martes, 11 de febrero de 2014

El alquimista impaciente



A comienzos del s. XVIII se cruzaron los caminos de Johann -un joven delincuente con algunos conocimientos de alquimia- y Walther, un viejo químico de inmensa erudición pero que por entonces se sentía fracasado e ignorado por sus colegas por lo que decidió consagrar sus esfuerzos y sus conocimientos a la producción de porcelana (un producto por entonces carísimo y cuya distribución se reservaba casi exclusiva a las compañías de Indias y las grandes casas reales). Walther, enfermo, acabó tomando a Johann como aprendiz y ayudante. Juntos, desde un laboratorio secreto ubicado en Sajonia, se embarcaron en la investigación del por entonces desconocido procedimiento para fabricar porcelana china, logrando al cabo del tiempo no solo producir porcelana de manera autónoma sino encontrando la fórmula para dotarla de una calidad y un color que nadie podía replicar por entonces en toda Europa. Esta es la historia de cómo hicieron fortuna y cómo posteriormente llegaron la codicia, la traición y la inevitable caída.  

                                          ¡Yeah, Mr. White!, yeah, ¡¡¡science¡¡¡

             

       Ahora bien, este cuento va a ser largo, muy largo. Por ello, de cara a poder entender plenamente la historia que quiero contar hoy, es preciso comprender un par de conceptos. De cara a ello vamos a viajar al Extremo Oriente durante la época que en Europa llamamos Edad Moderna.

El mundo de la primera economía-mundo. 

A ese respecto una primera cuestión a considerar es que dentro de nuestro ámbito cultural, por lo menos en el caso de manuales escolares o libros meramente de divulgación sobre Historia, se aprecia normalmente un marcado enfoque eurocéntrico. En esa línea cuando llegamos a los inicios de la Edad Moderna el capítulo del libro correspondiente suele darnos a entender que en las postrimerías del s. XV una serie de cambios, entre ellos diversos avances tecnológicos en navegación y los consiguientes descubrimientos geográficos asociados (esencialmente el descubrimiento de América y la circunnavegación de África), acabaron por asentar a unos pocos reinos de Europa occidental como los más desarrollados del planeta. Por tanto solemos asumir que la primacía indiscutida de Europa occidental en mundo en cuanto a desarrollo económico, cultural, político, militar o científico arrancaría de ese momento, en torno al año 1500, posición de privilegio que el Viejo Continente ya no abandonaría hasta bien entrado el s. XX cuando el cetro se trasladó al otro lado del Atlántico y cayó en manos de los EE.UU. Ese es, por así decirlo, el paradigma detrás de casi todos nuestros manuales de Historia.

En cambio es posible debatir sobre si las cosas resultaron históricamente un poco más complicadas. Por supuesto una vez entrados en la Edad Moderna es evidente que los principales reinos europeos (inicialmente las dos potencias peninsulares y al cabo de poco tiempo también Francia, Inglaterra y las Provincias Unidas holandesas) no encontraron obstáculos para conquistar o dominar los imperios y tribus que poblaban el continente americano. Tampoco tuvieron más dificultades que las impuestas por la malaria o la pobreza de muchas zonas del continente para imponer sus condiciones a las tribus y reinos esclavistas a lo largo de la costa africana (no así en el interior africano, a donde los europeos no lograron penetrar hasta entrado el s. XIX). Ahora bien una vez llegados a Asia en general la relación de fuerzas ya no estaba tan descompensada. Los occidentales apenas encontraron obstáculos para asentarse en diversos enclaves costeros del Golfo Pérsico, India o Indonesia. Sin embargo en el caso del Extremo Oriente eran los comerciantes europeos los que entregaban fuertes cantidades de metales preciosos a cambio de abalorios, y no al revés.

En Europa occidental, a partir de finales del s. XV o comienzos del s. XVI, los progresos en el diseño de armas de fuego, en la construcción de grandes navíos de guerra, los prolegómenos de la que luego sería llamada la revolución científica, o el diseño de una incipiente economía comercial, sin duda pusieron las bases para asentar, con el tiempo, la supremacía en todos los ámbitos de las potencias europeas sobre el resto de reinos, culturas y economías del planeta. Pero ese proceso se desarrolló de forma gradual con lo que dicha posición de privilegio y superioridad solo se hizo totalmente clara, desde una perspectiva global, a partir de finales del s. XVIII cuando a todo lo anterior se añadieron los progresos industriales. Fue ya en la era de los barcos de vapor y de acero o los fusiles de retrocarga cuando la civilización occidental logró doblegar los últimos rincones del planeta que escapaban a su voluntad. Sin embargo, como digo, entre el descubrimiento de América y todo lo anterior hubo un ínterin. Durante el mismo, en los siglos XVI y XVII, la cultura occidental, su ciencia, su potencia militar o su sistema económico tuvieron un rival que podía no solo compararse sino que constituyó quizás hasta bien entrado el s. XVII (tal vez incluso hasta comienzos del s. XVIII) la verdadera primera potencia mundial, a la altura -o quizás por encima- del imperio hispano o el otomano. Me refiero a la China de la dinastía Ming y principios de dinastía (manchú) Qing.

Por entonces (como en cierta forma está volviendo a suceder) el mayor mercado del mundo no estaba en torno al Báltico, el Mediterráneo o el Atlántico (pese a las remesas de oro y, sobre todo, plata americana que circulaban por él) sino que estaba ubicado en torno a las costas y las cuencas de los grandes ríos de China. Allí habitaban ya en aquel tiempo cientos de millones de personas, en ciudades con un tamaño y unas medidas higiénicas como aún no existirían en Europa hasta bien entrado el s. XIX. Además desde aquella parte del planeta partían rutas comerciales y productos que ponían esos centros productivos en comunicación con Corea o Japón, por un lado, y por otro extendían sus tentáculos hasta las zonas productoras de especias y arroz del SE de Asia. Incluso algunas de esas rutas comerciales llegaban a las costas del Índico mientras que, por tierra, llevaban siglos poniendo en comunicación el Norte de China con Asia Central y el Levante mediterráneo.

         

      No hay que olvidar tampoco que para entonces los chinos habían desarrollado una metalurgia bastante avanzada, hasta quizás mediados del s. XV aún fabricaban los mejores barcos del mundo, su ingeniería era capaz de construir grandes canales, presas, puentes suspendidos o asentados sobre arcos segmentados y, más importante aún, en su momento habían sido los inventores del papel, las primeras brújulas, las primeras imprentas, los primeros billetes, e incluso de la pólvora. Todo eso muchos siglos antes de que los europeos conocieran tales inventos o los redescubriesen de forma independiente.

Por tanto, insisto, mientras Miguel Ángel, Hernán Cortés, Lutero o Copérnico entraban en la historia lo cierto es que, pese a todo, los países europeos en cierta forma no dejaban de ser por entonces el equivalente a la China actual, es decir una potencia en rápido desarrollo. No obstante, en aquel tiempo, la China Ming podía perfectamente compararse con ellos y considerarse aún la primera potencia del planeta, aunque en su caso carecía de una visión imperialista de proyección de su poder militar, su cultura e influencia económica, lo que a la postre la sumió en el estancamiento y facilitó el que pronto fuese desbancada por las cada vez más poderosas y agresivas monarquías europeas, las cuales acabaron por imponerse también en Asia (y no tanto por pura superioridad cultural como por una evidente superioridad militar).

Ser engañado como un europeo.
  
Llegamos así a una segunda idea que también quería dejar clara antes de entrar en faena. Y es que, por entonces, como consecuencia de todo lo dicho, en China se producían algunas de las manufacturas con mayor valor añadido y más deseadas en la época (y en algunos casos deseadas por Occidente ya desde la época del imperio romano), caso de la porcelana, los muebles lacados o la seda. Bienes de lujo que debido a su precio y la complejidad a la hora de fabricarlos representaban en aquellos tiempos el equivalente a los componentes de alta tecnología actuales.

       Por el contrario los mercaderes portugueses u holandeses que fueron llegando y estableciéndose en la zona, en Macao o en Taiwan, así como los escasos mercaderes hispanos que operaban desde las Filipinas, no poseían la capacidad de fabricar aún productos que interesasen realmente a los chinos o que superasen en calidad a sus textiles, artesanías, muebles, obras de arte, u otros artículos de lujo o de simple consumo. De hecho lo único que los europeos de por entonces sabían fabricar mejor que los chinos eran diversos tipos de armas de fuego (y esto se debía sobre todo a la experimentación constante de la que “disfrutaba” Europa, un continente cuyos reinos vivían en un estado casi permanente de guerra interna y expansión externa, por oposición a la relativamente estable y pacífica China del período).  Es más, aún bien entrado el s. XIX lo único que los europeos consiguieron exportar con relativo éxito hacia el mercado interior chino -y mediante el uso de la fuerza- fueron drogas (el opio).

De esta forma, durante nuestra Edad Moderna, en cuanto a los intercambios realizados con aquellas tierras el papel de entidad subsidiaria quedaba asignado a los europeos, justo al revés de lo que empezaba a ocurrir en el resto del planeta. Debido a ello esos mercaderes occidentales habían de asumir transacciones casi siempre deficitarias pagando con metales preciosos (sobre todo plata, mucha plata de origen sudamericano) las manufacturas chinas y algunos consumibles por entonces novedosos, como el té, que deseaban adquirir para su importación en Europa. Digamos que, por aquella época, la expresión “ser engañado como un chino” no tenía mucho sentido ya que más bien se aplicaría a los mercaderes occidentales quienes pagaban precios exorbitados por los productos que los chinos tenían a bien exportar desde los puertos que designaban para ello.

     Existe una anécdota (muy probablemente falsa y elaborada a posteriori, pero en todo caso muy informativa) según la cual, tras regresar de uno de sus primeros viajes a la India, el navegante y conquistador portugués Vasco da Gama fue llamado a presentar un informe ante la Corte. Durante la entrevista consiguiente se le preguntó "qué mercancías había en la India para traerse y cuales querían a cambio" a lo que Vasco contestó que de aquellas tierras se importaban pimienta, almizcle, canela o jengibre y que los mercaderes hindúes y musulmanes pedían a cambio oro, terciopelo, plata y esmeraldas. Ante eso un tal conde Vimioso respondió con una celebérrima frase: "Amigo mío, entonces son ellos los que nos han descubierto a nosotros". Como digo esta frase es seguramente apócrifa y en todo caso pronto los portugueses lograron imponer por la fuerza sus condiciones en los mercados del Golfo Pérsico o del Índico (desde Omán a Goa y de Cochín a Malaca y a las Molucas). Sin embargo ni ellos, ni los españoles, ni los comerciantes de otras potencias que los siguieron hasta la zona, pudieron lograr similar posición de ventaja en lo tocante a los ricos y poblados imperios de Japón y China. Particularmente respecto a este último la frase anteriormente citada cobró todo su sentido, al menos hasta el s. XIX durante el cual las tornas, entonces sí, cambiaron completamente.

En resumen, durante la Edad Moderna parte del comercio con Oriente -pero sobre todo con el Extremo Oriente donde los europeos no lograron establecer una posición militar de fuerza- acabó desembocando en un cierto "intercambio desigual". A través del mismo los nobles y cortesanos occidentales se abastecían de exóticos productos de lujo muy codiciados, pero todo ello a expensas de sostener una balanza de pagos deficitaria para los reinos europeos con respecto a los tratos provenientes de esa parte del globo (China y Japón -hasta su "cierre"- exportaban productos a un precio muy alto y no importaban prácticamente nada), lo que resultaba bastante odioso a los ojos de los ministros y consejeros de las Cortes europeas, particularmente los más mercantilistas.

La enfermedad de la porcelana.

       Bueno. Si has tenido paciencia para leer hasta aquí ya sabrás que la porcelana no es solo el título de un tema de Moby. Vamos pues a centrarnos un poco en su historia, porque resulta interesante.

En la antigüedad había sido la seda el producto en torno al que, casi por sí mismo, nació el comercio entre el mundo mediterráneo y el Extremo Oriente, organizado en torno a la celebérrima Ruta de la Seda. Luego, durante la Edad Media y hasta llegar al s. XVI, hubo varias etapas de interrupción de los contactos comerciales, aunque en todo caso durante ese tiempo de alguna manera siguieron llegando a Occidente innovaciones nacidas en China, desde el papel a la baraja. No obstante en esos siglos fueron sobre todo las especias el producto oriental más buscado, aunque en este caso las especias se producían sobre todo en la zona de Indonesia y eran comercializadas desde mercados de la India o el mundo musulmán. Sea como fuere a partir del s. XVII, a medida que la conexión con China o Japón se hizo posible por vía marítima -e incluso se volvió más rápida, económica y segura de lo que había sido por tierra anteriormente-,  también se hizo posible a su vez el trasladar entre ambas partes del planeta -esta vez en barco- otro tipo de productos más refinados pero frágiles que antes no tenían fácil acomodo a lomos de camello. Es así como se entró en la era de la porcelana, la cual se fabricaba en China desde mucho tiempo antes, pero que solo avanzada nuestra Edad Moderna alcanzó su culmen en calidad y sobre todo en cuanto a valor comercial debido al furor que causó en Occidente.

De hecho, aunque se suele asociar la porcelana china a la dinastía Ming lo cierto es que fue durante la extranjera dinastía manchú Qing (asentada en China en 1644) cuando despegó realmente la producción de este bien. Kangxi emperador chino de dicha dinastía entre 1661 y 1722 es el que creó verdaderamente una industria al respecto ubicada en torno a la ciudad de Jingdezhen. En torno a 1700 dicha ciudad ya contaba con un millón de habitantes y operaba como una auténtica “zona económica especial” en la que empezaron a abundar manufacturas primitivas (hasta 3.500 hornos funcionando el día entero) donde se arremolinaban miles de trabajadores ocupándose, separados en cuadrillas, de diversas operaciones relativas a la producción de cerámica.

Lo anterior podría haber sido una base protoindustrial poderosísima que acabase desembocando en los inicios de una verdadera revolución industrial en China (de hecho Inglaterra no contó con nada igual hasta bien avanzado el s. XIX, ya con su proceso de industrialización en marcha); algo que hubiese cambiado la historia tal y como la conocemos. El problema es que en esas manufacturas chinas el proceso productivo se parcelaba no con intención de aumentar la productividad sino simplemente para guardar mejor el secreto de la elaboración de la cerámica (ya que así pocos trabajadores acababan gozando de una perspectiva amplia de los procedimientos seguidos). Por otra parte la excesiva abundancia y baratura de mano de obra en una China por entonces ya superpoblada llevó a un desinterés total por la búsqueda de nuevas fuentes de energía o invenciones técnicas que ahorrasen trabajo (algo parecido a lo que ocurrió en el mundo grecorromano debido a la hiperabundancia de esclavos). En China se desaprovechó así una posible vía para llegar al desarrollo autónomo y endógeno de máquinas y fábricas, las cuales pronto aparecerían en Europa aglutinadas en torno a un primitivo putting out system y una modesta industria textil. Pero esa es otra historia dentro de un gran debate historiográfico, últimamente bastante en boga en el mundo anglosajón, y denominado The Needham´s Grand Question

En todo caso, volviendo a Europa, se deduce fácilmente de lo que hemos visto que por entonces satisfacer el ansia de porcelana de reyes y cortesanos era un deseo muy caro (o muy rentable, según se mire). Una vez pasada la fiebre de las especias y del oro de las Indias, que se dio sobre todo durante el s. XVI, muchos monarcas y cortesanos europeos empezaron a sufrir casi en todas partes por igual la llamada Porzellan krankheit, es decir “la enfermedad de la porcelana”. Enfermedad, o más bien obsesión, caracterizada por un marcado ansía presente en sus “víctimas” en cuanto a poseer y acumular piezas de porcelana. De hecho ya en la segunda mitad del s. XVI Felipe II en España llegó a atesorar 3.000 piezas de porcelana (también coleccionaba otras cosas, como trozos disecados de cuerpos de santos, pero bueno). Sin embargo dicha obsesión entre nobles y monarcas aumentó verdaderamente en intensidad a medida que avanzaba el s. XVII y se extendía por Europa el gusto por los palacios suntuosos decorados con toda suerte de lujos, en la línea que dejó marcada Versalles. Fue por tanto a comienzos del s. XVIII cuando el precio de la porcelana y su prestigio asociado llegaron a su máximo en el viejo continente.

Lógicamente todo lo que he venido contando despertó, ya desde mucho antes, el interés de los monarcas occidentales por arrancar de manos de los chinos la exclusividad del secreto de su elaboración, para así poder fabricar en sus territorios y bajo su control ese extraño tipo de cerámica translúcida, dura y frágil a la vez.

Debido a ello durante los dos primeros siglos de la Edad Moderna en Europa se sucedieron los intentos por crear factorías capaces de producir porcelana. Por ejemplo, en la Florencia de unos Medici ya en decadencia algunos artesanos locales consiguieron elaborar una pasta artificial que llamaron frita, consistente en un compuesto elaborado con arcilla y silicatos de cuarzo vidrioso, todo ello con un acabado que consistía en una cobertura de esmalte con mezcla de estaño. El problema es que la verdadera porcelana llevaba también caolín y se cocía a temperaturas más altas de las que empleaban los hornos florentinos en que se llegó a elaborar esa porcelana “blanda”. En Francia y otros países diversos artesanos hicieron también intentos, pero en todos los casos equivocaron algunos ingredientes, por ejemplo añadiendo arena, salitre, sosa o alumbre a la mezcla de arcilla. El resultado de todo esto eran en el mejor de los casos cerámicas delgadas, ligeras y bastante translúcidas pero muy frágiles y que se rayaban con facilidad -o no soportaban cambios bruscos de temperatura en los líquidos que debían albergar-, mientras que en el peor de los casos el resultado de los esfuerzos era poco menos que obtener trozos de vidrio coloreados.

Federico und Walther.

        Situémonos ahora en 1701, a principios del s. XVIII. Estamos en medio de una Europa, cómo no, en guerra. En Occidente la Guerra de Sucesión española va a estallar. En el Este y el Norte por el contrario ya ha estallado la llamada Gran Guerra del Norte (una de las varias que merecen dicho nombre), conflicto más desconocido que el de Sucesión pero quizás igual de importante (por ejemplo es el que marcó el ascenso de Rusia el primer plano político y su inmersión futura en la política europea).

En ese contexto confluyeron las trayectorias vitales de tres personajes muy peculiares.

El primero de ellos era Federico Augusto I de Sajonia, más conocido como Augusto II “el Fuerte” (lo se, esto de los nombres y las numeraciones reales siempre es un lío). Augusto no solo era por entonces señor y Elector de Sajonia (con el nombre de Federico Augusto I) sino que además había sido elegido rey de Polonia unos años antes (con el nombre de Augusto II). Augusto era llamado el Fuerte por su fortaleza física, la cual gustaba de emplear no tanto en los campos de batalla sino más bien en la alcoba ya que, entre otras cosas, pasó a la historia por la excepcional cifra (incluso para los estándares de la época) en cuanto al número de bastardos que su carácter mujeriego le llevó a engendrar. Hoy en día se cree que dicha cifra estaría entre los 350 y los 400 hijos bastardos, de los que "solo" reconoció a ocho (por comparación un monarca como el español Felipe IV, tradicionalmente considerado por la historiografía como un mujeriego compulsivo, "apenas" engendró tres o cuatro docenas de hijos ilegítimos). Pero el caso es que Agusto de Sajonia, compulsivo como era en todos los órdenes de la vida, acabó siendo también el mayor fanático de la porcelana de su época y llegó a reunir una colección de casi 50.000 piezas de porcelana. De hecho tuvo que construir un castillo, el llamado "palacio Japonés" (sic) solo para poder alojar dicha colección. 

 

         Por su parte Walther von Tschirnhaus (o Tschirnhausen) era todo un erudito para su época. De cultura alemana, aunque nacido en alguna zona de lo que sería hoy en día el Oeste de Polonia, había viajado por toda Europa, combatido como soldado en Holanda y había conocido personalmente a grandes figuras del pensamiento como Spinoza, Huygens, Newton o Leibniz. Gracias a todo ello poseía amplios conocimientos de matemáticas, filosofía, óptica o medicina, disciplinas en las que era autor de diversos tratados y algunos pequeños descubrimientos e invenciones menores. El problema es que, a diferencia de todos esos ilustres colegas científicos anteriormente mencionados y con los cuales había llegado a tratar, él seguía siendo mayormente un desconocido, fracasado y sin fortuna. Por tanto llegado a los cincuenta años Walther decidió solventar ese problema empleando su saber en algún proyecto que le proporcionase resultados tangibles y a ser posible lucrativos por una vez en su vida. Así las cosas, a comienzos del que luego sería llamado el siglo de las luces, Walther se instaló en Sajonia e inició una serie de experimentos con silicatos encaminados a solventar el problema de la porcelana. Poco después en torno a 1704 ya había hecho notables progresos por lo que juzgó llegada la hora de encontrar un socio poderoso, alguien que le ayudase a financiar los esfuerzos finales que requería su investigación en curso y que tal vez más adelante se ocupase de proteger la producción y dar salida comercial a la misma. En consecuencia entró en contacto con Augusto de Sajonia, ya que, por razones obvias, era de esperar que fuese receptivo a sus demandas.  

Y no se equivocaba, aunque en aquellos años Augusto “el Fuerte” tenía un problema: se había embarcado en una guerra contra la por entonces mayor potencia del Norte de Europa, Suecia, guerra que estaba perdiendo. Por ello necesitaba desesperadamente dinero. Desde luego si Walther podía proporcionar a Augusto una fórmula viable para fabricar porcelana auténtica eso supondría una tremenda fuente de ingresos para el monarca (y a la vez de ahorro, ya que nunca más tendría que pagar para satisfacer su obsesión coleccionista de piezas de porcelana). Dos pájaros de un tiro. 

Johann.

Es aquí donde entra en acción la figura de Johann Friedrich Böttger por entonces un presuntuoso joven de poco más de 20 años que gustaba presentarse como químico y alquimista.

En realidad los “estudios” de Johann se reducían a haber ejercido de ayudante de botica en Berlín. No obstante lo que le faltaba en cuanto a conocimientos lo suplía con audacia. Años atrás todo el que acudía a la botica Zorn en Berlín, donde trabajó de aprendiz, acababa escuchando la historia de cómo Johann había conseguido sintetizar una sustancia capaz de curar todos los males y transformar en oro algunos materiales. De esta forma tan absurda, cuando solo contaba con diecinueve años, su nombre llegó nada menos que a los oídos de Federico I, rey de Prusia, quien se interesó por comprobar la supuesta habilidad como fabricante de oro que Johann afirmaba poseer. Por tanto, de cara a que Johann pudiera concentrarse sin molestias en una tarea tan complicada, Federico lo hizo encerrar en una suerte de régimen de prisión preventiva en palacio. Obviamente poco después, ante el fracaso a la hora de cumplir con las espectativas que había generado en la corte, a Johann no le quedó más remedio que huir de Berlín. Tras eso encontró refugio en Wittenberg, donde creyéndose a salvo y quizás escarmentado inició en serio unos estudios de medicina. No obstante cuando Johann parecía empezar un camino más sensato en su vida fue atropellado por su pasado ya que su presencia no había pasado desapercibida.

   Wittenberg, la ciudad a la que Lutero hizo famosa, estaba en aquel tiempo englobada en los dominios de la casa de Sajonia, a la cabeza de la cual se encontraba por entonces Augusto "el Fuerte", el cual a su vez estaba considerando invertir de alguna forma en el proyecto de Walther y su investigación sobre la porcelana. Así las cosas pronto alguno de los cortesanos de Augusto se enteró de la presencia en sus territorios de un advenedizo alquimista que había escapado hacía poco de Prusia y que supuestamente podía transmutar substancias. Tras eso no pasó mucho tiempo antes de que Johann diera con sus huesos en la cár­cel de Dresde donde recibió la sugerencia de ponerse manos a la obra en lo tocante a fabricar oro. Obviamente Johann fracasó nuevamente a la hora de satisfacer las ansias de oro del monarca de turno. Nada inesperado. Y una vez que su viril majestad comprobó que Johann no podía serle útil de forma directa pensó en una vía indirecta: no tenía dinero con el que financiar a Walther... pero podía proporcionarle algo de personal gratuito.

Walther von Tschirnhaus estaba en esos momentos muy cerca de lograr su sueño de “sintetizar” porcelana. Pero para hacer progresar sus esfuerzos necesitaba, entre otras cosas, todo el personal familiarizado con la química que pudiera encontrar. Hoy en día es posible que el camarero que le sirve un relajante café con leche en su restaurante favorito tenga entre los diversos doctorados de su currículum alguno en química inorgánica (y encima hable varios idiomas, sepa hacer juegos malabares y aplauda con las orejas). Pero obviamente en Europa central a comienzos del s. XVIII no resultaba tan abundante el "capital humano" por lo que Walther sin duda agradeció que Augusto le enviase un tipo con conocimientos de botica y rudimentos de química, ya que al fin y al cabo podía ser aprovechable como una especie de “ayudante de laboratorio”. Así que poco después de que sucediese todo esto que acabo de contar Walther contaba con un nuevo ayudante: el sinvergüenza de Johann. 

El secreto de la porcelana.

Contra toda lógica en un primer momento Johann se mostró bastante reticente a colaborar en una investigación seria por una vez en su vida. Quizás desganado, quizás desmotivado, quizás abrumado por el reto y los conocimientos de su nuevo maestro. Inexplicablemente tres años después, y pese a la falta de esfuerzo y colaboración por parte de Johann, Walther le había tomado cariño y lo había convertido en su discípulo predilecto y segundo al mando.

Llegados aquí ya va siendo el momento de explicar cómo narices se fabricaba la maldita porcelana china. Veamos. La porcelana se obtiene a partir de una pasta muy elaborada compuesta por caolín, feldespato y cuarzo. El proceso de cocción se realiza a lo largo de dos y hasta tres etapas, a temperaturas diferentes y en algunos casos muy elevadas. Los artesanos europeos por entonces no habían logrado dar ni con la combinación precisa de materiales a emplear ni, tampoco, con las temperaturas y el número de cocciones adecuadas para dar solidez a la mezcla.

Para lograr una buena porcela se debía empezar lavando el caolín a utilizar (un tipo de arcilla blanca) para de esa forma quitarle las impurezas, luego ese material se molía y se amasaba hasta formar una base. Al mismo tiempo se repetía dicho proceso con feldespato, reduciéndolo en este caso a polvo a base de molerlo. Con ambos materiales mezclados entre ellos siguiendo una proporción de siete u ocho a uno se moldeaba la futura pieza. Luego se efectuaba una primera cocción que debía durar más o menos unas doce horas con el horno a una temperatura entre 600 y 800 ºC. Cuando se enfriaban las piezas producto de esa primera cocción era cuando se pintaban y esmaltaban. Posteriormente se realizaba una segunda cocción, durante unas 14 o 15 horas a una temperatura de 1.500 ºC, añadiendo cuarzo a la mezcla ya pintada de caolín y feldespato. Incluso a veces se realizaba una tercera cocción de refuerzo en piezas complejas a unos 800-900 grados centígrados.

 Como se ve dar con la receta exacta de procedimientos, temperaturas y mezclas adecuadas, resultaba muy complicado incluso a través de un procedimiento de ensayo y error.

Pero el caso es que después de años de esfuerzos, a principios o mediados de 1708, Walther logró dar con la tecla. Ya llevaba años experimentando con una combinación particular de caolín -procedente de las cercanas minas de Kolditz y Schneeberg- junto con alabastro calcinado y algo de feldespato. La clave fue cuando dio con la idea de realizar una segunda cocción al material resultante, elevando además la temperatura de la misma hasta unos 1.300 o 1.400 grados y haciendo que esta nueva cocción se prolongase durante medio día. Llegado a ese punto su particular fórmula ya se aproximaba mucho al procedimiento que por entonces usaban los artesanos chinos y los resultados también eran muy parecidos. Por todo ello Walther se encontró en esos momentos en condiciones de producir una cerámica translúcida, de color blanco, de extraordinaria dureza y gran resistencia a los cambios de temperatura. Todas esas cualidades la ponían prácticamente a la altura de la mejor porcelana china original y muy por encima en calidad de cualquier torpe imitación que por entonces más o menos se podía elaborar en Europa.

Augusto estaba entusiasmado y prometió a Walther un puesto en su Consejo Privado y una fuerte cantidad de dinero. Pero Walther no quiso que se le pagase nada hasta que la puesta en marcha de la producción de cerámica a gran escala en una factoría construida a tal efecto hubiese sido concluida con éxito, demostrando con ello la viabilidad comercial de su proyecto.

Ozymandias.

Eso fue un error porque poco después de esa entrevista, el 11 de octubre de 1708, Walther murió de forma repentina. Su salud era mala desde hacía tiempo debido a las duras condiciones en que se había desarrollado su trabajo durante sus últimas fases.

       Y voy a hacer un nuevo y último inciso en esta historia. El “espionaje industrial” es algo casi tan viejo como la prostitución. Pero sus contramedidas también. Por ejemplo, a finales del s. XVII -con vistas a disminuir los gastos de la Corte francesa en la adquisición de espejos de Murano- el ministro de Finanzas de Luis XIV organizó una operación para contratar a cuatro artesanos especializados en la fabricación de espejos y sustraerlos del control de los gremios venecianos. Frente a eso el dux de Venecia reaccionó amenazando con asesinar a las familias de los artesanos "traidores" por lo que, a modo de respuesta, los servicios secretos franceses de la época montaron una operación para secuestrar a las familias de los desertores y "extraerlas" de Venecia. Por su parte el gobierno veneciano respondió movilizando a la Santa Inquisición contra esas familias y a la vez desarrollando una operación para envenenar a todos los artesanos "desertores" una vez asentados en Francia, todo lo cual acabó de forma pintoresca desembocando en un duelo a espada entre los embajadores de ambos estados. 

   Vuelvo a Sajonia. A medida que se acercaba al éxito, sobre todo a partir de 1707, las precauciones exigidas para evitar el “espionaje industrial” hicieron que Walther y Johann tuviesen que vivir ocultándose de miradas indiscretas en unas habitaciones que Augusto puso a su disposición en uno de sus palacios en Dresde. Allí trabajaban con las ventanas tapiadas, en completa soledad y aislamiento, casi emparedados en vida, respirando los humos tóxicos de las cocciones los cuales podían causar cegueras y conviviendo con el también malsano polvillo del caolín. El resultado en el caso de Johann fue la caída en el alcoholismo por puro aburrimiento mientras que Walther vio deteriorada su salud hasta el punto de morir poco después, como hemos visto.

En cualquier caso tras la repentina e inconveniente muerte de Walther se sucedieron los hechos sospechosos. Tres días después de su deceso se rumoreó sobre un robo en las habitaciones que ocupaba, pero no se echó nada en falta salvo un cuaderno donde el escrupuloso Walther consignaba cada progreso en sus trabajos. Tiempo después un oscuro funcionario llamado Melchior Steinbrück fue puesto al cargo de los bienes de Walther con la finalidad de realizar el inventario de dichos bienes y administrar su patrimonio. El 20 de marzo de 1709 finalizó su trabajo de inventariado y catalogación de dichos bienes y cerró la investigación sobre el cuaderno de notas desaparecido. Ese mismo día se entrevistó con Johann. Ocho días después Johann hizo saber a Augusto que estaba en condiciones de continuar los trabajos de Walther y encargarse de la producción de porcelana, la cual se hallaba interrumpida desde la muerte de aquel. Al año siguiente Johann se convirtió en el director de la primera gran manufactura capaz de producir porcelana en Europa ubicada en Meissen. Poco después de todo aquello Steinbrück se casó por sorpresa con la hermana de Johann y comenzó así su ascenso en la Corte. En adelante, y como consignaron muchos libros y enciclopedias durante décadas, Johann Friedrich Böttger pasó a ser conocido como el descubridor en Europa de la fórmula de la porcelana mientras la figura de Walther von Tschirnhaus caía en el olvido.

Sin embargo pronto el karma golpearía con fuerza en la vida de Johann. Para empezar, muy poco después, tan pronto como 1712, parte de los secretos de la porcelana china llegaron a Europa. En concreto gracias al jesuita francés Francois Xavier d´Entrecolles quien, como la mayoría de eclesiásticos de su época, actuaba en la práctica como una agente encubierto al servicio de los intereses de los reinos occidentales en otras tierras (de la misma forma que hoy en día realizan una labor parecida al servicio del imperialismo estadounidense muchos servicios de correo por Internet o empresas de telefonía). Tras una estancia en China donde realizó cautelosas pesquisas  (ya he hablado brevemente en otra entrada de cómo durante el siglo anterior se produjo el ascenso de los jesuitas hasta círculos cercanos al poder en China) regresó a Europa y dio a conocer algunos detalles sobre diversas fases del procedimiento seguido por los artesanos chinos especializados a la hora de elaborar la porcelana. De esta forma la "ventaja tecnológica" de que gozaban en la fábrica de Sajonia se vio reducida drásticamente al poco de su nacimiento.

Por otra parte tras su repentino ascenso a director de la manufactura de Meissen nuestro Johann se había lanzado a una vida cada vez más descuidada y desenfrenada. Y, constantemente necesitado de dinero para mantener ese tren de vida, su carácter poco escrupuloso le llevó a cometer el error de acceder a vender a unos misteriosos "representantes comerciales" extranjeros algunos detalles del procedimiento concreto desarrollado por Walther y seguido en la factoría de Meissen. Poco después, para no desentonar con lo que había sido su el resto de su vida, Johann fue "pillado". Cuando Augusto se enteró de su traición no hubo piedad. Johann moriría en una prisión de Dresde solo siete años después, en 1719, debido a las duras condiciones de su encarcelamiento. Tenía por entonces 37 años.

Ese mismo año Samuel Stölzel, un miembro del personal que llevaba años trabajando en la factoría de Meissen, primero para Walther y más adelante bajo las órdenes de Johann, sí tuvo éxito a la hora de venderse a una potencia extranjera. Huyó de Sajonia y puso sus conocimientos a disposición de los austriacos. A salvo en Viena no tuvo problemas en empezar a contar a todo el mundo que había sido Walther von Tschirnhaus el auténtico descubridor de la porcelana. Por entonces nadie le hizo caso pero siglos después los ecos de su testimonio, junto con otros registros de época, son los que han servido para reconstruir esta compleja historia.

En las décadas siguientes nuevas factorías de porcelana se fueron instalando en Venecia y Nápoles, en Holanda o Francia, a medida que los secretos se iban filtrando de un reino a otro y de un maestro a otro hasta que la porcelana dejó de resultar inaccesible, perdió valor y dejó de ser el producto de moda.

No obstante en el fondo nunca ha dejado de ser a su manera un producto relacionado con la alta tecnología. Por ejemplo en la segunda mitad del siglo pasado el escudo térmico de algunos transbordadores espaciales estadounidenses fue elaborado a base de baldosas de cerámica.

       Por otra parte en los últimos años el mercado del arte se está transformando debido a la globalización. El caso de la irrupción de los empresarios chinos en el mismo resulta peculiar porque muchos de ellos son ferozmente nacionalistas y no renuncian a sus gustos culturales específicos para pasar a adoptar los gustos occidentales como históricamente habían hecho sin problemas las élites hindúes, musulmanas, latinoamericanas o africanas. En otras palabras, a los millonarios chinos les gusta invertir su dinero en arte chino en vez de comprarse un Manet o Picasso como supuestamente dictaba la costumbre hasta ahora.

      Pues bien, a consecuencia de esas peculiaridades en los últimos años los precios de las mejores piezas de porcelana de los siglos XVII y XVIII se han disparado. Por supuesto muy especialmente los precios de las producidas en China durante las dinastías Ming o Qing, pero es muy posible que el precio de la mejor porcelana europea de la época pronto experimente un revival y la mejor y más antigua es la que se elaboró en Sajonia. Sin duda Walther estará sonriendo en su tumba.  

7 comentarios:

  1. Pues muy interesante esta historia

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  2. Pues muchas gracias por la narrativa de este tipo de historias tan interesantes. Gracias de nuevo por el esfuerzo :)

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  3. Vaya entrada mastodóntica, igual que debió ser mastodóntica la labor de documentación. Gracias por tu esfuerzo.

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  4. Magnífica historia, muy entretenida, muy bien narrada, me ha encantado. Así da gusto.

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  5. muy interesante, muchas gracias

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  6. Está fenomenal, disfruté mucho la lectura. Muchas gracias por tu contribución John.

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