Encima cinco de ellos todavía acabaron muriendo antes de tocar tierra. Ese suceso –que ríase usted de lo del Titanic- acabaría inspirando el célebre cuadro de Gericault, La Balsa de la Medusa 

Por lo que respecta al bueno de René, tras algunas peripecias, su barco consiguió llegar a Senegal, concretamente a la colonia de Saint Louis, aunque allí nadie quiso darle trabajo. Por ello se dirigió a Dakar, pasó en la zona algunos meses y de nuevo regresó a Saint Louis. Una vez de vuelta se enteró de que 300 kilómetros más al Sur se estaba formando una expedición británica que pretendía adentrarse en Gambia y en parte seguir los pasos del ya mencionado Mungo Park. René pensó que sería una buena oportunidad para, quizás, acercarse a Tombuctú. Por ello, de cara a ofrecerse como porteador de dicha expedición y dado que no tenía dinero para otra cosa, inició un viaje a pie a través de la selva hasta el lugar de partida de la misma. Sin embargo durante el trayecto hasta allí casi muere por el calor y la falta de agua, así que tuvo que regresar a Saint Louis una vez más.

Tras esa traumática experiencia René se dio cuenta de que necesitaba dinero, muerto de hambre y sin un franco en el bolsillo como se encontraba. Por ello se embarcó fuera de África con rumbo a Guadalupe, en las Antillas francesas. Allí durante medio año trabajó en las plantaciones en régimen de semiesclavitud. ¿Y en qué emplear ese dinero?, en seguir intentando llegar a Tombuctú, por supuesto.  

Desde el Caribe regresó a Francia y en Burdeos se embarcó de nuevo hacia Senegal a donde arribó, esta vez sin contratiempos dignos de mención, a finales de 1818. Allí pudo unirse por fin a una expedición organizada hacia el interior, en este caso para llevar suministros a un puesto avanzado británico, pero las tribus fulanis de la zona casi los matan a todos. De hecho René se salvó de milagro de los nativos y de las fiebres. De nuevo en la casilla de salida tenía que ganar dinero para perseguir su sueño. Esta vez René regresó a Francia. Tras seis años ahorró lo suficiente para embarcarse de nuevo rumbo a Senegal y hacer un nuevo intento.  

En este caso el viaje por mar fue accidentado, el barco casi naufragó y René lo perdió prácticamente todo, pero llegó a la costa africana. Tras restablecerse de la experiencia René realizó una nueva tentativa de penetrar hacia el interior, esta vez explorando por cuenta propia una ruta partiendo a medio camino entre la actual Sierra Leona y Dakar. Nuevamente fracasó en cuanto a su propósito de avanzar hacia Tombuctú, pero esta vez logró adentrarse bastante en continente y además lo hizo con sus propios medios. De hecho por primera vez usó una estrategia de aproximación indirecta basada en la mentira para lo cual adoptó una personalidad ficticia. Fingió ser un desertor francés interesado en aprender el Corán, tomó el nombre de Abdallahi (el servidor de Dios) y gracias a ello pudo pasar ocho meses al Norte del río Senegal deambulando por las aldeas locales de las tribus braknas. El engaño funcionó y no fue molestado, lo que aprovechó para aprender algo de árabe y sobre todo los principios de la religión musulmana.

Pero sobre todo de esa experiencia extrajo una lección que se iba a mostrar valiosísima para él en un futuro: de cara a penetrar en el continente era mejor hacerlo de forma individual y disimulada, vestido como los habitantes locales, antes que en el marco de una expedición numerosa y organizada llena de europeos blancos uniformados dado que todo eso llamaba mucho la atención y ponía sobre aviso a las belicosas tribus locales siempre en busca de botín y tremendamente hostiles al cristianismo (no sin motivos, por cierto). Era algo obvio, pero en su momento pocos comprendieron este enfoque.  

Sin embargo como decimos esa vez René no pudo hacer mucho más, sin víveres ni dinero pronto tuvo que regresar hacia la costa, aunque ahora se sentía preparado para encabezar su propio proyecto. En consecuencia solicitó audiencia con el gobernador francés de la zona, pero este no quiso hacer caso a aquel andrajoso hijo de un presidiario. A fin de cuentas las exploraciones debían ser obra de nobles y académicos no de pobres semianalfabetos. Así que René se encaminó a Sierra Leona, posesión de los ingleses por entonces, donde consiguió una entrevista con el gobernador inglés de Freetown, Charles Turner.  

Turner se mostró tremendamente interesado en el proyecto que René le expuso, le dio ánimo y le ofreció trabajo en una plantación de índigo para que pudiese reunir algo de dinero con el que lanzarse de nuevo a la aventura.  

En realidad Turner se la estaba jugando al pobre René. Turner se daba perfecta cuenta de la utilidad que tendría para cualquier Gobierno europeo ser los primeros en infiltrar a alguien en la mítica Tombuctú, por entonces autoproclamada ciudad santa del Islam. A fin de cuentas eran exploradores fundamentalmente ingleses los que llevaban varias décadas intentándolo. En aquella época, de gran interés por las exploraciones, nacionalismo exacerbado y colonialismo en auge, el valor propagandístico de una hazaña así podía ser tremendo (y quizás más adelante podía servir también como fundamento jurídico para reclamar la soberanía del territorio en caso de una hipotética conquista).

  Además, tras la conversación mantenida entre ambos, a Turner le pareció que el itinerario que proponía René para adentrarse en el interior (por tierra a través del espacio entre los cursos altos del Senegal y el Níger) era acertado y más realista que el usado por otras fracasadas expediciones anteriores que habían intentado penetrar continente adentro navegando río arriba por el peligroso curso del Níger. Por tanto era posible que un nuevo intento lanzado a través de esa ruta desde alguna de las colonias francesas cercanas tuviera éxito tarde o temprano. Solo había un detalle, una cuestión sutil de la que René no parecía darse cuenta: René era pobre y además un asqueroso francés. Un gobernador inglés de buena cuna jamás ayudaría a un pobre, y menos aún a un pobre francés, a lograr un éxito de ningún tipo. Turner tenía claro que el objetivo de los ingleses en África era adelantarse a los franceses, no colaborar con ellos.  

Así que el gobernador engaño a René fingiendo darle su apoyo, lo encaminó para retrasarlo y deshacerse de él a unas plantaciones de índigo y justo después envió un informe, detallando la información obtenida de René, a la Association for Promoting the Discovery of the Interior Parts of Africa (llamada African Association), fundada en Londres en 1788 (organización por entonces encargada de coordinar la exploración del interior de África hasta que más adelante, en 1831, pasase a integrarse en la famosísima Royal Geographical Society). 

Dicha institución estuvo de acuerdo con la prioridad que otorgaba  Turner a hacer un nuevo intento de llegar a Tombuctú antes de que los franceses se les adelantaran. De cara a ello se pusieron en contacto con su propio hombre en la zona, el mayor Alexander Gordon Laing. De origen escocés, pero casado con la hija de todo un cónsul inglés, Gordon era suficientemente británico y rico como para que su esfuerzo a mayor gloria de Su Graciosa Majestad resultase presentable. 

     En ese momento Gordon se encontraba bastante al Norte, en pleno desierto del Sáhara -entre Argelia, Níger y Mali- buscando sin mucho éxito la fuente del río Níger (de hecho estaba bastante lejos de ella). Sin embargo se hallaba bien surtido de dinero y credenciales y estaba bastante cerca del nuevo objetivo, solo tenía que desviarse unos cientos de kilómetros hacia el SW e intentar llegar a Tombuctú, describir el lugar y la ruta y regresar lo antes posible. Sobre el papel el plan podía tener éxito. Inmediatamente, en enero de 1826, Gordon se puso en camino mientras René todo ilusionado comenzaba a trabajar en una plantación esperando para emprender su expedición unas ayudas que jamás le llegarían.  

Solo a comienzos del año siguiente, 1827, René se enteró de la jugada que le había hecho Turner y de la partida de Gordon Laing hacia el interior ocupando el lugar que debería haberle correspondido a él.  

Pero René no iba a tirar la toalla jamás mientras siguiera respirando. Tras todo lo que había sacrificado el TENÍA que llegar a Tombuctú, aunque no llegase el primero o no regresase del intento. Así René juntó las poco más de 80 libras que había ganado en las plantaciones donde Turner le había recomendado trabajar a la espera de noticias (que nunca llegaron, obviamente) y usó ese dinero para comprar pasaje en una caravana de mandingos que partía hacia el interior en aquellas fechas –abril de 1827- para comerciar con el imanato islámico de Futa Jallon en el interior de Guinea.  

René no era tonto y llevaba tiempo dando vueltas a un plan. Poniendo en práctica lo que había aprendido anteriormente se disfrazó de musulmán y se enroló en la caravana asegurando ser un egipcio al que los soldados de Napoleón habían secuestrado cuando era un adolescente para enrolarlo a la fuerza en el ejército francés. Luego, cuando los franceses habían tenido que retirarse de la región tras su fallido intento de invasión, supuestamente lo habían obligado a irse con ellos a Francia. Más adelante un comerciante francés lo había educado y criado y lo había llevado con él a una colonia en la zona de Senegal. Allí, al hacerse adulto, había decidido tomar su propio camino y por ello pretendía regresar a Egipto por tierra e intentar volver a encontrarse con sus padres si aún vivían. 

Esa historia resultaba bastante  inverosímil, aunque al menos estaba pensada para explicar su extraño acento francés al hablar árabe. En cualquier caso  podía darse por muerto si descubrían sus mentiras sobre todo porque las cosas se habían puesto realmente mal tierra adentro. En la zona se encontraba en auge el llamado Imperio Massina una especie de confederación de tribus musulmanas que habían declarado una Yihad en el entorno de la propia Tombuctú, la cual había sido conquistada por esos mismos fanáticos en 1825. El alcohol, la música, el baile, las decoraciones en edificios… todo había sido prohibido en la región. De habérseles ocurrido el eslogan a los fanáticos de la zona tal vez les hubiera gustado el sesentaiochesco "prohibido el prohibir", aunque solo fuese por la repetición de la palabra. Por tanto, si en el pasado llegar a Tombuctú y salir vivo se había demostrado como imposible para un europeo cristiano, en ese momento preciso la situación política en el área lo volvía aún más imposible.  

Pero René no estaba bien informado de que lo anterior estaba ocurriendo en su lugar de destino. Y aunque lo hubiera estado probablemente eso no hubiera servido para disuadirlo. René estaba decidido a jugarse el todo por el todo y hacer una última tentativa de cumplir su sueño o morir en el intento. 

Los sueños, sueños son

Pues bien, ya adelanto que esta vez sí lo logró, por increíble que parezca. La "cobertura" de René tenía la ventaja de que era los que la escuchaban pensaban que algo tan increíble solo podía ser cierto. Además, a fin de cuentas ¿qué explorador europeo andaría recorriendo África completamente solo, vestido como un pordiosero, sin apenas dinero y hablando árabe?. Era evidente que René decía la verdad. Por una vez en la vida ser pobre iba a ser una ventaja, una tremenda ventaja, para René. 

Eso sí, meses antes de la partida de René, Gordon ya había llegado a Tombuctú, claro. En concreto en agosto o quizás comienzos de septiembre de 1826. Pero en abril de 1827 cuando René salía en dirección a dicha ciudad nadie sabía aún que Gordon había logrado llegar a Tombuctú.  

Por otra parte dado que René viajaba sin montura, sin medios, sin credenciales… el llegar a Tombuctú iba a suponerle un año entero. Un año terrible. Primero alcanzó la zona de Futa Jallon en el seno de la caravana en que se había enrolado. Eso fue relativamente fácil. Desde allí puso por fin rumbo hacia Tombuctú y empezó lo difícil. A pie y en solitario tuvo que atravesar las montañas, cruzar diversos afluentes del río Senegal, peregrinar por la selva y luego el desierto siempre en dirección Norte y luego al Este. Entre finales de 1827 y comienzos de 1828 se puso muy enfermo debido al hambre, las fiebres y el agotamiento. Sobrevivió pero entre otras cosas perdió la mayoría de sus dientes.

Pese a todo reanudó su viaje convencido de que quizás se iba a morir, pero se moriría viendo Tombuctú. Con una infección en la boca y otra muy seria en un pie lo que le impedía prácticamente el caminar, con diarrea y vómitos,  envuelto en harapos, sobrevivió pidiendo limosna a los nativos de la zona y, más adelante, de pasajero en una barca de esclavistas que remontaba el Níger para ir a vender su mercancía humana en Tombuctú. Los esclavistas no le hicieron nada, seguramente porque se daban cuenta de que no sacarían beneficio por aquel despojo humano. Finalmente el 20 de abril de 1828 René Caillié, el hijo del panadero ladrón, a base de sufrimiento, audacia y cojones, sin ayuda de nadie, llegó a Tombuctú. Puede que Gordon Laing llegase primero pero René fue además el  primer blanco en visitar otros puntos de la ruta comercial entre el río Níger y las estribaciones del Sáhara, especialmente la por entonces importante ciudad de Djenné.   

El caso es que una vez en Tombuctú había un problema. A ver como se lo explico. ¿Recuerdan aquella maravillosa miniserie ochentera de aventuras y ciencia ficción llamada El secreto del Sáhara?. El casting era peculiar, por así decirlo, salían Ana Obregón y Miguel Bosé junto a Michael York, Ben Kingsley, una guapísima Andie MacDowell, David Soul o Jean-Pierre Cassel. Por su parte James Farentino interpretaba a un todavía poderoso califa de Tombuctú enfrentado a los tuaregs y refugiado en un fastuoso palacio.  

Bueno, pues lo cierto es que la mayoría de lo que sale en la "tele" es mentira. Supongo que ya lo sospechaban. Un siglo antes del período supuestamente narrado de forma muy imaginaria por dicha miniserie televisiva es cuando René llegó a Tombuctú y lo cierto es que ya en esa época Tombuctú… era una mierda, allí no había en aquel momento ni grandes palacios ni nada, apenas un villorrio sucio y deprimente compuesto por multitud de chabolas de barro en pésimo estado. Nada que ver con lo que una vez había llegado a ser en el pasado ni, desde luego, parecido alguno con lo que se contaba de ella.  

Eso lo sabemos no solo por la descripción que da de la ciudad el propio René sino porque unos años después, en 1853, también consiguió llegar a la zona el explorador alemán Heinrich Barth quien nos dejó además de una descripción diversos dibujos sobre la ciudad y su entorno.  

Lo cierto es que en cierta forma (una vez más) fuimos los españoles los que la fastidiamos. Muy en cierta forma claro. En 1591, tropas pertenecientes al sultán de Marruecos conquistaron la ciudad y otras poblaciones de la zona. Pues bien dicha expedición militar estaba formada en gran medida por moriscos exiliados de la Península las décadas anteriores, al mando de los cuales se encontraba a su vez un morisco de origen castellano conocido como Yuder Pachá quien había huido de la Península con parte de su familia tras la rebelión de las Alpujarras (entre 1568 y 1571).  

En lo tocante a Tombuctú el dominio marroquí asentado en la zona se acabó más adelante, pero la ciudad nunca se recuperó del saqueo, de las turbulencias de los siglos siguientes y, en general, del declive del comercio caravanero en el interior de África una vez que los europeos fueron ganando presencia en las costas. En otras palabras, para cuando René llegó hasta allí Tombuctú se había convertido en la Detroit de las caravanas de camellos. 

Pero claro por entonces aún nadie sabía eso en Europa. De hecho mismamente en otras partes de África alejadas de ella Tombuctú seguía siendo alabada, como lo era en la misma Europa, debido a la pervivencia del mito que se había formado en los siglos XV y XVI cuando la ciudad vivió su esplendor.  

Pues bien. La decepción de René al poder ver y recorrer por fin la ciudad de sus sueños, aquella por la cual había sacrificado la mayor parte de su vida, fue mayúscula. Tal es así que apenas se quedó en ella dos semanas, lo justo para encontrar una caravana hacia el Norte que aceptara llevarlo. A René solo le quedaba ya la esperanza de regresar con vida a la civilización, a casa, a Francia. Para ello debía cruzar el Sáhara, lo cual se le antojaba en aquel momento más fácil que desandar el camino recorrido y volver en dirección Sur hacia Dakar o alguna otra colonia francesa o inglesa de la costa de Guinea.  

Para entonces ya todo le daba igual. En tan mal se encontraba (un puro esqueleto por el hambre y la fiebre y de nuevo enfermo) que un musulmán caritativo le pagó el viaje durante el cual los camelleros le apodaron Gageba (que significaba algo así como “excremento de camello”).  

Tres meses y medio de insolación sahariana más tarde René, "el excremento", llegó a Fez aún enfermo. Desde allí, medio moribundo, viajó a Tánger donde por lo menos logró ponerse en contacto con el cónsul francés en la ciudad, el cual se quedó asombrado por la historia que le contó aquel hombre harapiento, desfigurado y medio enloquecido por la deshidratación, que se había presentado en la puerta del consulado y al que habían estado a punto de echar a patadas.  

La fortuna (a veces) favorece a los audaces

Por fortuna para René el cónsul tuvo visión y pensó -como había pensado antes Charles Turner, el gobernador británico que engañó a René- que si la historia de René era cierta sin duda constituía un gran reclamo publicitario con tintes patrióticos. El cónsul casi podía imaginar los titulares de prensa: “explorador francés (que se jodan los ingleses) llega a Tombuctú; el primer occidental que llega a la misteriosa ciudad perdida en el interior de África de la que ningún europeo ha regresado jamás”. Todo eso después de recorrer 4.000 kilómetros la mayor parte de ellos a pie a través de rutas de las que por entonces aún no existían mapas en Europa. 

…¿Y Gordon Laing? os preguntaréis. A fin de cuentas sabemos que Gordon había llegado a Tombuctú casi dos años antes que René. Cierto, pero el caso es que Gordon nunca regresó para contarlo. Hoy sabemos que llegó a Tombuctú en mal estado tras la travesía del desierto hasta el punto de que le tuvieron que amputar la mano derecha. Luego permaneció en la ciudad 38 días, pero al partir lo mataron a golpes a finales de septiembre de 1826 por ser blanco y cristiano.  

En su caso René se salvó básicamente por no llamar la atención y por dar pena. Así de simple. Al ir solo, sin credenciales, comitiva, ropas occidentales, sin ínfulas de ningún tipo, con la piel oscurecida y quemada por el sol y al estar tan enfermo... resulta que nadie se fijó en él. Por ello pudo pasear por la ciudad como el mendigo que era y después de eso regresar sin despertar sospechas sobre su identidad o el hecho de que no era en realidad un musulmán o un africano más.  

Con todo el logro de René era notable, pese a la decepción que a título personal se había llevado al comprobar el estado de decadencia en que se encontrado inmersa Tombuctú. Evidentemente la prensa francesa de la época se hizo eco de la insólita hazaña de uno de sus compatriotas. René fue repatriado y al llegar a Francia ya era toda una celebridad, los franceses tenían su propio Mungo Park. Se le concedió un premio de 10.000 francos de la época ofrecido por la Sociedad Geográfica francesa, una pensión y otras distinciones. Incluso fue recibido por el rey Luis Felipe. Finalmente, en 1830, con la ayuda de Edme Francois Jomard (uno de los fundadores de dicha Sociedad Geográfica francesa) publicó su Journal d'un voyage à Tombouctou et à Jenné dans l'Afrique Centrale que fue un relativo éxito.  

Después de eso René se casó con una joven llamada Caroline Têtu y se retiró a su región natal. Allí cultivó la tierra y parece que ejerció como maestro y más adelante incluso como alcalde de un pequeño pueblo. Tuvo cuatro hijos y no volvió a viajar en el resto de su vida. De hecho las penalidades pasadas durante su aventura dejaron muy debilitado su organismo por lo que murió poco tiempo después a la edad de 38 años.  

Más adelante ninguno de sus hijos tuvo descendencia y la era de las exploraciones pacíficas se acabó, llegó el tiempo del patriotismo, la guerra y la conquista colonial sin medias tintas. René pasó a la historia y luego él y su viaje cayeron progresivamente en el olvido, aunque no sin dejar un legado. Si a René lo había inspirado la famosa novela de Daniel Defoe más adelante sus propias aventuras sirvieron, a su vez, para inspirar el amor por la literatura de aventuras y viajes a un joven llamado Jules Verne quien tiempo después citaría explícitamente a René como uno de los grandes aventureros del siglo en “Cinco semanas en globo”. 

Mientras tanto nuevos viajeros occidentales siguieron llegando con cuentagotas a Tombuctú. En los años 50 ya expliqué antes que el alemán Heinrich Barth realizó un completo viaje científico y cartográfico por todo el centro de África (también haciéndose pasar por árabe, sin duda el truco de la época) incluyendo en su trayecto la propia ciudad de Tombuctú. Más adelante, en 1880, Cristóbal Benítez se convirtió en el primer español en visitar Tombuctú.   

Y hago un alto para comentar una cuestión: el olvido relativo en el que han caído las aventuras de una serie de inclasificables exploradores españoles de la segunda mitad del s. XIX quienes se embarcaron en recorrer de diversas formas el Magreb y sus proximidades.  

De esa forma el siglo XIX, que había empezado con las peripecias de Domingo Badía alias Alí Bey por Marruecos, vio en su segunda mitad como aparecía por la región otro “infiltrado”. En este caso un bilbaíno llamado José María de Murga que ya había sido testigo de la guerra de Crimea y en 1863 recorrió Marruecos a lomos de un pollino disfrazado de curandero ambulante, vendiendo hierbas y potingues diversos. Tras su regreso, en 1867, escribió los Recuerdos Marroquíes del Moro Vizcaíno, José María de Murga el Hach Mohammed el Bagdady. 

Tiempo después un catalán llamado Joaquín Gatell y Folch llegó a ser oficial de artillería del sultán de Marruecos a pesar de que jamás había disparado un cañón ni vestido un uniforme militar. Todo gracias a que una vez había leído una cartilla francesa de rudimentos de artillería y gracias a eso (y a la cara que  le echó) se inventó una historia como especialista en la materia que convenció al propio sultán, el cual acabó contratándolo para que organizara un cuerpo de artillería y luego le nombró comandante del mismo. Toda una lección sobre la utilidad y conveniencia de falsificar currículums en los tiempos que corren.  

Más o menos para entonces llegar a Tombuctú había dejado de ser una meta imposible, entre otras cosas porque en 1894 los franceses ocuparon Tombuctú. De hecho durante esos años 90 los franceses conquistaron también todas las regiones próximas tras derrotar al llamado Imperio Tukulor fundado por un místico que había logrado hacerse con el control de la zona en los años 60 a través de la enésima Yihad convocada para derrotar a los infieles.  

Nada cambia, solo se transforma

Creo que lo he dicho más veces, la historia no es un círculo pero sí un solenoide. A finales del s. XX los intentos de expandir su influencia en Asia Central y Oriente Medio llevados a cabo por los imperios ruso y estadounidense despertaron del letargo al Islam más integrista en esas zonas. De igual forma durante el s. XIX fue la expansión del colonialismo inglés y francés en África la que estimuló el integrismo como erróneo mecanismo defensivo en aquella y otras partes del mundo. Así, unos años después de que la Yihad se expandiese fallidamente en torno a Tombuctú, otro místico musulmán se haría con el control de la también mítica ciudad de Jartum a través de la guerra santa, haciéndoselo pasar realmente mal durante unos años a los ingleses en la zona del Sur de Egipto y Sudán. 

En todo caso la ocupación francesa en la mayor parte de África occidental se mantuvo hasta bien entrados los años 50 del s. XX. En 1960 por fin el llamado Sudán francés se independizó bajo el nombre de Malí. Y desde ahí llegamos al presente donde nuevamente la historia se repite de alguna manera. El islamismo integrista está fuertemente asentado en las tribus tuareg de la zona Norte de ese país justo en regiones cercanas a la propia Tombuctú. En 2012 rebeldes opuestos al gobierno central desataron un intento de secesión en la zona, lo que el año pasado dio lugar a una intervención francesa en el país. Tras eso, hace solo un mes, El País publicaba una noticia sobre las destrucciones del poco patrimonio histórico que le queda a Tombuctú. Tanto manuscritos como incluso mezquitas están siendo purgados por islamistas radicales un poco al estilo de lo que hicieron los talibanes en Afganistán hace un par de décadas. Además en general la región se ha vuelto de nuevo inhóspita para los viajeros europeos. Tal vez no tanto como una vez fue pero desde luego más de lo que debería ser. 

2 comentarios:

  1. Guau, sorprendente la historia de estas personas, lo que me llama mucho la atención es cómo narices hizo para sobrevivir y llegar a su destino este tal René, quiero decir, un hijo de un panadero, aprendió cómo sobrevivir en panoramas y geografías tan distíntas de las que vivió antes de llegar a esos sitios, me parece realmente fascinante. Todo un ejemplo de supervivencia que se ha ido perdiendo en estos tiempos, realmente nosotros occidentales nos ahogarempos en nuestras propias bolsas de plástico, incapaces de sobrevivir. ¡Ánimo y sigue así con el blog!

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  2. http://www.lecturalia.com/blog/2016/07/08/la-increible-historia-del-bibliotecario-de-tombuctu/

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