lunes, 7 de julio de 2014

Gangs of Rome


Y se adentraron en Roma, la ciudad vorágine, la ciudad pozo, la ciudad ciénaga. Calles estrechas, tortuosas, sinuosas, carros con ruedas rotas, cadáveres de perros con las entrañas esparcidas por el suelo, edificios expuestos a la lluvia, humo de cocinas, olor de comida derramada sobre túnicas mugrientas, sudor del ajo y del vino, cortejos fúnebres que hielan la sangre, rostros beodos con hipo, prostitutas que venden sus afeites, proxenetas que ocultan sus deseos, mendigos que esconden su odio. Roma traga. Roma regurgita. ¡Roma no conserva nunca nada¡. 

Murena, nº 5, “La diosa negra”.



Hoy vamos a viajar al mundo romano. Pero no a ese lleno de elegancia y suntuosidad que pretendieron recrear desde la admiración diversos pintores decimonónicos y más adelante múltiples producciones cinematográficas; en lugar de eso vamos a sumergirnos en algunos de los aspectos más oscuros de sus estructuras de poder. Para ello voy a intentar dar luz a un hecho poco conocido de la biografía de Julio César cuando aún era un político de segunda fila buscando un lugar en el primer plano público. Usaremos esa cuestión aparentemente anecdótica para intentar entender un poco mejor la lógica profunda de aquel mundo tan (aparentemente) alejado del nuestro.  


Estúpida y sensual Roma.

Pero previamente a todo eso, como siempre en este blog, tenemos que visualizar otras muchas cosas. Cosas complejas porque la realidad es así, complicada, y no siempre se presta de forma conveniente a un resumen de media docena de párrafos.  

Por ejemplo, he mencionado en las últimas entradas que en general la Roma de los césares fue un ecosistema bastante más controvertido y siniestro del que a veces imaginamos. Realmente la Roma hermosa, marmórea, llena de grandes conjuntos arquitectónicos y edificios públicos que aún hoy guardamos en la memoria nació a partir de la segunda mitad del s. I a.n.e. cuando la ciudad ya tenía unos cuantos siglos de existencia. Por tanto la Roma monumental fue una creación del naciente poder imperial, siendo Augusto el primer verdadero transformador de la ciudad hacia su configuración como una urbe supuestamente acogedora y epatante.  

Con anterioridad, incluso en los tiempos finales de la República -durante los que Roma ya se había convertido de facto en la cabeza de un Imperio-, la ciudad de las siete colinas era un villorrio feo, sucio e inhóspito, carente de grandes monumentos para el recuerdo, con muchos edificios públicos o de ocio construidos aún en madera y que, en general, suscitaba asombro entre las élites de los pueblos sometidos cuando la visitaban. Pero ese asombro no era debido a la belleza y esplendor de Roma sino que se producía al comprobar que la capital de la gran potencia militar del mundo mediterráneo en aquel entonces no pasaba de ser un lugar feo y maloliente que apenas podía compararse con la decadente Atenas y salía mal parada si la comparación se hacía con otras ciudades de la zona de influencia romana en Oriente, caso de Pérgamo, Alejandría o Éfeso. De hecho, si damos veracidad a las descripciones de los contemporáneos, la misma Cartago había sido en su momento muchísimo más rica y hermosa que la propia Roma pese a ser vencida por esta última.  

Los romanos eran un pueblo de guerreros e ingenieros no uno de filósofos y artistas y eso se reflejó en un primer momento en sus ciudades, entornos funcionales que no suscitaban el poso de magnetismo y magnificencia que los palacios babilónicos, los templos egipcios, los santuarios griegos, o las grandes ciudades persas sí evocaban.   

Quizás fue César el primero en comprender las implicaciones problemáticas de ese hecho pero, dado que resultó asesinado antes de poder llevar a buen término su programa de reformas políticas y urbanísticas para la ciudad, al final fue Augusto, su heredero espiritual, el primero en desarrollar el concepto de Roma, en sí misma, como una entidad publicitaria del poder romano, de la misma forma que a menor escala pasaron a serlo muchas otras ciudades ubicadas en provincias recientemente romanizadas. En base a ello Augusto inició un programa de propaganda y prestigio a través del mecenazgo cultural. Producto de esa iniciativa surgió por ejemplo la Eneida mientras en el plano arquitectónico Augusto se convirtió en un decidido impulsor de la implicación del Estado en las construcciones públicas grandilocuentes y de prestigio. Un aspecto ese que hasta entonces el mundo romano dejaba frecuentemente en manos de la errática “iniciativa privada”, el famoso “evergetismo” romano, consistente en que fuesen hombres ricos o de familias respetadas los que por impulsos espontáneos –y deseo de adquirir notoriedad- sufragasen las construcciones monumentales a cambio de asociar su nombre a ellas (algo parecido a lo que se hace hoy en día en el mundo universitario anglosajón donde es frecuente que ex alumnos ricos o empresarios de éxito donen los fondos para la construcción de bibliotecas o grandes comedores en los campus a cambio de reconocimiento público y de asociar el nombre de su familia al edificio).  

Así pues fue básicamente a partir de los primeros años de la época imperial, ya a través de la implicación de los sucesivos emperadores, cuando el mundo romano y sobre todo su capital se llenaron de los grandes foros, termas, circos o anfiteatros con los que asociamos el mundo clásico hoy en día. Desde entonces quedó grabada en la mente de sus gobernantes la idea de que la ciudad de Roma no solo debía ser poderosa como cabeza de una estructura política sino que también tenía que resultar hermosa para servir así como cartel anunciador de la superioridad de la cultura romana. Pero antes de todo eso Roma era otra cosa y la historia de hoy, en primer lugar, quiere poner sobre el tapete ese hecho.   

Por tanto para mejor imaginar el escenario de la historia que luego destacaré ofrezco dos referencias. Por un lado una más conceptual la propociona Gangs of New York película donde Scorsese nos recuerda que antes de convertirse en una de las ciudades icono del planeta Nueva York fue un lugar sucio, corrompido y violento, casi postapocalíptico, donde primitivos grupos mafiosos pugnaban por el control de las calles. El caso es que la Roma antigua, la ciudad de los césares, también.  

La segunda referencia es más visual y consiste en la serie Rome de la HBO. Dicha serie es importante porque expuso ante audiencias globales masivas un mundo romano disoluto y corrupto (algo que ya había aparecido en el viejo "cine de romanos", pero solo de cara a contraponer la depravación pagana con la supuesta moralidad de los primeros cristianos). Además también nos mostró un mundo romano supersticioso, sucio, bullicioso, lascivo, inmoral, con calles llenas de graffitis de mal gusto en las paredes, donde la vulgaridad y pobreza de esas vías contrastaba con la suntuosidad del interior de los palacios en los que residía el poder o con las mansiones de las grandes familias que pugnaban por hacerse con el control del mismo. Y, sobre todo, dicha serie habló sin medias tintas de un mundo clásico muy violento en el día a día. 

Esos aspectos de la ambientación –no obstante, secundarios a una trama general un tanto folletinesca y fantasiosa- destacaron poderosamente en su momento y con el tiempo han servido en cierta forma para marcar un cambio de tendencia en cuanto a la representación mediática del mundo romano que luego otras series como Spartacus han seguido. Digamos que dicha serie funcionó como hito mediático para cambiar definitivamente el paradigma mental sobre el mundo romano entre el público. 

El oficio más viejo.  

Vamos con otra cuestión que quiero plantear. En este caso algo de cajón pero que a veces tendemos a olvidar: el crimen más o menos organizado como tal existe prácticamente desde los orígenes de la civilización.  

Solo tras la creación de sistemas policiales modernos y la expansión de medios de comunicación de masas a partir del s. XVIII -o más bien de principios del XIX- tenemos cumplidas noticias de la existencia de grandes criminales y otras realidades delictivas. Antes de eso las referencias a ese respecto eran escasas en las fuentes documentales. Pero ese vacío, como podemos comprender, no se debe a que no existiesen grandes bandas de maleantes o asesinos en serie antes de la época moderna o contemporánea, sino que ese silencio se debe más bien a lo contrario. Simplemente, ante la inexistencia de fuerzas de orden público de ningún tipo durante la mayor parte de la historia, hasta épocas relativamente recientes el crimen y los posteriores ajustes de cuentas al margen de la ley eran una realidad tan común y cotidiana que no merecía ser destacada en las crónicas oficiales, las cuales se reservaban para sucesos importantes, inusuales, o en todo caso menos deprimentes. En otras palabras, si queremos hacernos una idea de lo que significaba vivir en una gran urbe del mundo clásico, medieval o incluso moderno, tanto para pobres como para ricos (aunque para los primeros, como siempre, era un poco peor), tenemos que pensar en las tasas de criminalidad o los índices de asesinatos de los suburbios de Medellín en los años 80, las ciudades mexicanas de la frontera con EE.UU., las favelas brasileñas o diversas ciudades africanas en guerra hoy en día, eso como el pan nuestro de cada día, lo habitual, lo normal. Por no hablar del componente de aventura que significaba un gran viaje por determinadas regiones mal comunicadas o el añadido de caos que implicaban las guerras y revueltas. Por tanto hasta tiempos muy recientes casi la única protección de los individuos contra la violencia generalizada en el día a día eran la ayuda del resto de la familia (cuanto más numerosa mejor), la venganza de sangre institucionalizada, la destreza en las armas de cada cual y la solidaridad del resto de la comunidad local.  

Por supuesto en momentos de auge del poder de los gobernantes, de particular riqueza, refinamiento y eficiencia del reino o imperio de turno, se realizaban intentos de un mayor control y de lograr un conato de vida pública civilizada. Eso producía pequeños avances en forma de campañas contra el bandidaje en determinadas zonas, o la creación de instituciones como la Santa Hermandad en época de los Reyes Católicos y realizaciones como el Código de Hammurabi o el Derecho Romano. Pero no debemos dejarnos engañar por esa apariencia de orden. Incluso en el momento de auge de la pax romana la vida civil estaba frecuentemente sujeta a la ley del más fuerte en las zonas rurales marginales o los suburbios de las grandes ciudades y en esas zonas grises -que para nosotros en el presente se muestran oscuras ante la falta de fuentes- sólo el clientelismo permitía la supervivencia de los más débiles. En el caso de las frecuentes violaciones, fraudes, estafas, robos y asesinatos, los jueces de la precaria administración local de turno se dedicaban únicamente a dirigir el proceso penal consiguiente, pero antes de eso, en la mayoría de los casos, la búsqueda y detención del culpable prácticamente corría por cuenta de la víctima. Tampoco existía un poder público suficientemente presente y fuerte en el día a día que pudiera poner un límite a una venganza personal. Además las amplias diferencias sociales situaban casi al margen de la ley a determinadas clases sociales, sobre todo cuando cometían delitos sobre individuos pertenecientes a los grupos sociales más bajos.  

Esa es la realidad en la que vivió la mayoría de la población del planeta hasta bien entrado el s. XIX, incluso en el seno de las civilizaciones más pujantes y ordenadas. Por tanto aunque la mayoría de crónicas y de libros de historia solo hablen de reyes, batallas, economía o arte, otra idea que quiero dejar clara es que durante la mayor parte de la historia humana el dolor y la violencia eran algo tan presente en la vida cotidiana como puedan serlo el ocio o las vacaciones para nosotros (y de hecho aún hoy las primeras son realidades muy comunes en las zonas del planeta donde los Estados ricos y eficientes aún no han logrado afianzarse, como por ejemplo en gran parte de África).  

Los Collegia. 

Dicho todo esto centrémonos en la Roma de la época final de la República. A lo largo de los últimos años diversos historiadores han puesto más o menos en entredicho la naturaleza y el papel en el seno del mundo romano de unas misteriosas agrupaciones que aparecen citadas en diversos textos bajo el nombre de collegium (en plural collegia).  

Parece que en el mundo romano, esencialmente en las grandes urbes de occidente y principalmente en Roma, existían ciertos tipos de asociacionismo. Ya desde comienzos de la República empezaron a surgir agrupaciones creadas por los romanos más humildes y muchas de las mismas derivaron en la formación de lo que más adelante se conocería con ese nombre colectivo de collegia. Se supone que el origen de los primeros collegia estuvo en algún tipo de pacto entre artesanos urbanos con un mismo oficio, o bien vecinos de una misma zona residencial, para crear algo parecido a cofradías religiosas donde sus miembros compartían los gastos de un eventual entierro a la manera de algunas “mutualidades” obreras de socorro y apoyo mutuo de comienzos del s. XIX previas a la aparición de los sindicatos como tales.  

Sin embargo en el caso romano la misión que acabaron desarrollando ese tipo de asociaciones no está nada claras, desde luego no derivaron en nada parecido a “sindicatos”. Más bien los misteriosos collegia desempeñarían diversas combinaciones de las funciones que en épocas posteriores han desarrollado gremios de artesanos, comunidades de vecinos, clubes de ocio y cofradías religiosas. Todo mezclado de formas diversas según la época y el collegium en cuestión. 

En otras palabras al analizar la naturaleza de los collegia parece que estamos ante unas agrupaciones populares con funciones diversas que no están claras ni bien definidas y que podían abarcar desde el ocio y la sociabilidad al culto religioso pasando por la solidaridad profesional informal. Lo único evidente es que en medio de un mundo caótico y violento suponían una forma de apoyarse y agruparse a la que recurrían en ocasiones ciertos miembros de las clases humildes. 

No obstante parece que, con el tiempo, algunos de esos collegia ubicados en los barrios más pobres o conflictivos, quizás en torno al Aventino o el monte Testaccio, pasaron a dedicarse a otro tipo de actividades más o menos ilícitas. En concreto empezaron a vender el voto de sus asociados al mejor postor o incluso ofrecían el servicio de algunos de sus miembros como una especie de guardaespaldas de personajes importantes de cuya protección se encargaban durante sus eventuales desplazamientos por el barrio donde el collegium de turno se hallaba implantado. En otras palabras, dichas asociaciones tomaron un cariz delictivo y violento que recuerda al papel representado por los grupos mafiosos de las favelas brasileñas, o los barrios deprimidos llenos de yonquis de algunas ciudades dormitorio en el entorno de Nápoles y similares. Solo que esos collegia romanos no se centraban preferentemente en las actividades ilícitas evidentes, como el juego o la prostitución, sino que parecen indisociablemente unidos a las cloacas de la vida política en la ciudad de Roma y a actividades como dar palizas e intimidar a candidatos electorales en sus zonas de influencia o amañar los resultados de diversos tipos de votaciones.  

Lo más interesante es que en el mundo romano el trabajo a ras de suelo de ese tipo de parásitos solo se entiende en relación con un sistema caciquil que operaba a mayor escala. Para entenderlo pensemos en el caso de la Italia actual donde en determinadas zonas deprimidas  -sobre todo del Sur del país- se especula, no sin indicios, que la vida política municipal o parte de los votos para las elecciones generales están sujetos a manipulaciones por parte de diversos clanes mafiosos locales. Pero esos grupos se dedican a facilitar esos pequeños fraudes no solo por iniciativa propia o como un fin en sí mismo sino también como la parte más visible de todo un sistema corrompido de intercambio de favores que llega a las más altas cotas del Estado italiano, incluso hasta los mismos dirigentes de la República, y del que, llegados a la cúspide, se beneficiaron o aún se benefician políticos como Giulio Andreotti o Silvio Berlusconi.   

En esa misma línea el funcionamiento y posterior declive interno de la República romana triunfante y expansiva en lo militar no se explica solo analizando la fachada visible proporcionada por la burocracia del Estado, o las sucesivas guerras de conquista que ocupan las crónicas oficiales. Para comprender la realidad profunda hay que analizar cómo bajo la brillante fachada del aparato del Estado, su ejército, la diplomacia o la judicatura, operaban diversas familias de notables que a su vez solo suponían la cúspide visible de amplias redes clientelares las cuales extendían sus raíces hasta las profundidades más corrompidas de la pirámide social.  

El “sistema” y sus matices.  

Lo que viene ahora es un poco complejo, si acaso puede usted saltar directamente al siguiente punto, pero en todo caso juzgo que es interesante detenerse un buen rato en analizar algunos aspectos de la estructura política romana para mejor comprender lo que seguiré contando después.

    Bien, veamos. Si alguien nos pregunta por los orígenes ancestrales de los sistemas democráticos de la actualidad solemos pensar en la Atenas de Pericles. Sin embargo, si bien el concepto de democracia como tal surge de allí, existen abundantes  indicios para pensar que las democracias contemporáneas tienen bastantes más puntos en común con el sistema de comicios existente durante la República romana que con la democracia asamblearia de tipo ateniense.  

Para entenderlo hay que pensar en el contexto socioeconómico en que se implantó el concepto de votaciones políticas públicas en ambas realidades.  

En el caso griego la época álgida de las segundas colonizaciones (entre el s. VIII y el V a.n.e.) no solo marcó un hito en la expansión de la cultura griega hacia el exterior sino también un punto de inflexión en la evolución de los sistemas políticos dentro del propio mundo griego. Todo comenzó por una transformación económica. Durante esos siglos de presión demográfica y emigración, aunque la agricultura siguió siendo la base económica, se produjo una inevitable, por necesaria, expansión de la artesanía y el comercio marítimo. De la mano de lo anterior el mundo griego entró plenamente en una economía monetaria y crecieron los intercambios entre los enclaves griegos esparcidos por todo el Mediterráneo.  

A raíz de todo esto en algunas de esas polis pronto surgieron nuevos grupos sociales, sobre todo artesanos y comerciantes enriquecidos, que ya no veían necesariamente con buenos ojos el tradicional monopolio del poder político llevado a cabo por la aristocracia terrateniente en toda sociedad eminentemente agrícola (como había sido la griega en el pasado aunque vemos que comenzaba a dejar de serlo en exclusiva en esos momentos).  

Además, a las reivindicaciones que comenzaron a realizar esos grupos sociales -en el sentido de una mayor participación en la toma de decisiones políticas- pronto se unieron las voces de los pequeños campesinos (el “proletariado” de la época) interesados en medidas como la supresión de la esclavitud por deudas o la reforma agraria.  

Al final, como resultado de todos esos cambios, se produjo un progresivo aumento de la presencia política del grueso de los ciudadanos a la vez que la aristocracia veía roto su monopolio en el ejército y el control del Estado. Esto era algo inusitado hasta el momento en las civilizaciones urbanas surgidas del Neolítico, las cuales habían tendido invariablemente hacia la concentración del poder en pocas manos a través de monarquías controladas por una reducida nobleza guerrera. En  cambio en parte de Grecia la evolución en aquel momento, como vemos, era de signo contrario y eso llevó a los primeros experimentos políticos más o menos democráticos dentro de sociedades complejas, con la Atenas de finales del s. V como culmen de los mismos.   

En general el sistema ateniense destacaba en primer lugar por ser una democracia directa de tipo asambleario e implantada dentro de un “estado” cuyas fronteras eran relativamente reducidas y abarcables. Los ciudadanos atenienses delegaban muy poco y en cambio votaban casi todo. Es decir la democracia ateniense no se basaba tanto en elegir representantes que tomasen las decisiones como en votar en asambleas qué decisiones tomar. Por otro lado sorprende que la mayor parte de los cargos y funcionarios, sobre todo los integrantes de los tribunales de justicia, no eran cargos puramente electos sino que en bastantes ocasiones se elegían por sorteo entre voluntarios.  

Por su parte en Roma durante la República se desarrollaron formas representativas de gobierno menos directas, más basadas en la delegación que bajo el modelo griego. Además, si en el caso griego la democracia fue la consecuencia de un proceso socioeconómico que conllevó una relativa reducción de las diferencias sociales, en el caso romano los tintes que adoptó su "democracia" solo se explican a la luz de un proceso de signo prácticamente opuesto.  

Todo se desencadenó debido a las consecuencias del excesivo militarismo romano. Para empezar las “clases medias” de la época -que eran los pequeños agricultores propietarios de tierras- fueron la carne de cañón que murió por cientos de miles durante las Guerras púnicas y otros conflictos menores del período. Posteriormente las grandes conquistas que pagaron con su sangre solo contribuyeron a empeorar su situación, ya que los mejores terrenos de las nuevas tierras incautadas tras la victoria no se distribuyeron de forma equitativa sino que en su mayoría pasaron a formar parte de inmensos latifundios controlados por los grupos patricios. Con el tiempo desde esas nuevas provincias comenzó a llegar a los mercados italianos un trigo barato, producido en esos grandes latifundios atendidos por miríadas de esclavos. Los nuevos precios resultantes eran algo con lo que no podían competir los pequeños agricultores del centro de la Península italiana. Paradójicamente por tanto esos bravos y duros ciudadanos combatientes habían colaborado decisivamente para crear las condiciones de su ruina. Así pues, pronto, la "economía de escala" y la “mecanización” a base de docenas de costosos esclavos aplicadas en las nuevas tierras sometidas acabaron de arrasar con las clases medias romanas del centro de Italia mientras los patricios poseedores de grandes lotes de tierra se enriquecían cada vez más. El resultado final de todo eso fue la polarización de la sociedad y la emigración hacia Roma de miles de esos agricultores italianos arruinados que acabaron por engrosar el llamado proletariado urbano, el cual constituía el grueso de los votantes en el seno de la restringida democracia de la República.

Pero claro, como se ha explicado, esa era una democracia implantada sobre profundas desigualdades sociales, mucho más serias que en el caso griego. Desigualdades que terminaron inevitablemente condicionando el funcionamiento de la estructura política. Así acabó por configurarse un sistema de comicios ciudadanos en el que ni los cargos se sorteaban, ni todos los ciudadanos por igual tenían posibilidades de ostentar cargos, ni las decisiones se tomaban en asamblea a modo de referéndum directo sino que los ciudadanos únicamente votaban a sus representantes, que eran los que luego tomaban las decisiones. Pongamos ejemplos.   

En muchos comicios no importaba tanto el voto individual sino que los ciudadanos se agrupaban en centurias y cada centuria emitía un voto conjunto en función de lo que decidían la mayoría de sus miembros (un poco en la línea de las elecciones presidenciales estadounidenses en la actualidad). A grandes rasgos, aunque el número fue variando, el censo agrupaba a los ciudadanos en unas 190 centurias. Ahora bien, las centurias no contaban con igual número de miembros. La población con derecho a voto se dividía en cinco clases sociales según su riqueza, ingresos y posesiones. A cada clase se le asignaba un número de centurias variable pero no proporcional a su tamaño demográfico. Por tanto las propias centurias tenían un volumen variable de miembros en función de lo anterior. De esta forma, por poner un ejemplo, si a la clase de ciudadanos más ricos se le asignaban 20 centurias y esos ciudadanos eran por así suponer 10.000 personas, cada 500 ciudadanos ricos decidirían un voto por mayoría. Mientras que si a la clase más baja tenía asignadas 40 centurias y sus integrantes eran 800.000 personas, podemos empezar a entender los términos del problema.  

Vemos así como, en términos prácticos, los votos de todos los individuos no siempre valían igual (como ocurre en los sistemas de circunscripciones electorales en el presente). Además a la hora de aprobar leyes la mayoría absoluta en las asambleas siempre se alcanzaba con algo menos de 100 centurias que votasen lo mismo. Dado que estaban sobreprimadas en su representación normalmente si las dos clases sociales con más ingresos votaban lo mismo podían bastarse para alcanzar la mayoría si en todas sus centurias -aunque hubiese alguna voz discordante- se votaba masivamente en un mismo sentido. Además los votos de las centurias se iban emitiendo  generalmente por orden, es decir empezaban por los de las centurias de las clases altas y se dejaba de votar en cuanto se obtenía la mayoría absoluta. De esta forma en muchas ocasiones alguna de las clases inferiores, pese a representar en la práctica a más personas que aquellas que ya habían votado, en muchas ocasiones no tenía siquiera la ocasión de llegar a votar porque los votos que se les asignaban no eran significativos.   

Al final las asambleas populares eran bastante controlables para las clases más pudientes por medio de estos mecanismos democráticos (que no dejan de recordarme otros procedimientos actuales, como lo de votar en referendum algunas medidas hasta que se aprueban para luego ya no volver a votar sobre ellas nunca más, o lo de considerar intocables determinados conjuntos de normas pero luego reformar en cuestión de días aquello que sí interesa; es decir todo ese tipo de mecanismos encargados de asegurar que el pueblo vote lo que tiene que votar). Aunque de vez en cuando en épocas de crisis y de cara a arrancar algunos cambios legislativos puntuales se producían a veces sinecismos de la plebe y también guerras sociales.   

Queda por comentar el caso de las magistraturas romanas. Para acceder a muchas de ellas era imprescindible haber desempeñado otras magistraturas más básicas antes –según el llamado cursus honorum- y esas magistraturas más básicas se renovaban a su vez por elección directa pero a través de auténticas campañas electorales, muy caras. De esa forma, un poco como en el presente, no todos los electores, o sea los votantes, eran en la práctica elegibles (es decir podían aspirar de forma realista -sino teóricamente sí en la práctica- a poder presentarse a un cargo) pues no contaban con el apoyo económico y social que eso requería ya que, por ejemplo, una campaña electoral para una magistratura importante en Roma podía suponer un coste en sestercios equivalente a unos dos millones de euros actuales. Además en los comicios para estos cargos se votaba por tribus (otro equivalente a nuestras circunscripciones electorales modernas), en general había 4 tribus urbanas, donde se integraban las inmensas masas populares de la ciudad de Roma, y docenas de tribus “rústicas”, rurales, integradas por mucha menos gente y más controlables por el típico “cacique” local que poseía alguna suntuosa villa en las inmediaciones y clientelas locales (algo parecido a lo que ocurría con los “burgos podridos” ingleses o determinadas circunscripciones electorales rurales y corruptas de época moderna y contemporánea).  

Así las cosas, en la práctica, solo las familias más ricas podían aspirar a colocar a un miembro en una magistratura de gobierno y solo el desempeño de una magistratura en el pasado abría las puertas del Senado. A su vez eran los senadores y magistrados los que proponían en muchas ocasiones las leyes y medidas que las asambleas populares votaban. El círculo se cerraba.  

En resumen. Durante la época de la República lo que antes era una ciudad se convirtió en un Imperio y en el tránsito entre ambas realidades la desigualdad económica en el seno de la sociedad romana aumentó tanto que, como siempre hace, se tradujo en términos políticos. Consiguientemente durante la República llegó un momento en que el Estado romano se convirtió en patrimonio exclusivo y campo de juego para las grandes familias patricias, un poco al modo en que la “democracia” rusa de tiempos recientes se vio reducida a escenario de la pugna entre diversos grupos de oligarcas de cara a controlar el aparato del Estado y los pingües beneficios que eso supone. Pues bien, ese fue más o menos el escenario de la política de masas en Roma.   

En el caso romano para llegar a alcanzar la cúspide política lo fundamental no era tanto la riqueza como el “nombre”, el prestigio del linaje, la acumulación en el árbol familiar de antepasados ilustres que habían ostentado cargos públicos o logrado grandes victorias militares en el pasado.  

Aunque sobre el papel la República se guiaba por una suerte de sistema democrático, en la práctica, como se ha mencionado, los candidatos viables para ostentar los cargos de decisión se reducían a unos pocos integrantes de las grandes estirpes patricias. Consiguientemente era a través de dichas familias como el resto de grupos sociales con intereses políticos se relacionaban con el propio Estado.

    Esos miembros de órdenes sociales inferiores se ponían en contacto con los principales patricios para beneficiarse de su protección o para encargarles que representasen sus intereses en el Senado (al que en la práctica no podían soñar con acceder, ni hacer llegar ellos mismos sus demandas, por sus orígenes “plebeyos”). De esa forma los miembros ilustres de determinados clanes con un pedigree adecuado, obtenían el dinero o el apoyo popular que necesitaban a través de comerciantes ricos con un pasado indecoroso, terratenientes de provincias lejanas o que habían obtenido la ciudadanía romana recientemente, prestamistas, contratistas militares, etc. Éstos últimos eran -como si en cierta forma formasen parte de modernos lobbys- los que proporcionaban a los cabezas de las familias patricias, ya ricas de por sí, gran parte del dinero que necesitaban para sus gastos suntuarios. Que era mucho, en la medida en que resultaba necesario gastar en festejos o en subvencionar construcciones públicas para mantener la popularidad pública ante las masas que votaban.  

A cambio, esos grupos de "inversores" luego esperaban beneficiarse logrando que el patricio a quien apoyaban influyese en el Senado para que se aprobaran ciertas políticas en las que tenían intereses comprometidos (por ejemplo logrando que por fin se acordase enviar navíos a limpiar de piratas la zona atravesada por una determinada ruta comercial estratégica para sus negocios). Asimismo, en caso de que el noble romano al que en cierta forma patrocinaban obtuviese un mando militar o el gobierno de una provincia, esperaban ser entonces ellos los elegidos para llevar a cabo la correspondiente recaudación de impuestos en la zona, para suministrar grano a las tropas, o para realizar una gran obra pública a cargo de las arcas del erario público.    

A menor escala esos grandes romanos que aglutinaban en torno a ellos todos esos apoyos y alianzas también poseían múltiples partidarios entre las clases más bajas consistentes en antiguos esclavos manumitidos, domésticos, o viejos soldados que habían servido a sus órdenes y dependían de ellos para obtener tierras algún día o habían recibido de ellos un préstamo para abrir una taberna. Toda esa gente no veía el favor originario que los vinculaba con tal o cual familia como algo puntual sino que acababan formando una amplia red de partidarios que veían en el cabeza de una determinada familia patricia la única persona poderosa con la que podían contar en un hipotético futuro para recibir protección, dinero o trabajo, así como alguien a quien recurrir en las altas esferas en caso de necesitar agilizar un trámite administrativo o reclamar justicia por un abuso cometido contra su propia familia.  

En otras palabras el Estado romano republicano era un tablero de juego donde determinadas grandes familias pugnaban por obtener el control total. Cada una de ellas tenía como gran elemento a su favor su historia familiar y su nombre, y aupadas sobre esos elementos ejercían como puntas de lanza de amplias redes clientelares. Cuanto mayor fuesen esas redes más dinero y apoyo electoral lograba cada una en su lucha por obtener cargos políticos y militares. Y cuantos más acumulaban en su biografía familiar más grande se hacía el nombre de la familia y más apoyos futuros suscitaba extendiendo su red clientelar a medida que crecía la confianza pública en que dicha familia tenía la capacidad de retribuir los apoyos que se le prestaban a través de su privilegiado acceso al corazón del Estado.  

Por otro lado, como ya se ha dicho, la ciudad de Roma se nutrió para su desmesurado crecimiento del anteriormente mencionado proletariado urbano romano (resultado de la cada vez más creciente desigualdad social que el “éxito” de Roma proporcionó a sus propios ciudadanos, en la medida en que no todos los grupos sociales se beneficiaron por igual de las conquistas). Allí esa masa de desarrapados, que como único bien poseía su ciudadanía romana, con el tiempo se dedicó a vivir básicamente de subsidios y a tener hijos ("proletario" deriva de proles, “hijos”), mientras comprometían o directamente vendían su voto a determinadas familias de la minoría rica. Es en ese contexto de base donde encajaban tal vez algunos collegia que acabaron jugueteando con el “lado oscuro”. Ellos eran los que colaboraban a realizar el trabajo sucio de recolección de votos en muchas campañas políticas de los hijos de las buenas familias patricias cuando buscaban obtener alguna magistratura.  

Ese es el decorado de fondo de la plenitud de la “democracia” republicana romana y su posterior colapso víctima de sus propias contradicciones. Dicho colapso se produjo en medio de una serie de guerras que llamamos “civiles” cuando en realidad fueron meras guerras entre clanes familiares patricios parecidas a las que vemos en "Juego de Tronos". Guerras en las cuales el pueblo llano se limitó a proporcionar el combustible humano necesario para hacer fluir la trama y dirimir las disputas entre cada una de las grandes familias y personalidades enfrentadas en su intento de conquistar el poder total.  

En cierta forma asistimos ahí al precedente más antiguo de lo que siglos después representó el feudalismo medieval, el cual podría decirse que ya se estaba incubando, de una forma muy embrionaria, en el seno del Estado romano. Con el tiempo esas grandes redes clientelares de la época de la República mutaron durante el Bajo Imperio en otro tipo de vínculos personales entre grandes terratenientes y clases bajas (el famoso colonato romano o la institución del patrocinium). Tras la caída del Imperio todas estas relaciones de interés, apoyo mutuo, protección y sumisión clientelar entre personas se sumaron con la visión tribal, aún más centrada en los vínculos de sangre, propia de los pueblos germanos que invadieron el mundo romano. La resultante de mezclar ambas formas de obtener clientelas fue lo que desembocó en el feudalismo propiamente dicho, el cual no deja de ser una particular forma de estructurar redes clientelares, solo que ligadas no ya al control de un Estado burocratizado que ha dejado de existir, sino al control y transmisión de la tierra a través de vínculos familiares y simbólicos. Vínculos de esa manera más sólidos que en el viejo mundo romano, pero imbricados en la misma lógica "mafiosa" de acumular lealtades personales para, sobre ellas, luego obtener poder político e ingresos económicos.     

El misterio de Bona Dea. 

Si usted ha conseguido leer hasta aquí es prueba de que posee paciencia, intelecto y, llegado a este punto, diría que también un conocimiento bastante profundo de los entresijos y el funcionamiento del sistema político de la República romana en las vísperas de su derrumbe. Podemos así pasar a fijarnos en el que hombre que lo desencadenaría y la extraña historia sobre la que hoy he construido esta entrada.  

Julio César fue un seductor impenitente. A lo largo de su vida es difícil llevar la cuenta de todas sus amantes oficiales, no digamos ya de las extraoficiales. Pero César no solo usó de forma implacable a múltiples féminas –suponemos que fascinadas por su personalidad- para obtener sexo y/o amor, sino que también tuvo una complicada vida matrimonial. A través de sucesivos enlaces con diversas mujeres muy bien escogidas obtuvo una y otra vez dinero en forma de dotes y, sobre todo, alianzas y conexiones políticas.  

Debido a ello no está muy claro cuantas esposas en concreto tuvo Julio César, si tres o bien cuatro. El problema parte de que cuando era muy joven estuvo prometido con Cossutia, una muchacha de una familia rica pero de rango, digamos, menor. Eso lo sabemos a ciencia cierta, lo que no sabemos claramente es si llegó a casarse con ella o solo rompió el compromiso cuando apareció una oportunidad mejor. En todo caso lo que es seguro es que César pasado un año de formalizado algún tipo de pacto nupcial con la familia de Cossutia la dejó a un lado para casarse (¿otra vez?) con una muchacha que le proporcionaba menos dinero pero mejores conexiones políticas, Cornelia Cinna, la hija de un poderoso líder del bando popular.  

Con posterioridad a esas dos llegó el turno de Pompeya, hija de Quinto Pompeyo Rufo, y –sobre todo- nieta de Sila, el todopoderoso dictador enemigo de su anterior cuñado y con el que había tenido fuertes roces en el pasado.  

Ese matrimonio, nuevamente, era una mera transacción política para volver a estar en paz con el grupo político más conservador del Senado. César nunca tuvo reparo alguno en abandonar durante años a sus amadas esposas en el transcurso de sus campañas militares, ni en "ponerles los cuernos" públicamente con todo tipo de amantes las más conocidas de las cuales fueron las mujeres de Pompeyo y de Craso, Servilia la esposa del cónsul Silano y, finalmente, Cleopatra (aunque hubo otras muchas como se ha dicho). Si eso fue así con Cornelia y con Calpurnia (que luego citaré), dos mujeres a las que más o menos podemos decir que respetó y quiso (a su manera), la situación fue mucho más clara con Pompeya, a la que siempre detestó, directamente.  

El problema es que, durante un tiempo al menos, necesitó los contactos que le proporcionaba. Ya mencioné que a través de su primera esposa/prometida César buscaba el dinero (César pasó la mayor parte de su vida endeudado hasta las cejas, hecho que en parte explica el entusiasmo militar que lo caracterizó: producto en parte de la pura y dura avidez de botín, necesario para mantener a flote su economía personal y engrasar con dinero a los “partidarios” de sus turbios manejos políticos). A través de su segunda César se casaba con la hija de uno de los principales líderes del bando popular. Pues bien, en el caso de su matrimonio con Pompeya no hay que olvidar que esta última era nieta del gran líder del bando optimate, predominante por entonces.  

Gracias a esa excelente política de arrimarse a todos los árboles altos del bosque es como en el año 63 a.n.e. César obtuvo el cargo de Pontifex Maximus. Al año siguiente y en relación con ese cargo religioso que ostentaba en aquel momento le correspondió el honor de que se celebrasen en su hogar los rituales de la fiesta de la Bona Dea, diosa de la fertilidad, la virginidad y la castidad (es posible que todas estas cosas no se lleven muy bien, pero bueno). Durante los mismos pasó algo realmente extraño. Primero voy a contar lo que siempre se repite sobre el asunto y luego vamos a pararnos a pensar un momento sobre si la versión oficial, que siempre se ha dado por buena, tiene algún sentido.  

El templo de la diosa se encontraba en el Aventino pero los ritos asociados a su culto se celebraban a finales año en la domus de distintas familias ilustres, normalmente en la casa de algún magistrado elegido el año de turno. Un aspecto importante es que la participación en su liturgia estaba restringida únicamente a mujeres. Consecuentemente la dirección de la ceremonia de aquel año correspondía a la esposa de César en calidad de consorte del magistrado -además Pontífice- en cuya casa se iba a celebrar el rito en cuestión.  

El caso es que la fiesta de la Bona Dea de aquel año pasó a la historia cuando una de las sirvientas de la mansión familiar de César encontró en el jardín de la casa a un  hombre, un tal Clodio Pulcro, ridículamente envuelto en una túnica femenina. Al parecer había penetrado en la mansión saltando un muro y cuando la sirvienta lo encontró se dio a la fuga en medio de una explosión de histeria de las matronas romanas que en aquel momento se hallaban congregadas en la mansión.  

Tras este hecho César, supuestamente con gran dolor de su corazón, se vio obligado a repudiar a su esposa alegando que “la mujer de César no puede, siquiera, estar bajo sospecha”, de donde viene la famosa máxima de que la mujer del César no solo debe ser honrada sino parecerlo 

César, el campechano.  

Como dije, vamos a pararnos a pensar un poco y a analizar en profundidad los hechos sin dejarnos cegar por la figura de César, prestando en cambio atención al paisaje que aparece en segundo plano del “cuadro”.  

Ante lo narrado hay dos posibilidades. La primera, y desde luego más improbable, es que la presencia de Clodio en la casa de César se debiese realmente a la existencia de un flirteo con la mujer de Cesar, Pompeya, algo que nunca se probó pero que, tras desatarse las habladurías, quedó grabado como una posibilidad en la mente de muchos contemporáneos de César. Eso es lo que “obligaría” a César a divorciarse ya que su “buen nombre” estaba en juego. Algo que no deja de ser curioso para alguien a quien sus propios legionarios cantaban cosas como: “Ciudadanos, custodiad vuestras mujeres, traemos con nosotros al adúltero calvo”, durante un desfile triunfal en Roma. Claro que eran otros tiempos, otra mentalidad la imperante. Como decía aquella vieja canción de Olé, olé en el mundo romano se imponía aquello de: “yo soy infiel, y lo sabes muy bien, pero no trago que lo seas conmigo”, referido a lo que se toleraba en las conductas respectivas de hombres y mujeres.   

Sigamos. En este punto si damos por  buena la versión que atribuye a Pompeya un affaire con Clodio hemos de suponer que ambos eran idiotas de remate. Simplemente, el plan para verse en uno de los días del año en que la domus estaría más vigilada, a la vez que Pompeya ocupada y rodeada de gente todo el tiempo, era ridículo por completo. Podían verse sin riesgo alguno fuera de la domus o durante alguno de los frecuentes días en que Pompeya se encontraba sola en casa. 

Había otra posibilidad, que Pompeya, como parece, fuese ajena a todo lo que ocurrió y que Clodio fuese el equivalente a uno de esos admiradores perturbados mentalmente que intentan introducirse en las mansiones de los famosos/as, con la mala suerte de que Clodio lo intentó en el peor momento.  

Ahora bien, eso nos lleva a indagar un poco más en la figura de Clodio y es aquí donde empiezan a aparecer cosas extrañas. Antes de nada, es de esperar que después de todo lo sucedido César se mostrase resentido contra Clodio, ya que su honor se hallaba supuestamente ultrajado tras la irrupción de este último en su casa. Pero el caso es que en el subsiguiente proceso legal que se celebró contra Clodio, para castigarlo por su sacrilegio, resulta que César… declaró en favor de Clodio, el supuesto amante de su mujer y que con su alocado allanamiento del hogar de César le había “obligado” a repudiarla.  

Claro que todo cobra sentido si tenemos en cuenta que, al poco de ocurir todo lo anterior y obtener su divorcio de Pompeya, de forma muy oportuna César se vio con las manos libres para casarse nuevamente, en este caso con Calpurnia, hija de Lucio Pisón. Otro matrimonio que acabó de solidificar su red de apoyos políticos.

  Después de todos estos enlaces César se convertía así, en sí mismo, en un partido político, y no uno cualquiera sino en un híbrido, en lo que hoy llamaríamos un partido catch-all, es decir esos partidos políticos que bajo el pretexto de ser de centro aglutinan sin problemas tanto a votantes de derechas como de izquierdas ya que su ideología (o falta de ella) es solo un pretexto para acumular votos y poder. Eso supuso, por tanto, el impulso ya definitivo para su ascensión, la cual a partir de entonces ya no tuvo freno, arrancando en ese momento la serie de grandes nombramientos políticos y campañas militares que todos recordamos de César, nada que ver con sus relativamente aburridos primeros años en la política desempeñando cargos protocolarios y con pocas perspectivas (como el de Pontífice).  

Así que Clodio en el fondo le hizo un favor a César. Pero la cosa se pone aún más interesante cuando miramos un poco más a fondo en la figura de Clodio.  

Clodio el travestido. 

Publio Claudio (“Clodio”) Pulcro nació en el año 92 a.n.e. Por tanto cuando irrumpió en la mansión de César tenía unos treinta años. No era por entonces ningún desconocido ya que pertenecía a una familia rica aunque de menor alcurnia. Pero lo más interesante (y olvidado) de todo es que el resto de su biografía no tiene desperdicio (aunque para ello debemos aceptar en parte los datos proporcionados por su enemigo Cicerón, que es quien dejó más textos explícitos sobre la vida de Clodio).  

Cuando aún era muy joven, durante la Tercera Guerra Mitridática, estuvo implicado en una revuelta de los soldados. Debido a sus buenas relaciones no sufrió ningún castigo por ello e incluso poco después se le acabó otorgando el mando de una flota que llevó al desastre siendo capturado por los piratas cilicios. Consiguió ser liberado y se marchó a Siria donde nuevamente se le señaló como la figura en la sombra tras un nuevo motín de las tropas aunque nada pudo probarse tampoco en esa ocasión. A su regreso a Roma ayudó a librarse de unos cargos de extorsión al futuro conspirador Catilina a cambio de un soborno y en el año 62 -el del escándalo de los misterios de Bona Dea- encontramos a Clodio, con su carrera pública prácticamente echada a perder, ejerciendo como líder de una poderosa banda callejera que proporcionaba protección y guardaespaldas a las principales figura políticas de la República para evitarles malos encuentros en sus desplazamientos. 

En ese momento es cuando se supone que este tipo, alguien metido hasta las rodillas en las cloacas más sucias de la trastienda política romana (particularmente hedionda en aquellos años de putrefacción final de la República), cabecilla de lo que a todas luces podemos afirmar que era por entonces una de las mayores bandas mafiosas de matones de la ciudad de Roma… resulta que un día se levantó y decidió que no tenía nada mejor en su agenda que travestirse envolviéndose en una túnica, todo ello para introducirse en una de las mansiones más vigiladas de la ciudad precisamente cuando se estaban celebrando allí unas ceremonias religiosas prohibidas. Todo eso a pleno día y supuestamente en aras de escarceos amorosos propios de un colegial adolescente. 

¿Extraño no?. Casi podríamos decir que el planteamiento habitual de lo ocurrido con el famoso escándalo presenta tantas incongruencias como la versión de los libros de texto sobre el 23F.

Es curioso que la mayor parte de crónicas sobre la vida de César pasen por alto todas las incoherencias sobre lo supuestamente ocurrido ese día y las extrañas “curiosidades” en torno a la figura de Clodio. Para equilibrar las cosas aquí vamos a hacer algo parecido, también criticable, tendencioso y poco profesional, pero esta vez en el sentido opuesto. Como digo todo sea para nivelar un poco el partido.  

El caso es que vamos a atrevernos a considerar a César como el equivalente de época de lo que hoy definiríamos como un tipo manipulador y corrupto hasta las trancas, un populista encantador de serpientes que fingía ser cercano y atento con sus soldados o sus amistades políticas (y en general con cualquiera mientras eso le sirviese para obtener algo a cambio y difundir una falsa imagen positiva de sí mismo), pero que en el fondo era un ególatra despiadado preso de una ambición desmedida y dispuesto a sacrificar a cualquiera con tal de obtener su único propósito en la vida: gloria y poder personal a toda costa.  

Lo anterior es un suponer, no defiendo que sea la verdad, solo vamos a plantearnos por un momento a dónde nos llevaría dicha hipótesis de trabajo que a mi juicio está infrarrepresentada en la historiografía sobre el período. Pero como no pretendo realizar una nueva biografía de César ni nada por el estilo simplemente vamos a seguir poniendo la lupa en la interesante biografía de Clodio y ver cómo encajaría en la suposición de que Clodio formase parte de los planes de César.   

Como hemos mencionado más atrás Clodio salió indemne de su profanación de los rituales de la Bona Dea gracias a la generosa declaración de César renunciando a echarle la culpa (todo muy lógico en el caso de un amoroso marido ultrajado) y quizás debido también a un soborno a los jueces (supongo que en ciertas ocasiones conviene asegurar). Resulta interesante pensar que la única persona perjudicada con toda esta historia fue Pompeya quien posiblemente en ningún momento se enteró de nada de lo que estaba pasando. Pero sigamos.

Al año siguiente de todo esto Clodio vio como despegaba su carrera política hasta hacía poco descarrilada. Todo ello a la vez que lo hacía la de César. Otra casualidad. Así, como si nada hubiese pasado, Clodio fue designado cuestor y tras eso, ya con el apoyo explícito del mismísimo César (esto empieza a ser muy extraño, ¿no?) fue nombrado tribuno de la plebe. A su vez su hermano Cayo Claudio era nombrado legado por parte de César (raro, raro).  

Es más, desde ese nuevo e influyente cargo de tribuno, Clodio legisló en favor de los collegia a través de su Lex de collegiis (reinstaurándolos ya que habían sido suprimidos por un "senatus consultum" en el año 64) pese a que era evidente para todo el mundo que dichas asociaciones se estaban transformando en bandas armadas. Supongo que es un detalle menor que Clodio fuese en ese momento la cabeza visible de la más poderosa entre las que recorrían las calles de Roma.  

De hecho, tras la partida de César hacia las Galias, Clodio empezó a sembrar el caos en la ciudad usando para ello a su banda personal de matones. Curiosamente (más casualidades) el objetivo de la violencia ejercida por los hombres de Clodio tendían a ser los enemigos políticos de César, particularmente Cicerón y Catón "el Joven". Tal es así que en el año 57 a.n.e. Clodio intentó impedir el retorno de Cicerón a Roma (por entonces se hallaba exiliado en Dirrachio) recurriendo a la violencia contra los partidarios a favor de la medida. Después de fracasar en dichos intentos Clodio atacó a los trabajadores que reconstruían la casa de Cicerón con dinero público y más adelante incluso intentó sin éxito asaltar con su banda al propio Cicerón en plena calle tras lo cual hizo prender fuego a la casa del hermano del orador.  

Por sorprendente que parezca todo eso no impidió sin embargo que fuese nombrado edil al año siguiente. Además, sus dos hermanos (Apio Claudio y Cayo Claudio) fueron nombrados pretor iniciándose también el fulgurante ascenso de ambos, ya que en los años siguientes pasaron a ocupar otros cargos relevantes incluyendo un consulado. Y todo ello pese a que dichos hermanos se vieron a su vez envueltos en diversos escándalos de corrupción. Cayo Claudio fue acusado de extorsión; mientras, su otro hermano, llamado Apio Claudio, fue primero acusado de aceptar un soborno de 40 millones de sestercios en el año 53  a.n.e. para amañar las elecciones a cónsul. Luego, tras librarse milagrosamente de esas acusaciones, Apio obtuvo el gobierno de la provincia de Cilicia donde cayó en desgracia por su rapacidad y corrupción durante los dos años que pasó ejerciéndolo. 

El caso es que, al final, la suerte de Clodio cambió al engendrar su propia némesis. Llegado un punto el bando anticésar que se estaba aglutinando en torno a su enemigo jurado Cicerón, también Catón y finalmente incluso Pompeyo, puso en las calles un grupo de partidarios propios. Es ahí donde aparece Tito Anio Papiano Milón (95-48 a.n.e.). Él se encargó de organizar las bandas de mercenarios y matones que pasaron a actuar como punta de lanza callejera del grupo "pompeyano". Para ello Milón reclutó a antiguos gladiadores y gente de collegia enfrentados a Clodio. A partir de ese momento el choque entre las bandas de Clodio y Milón era cuestión de tiempo, igual que lo era el choque de Pompeyo -y los viejos senadores prorepublicanos que lo apoyaban/usaban- contra César, cuando éste último regresase de la Galia.  

En el año 54 a.n.e. Milón fue nombrado pretor. Al año siguiente, mientras Milón era candidato al consulado y Clodio optaba a su vez al cargo de pretor, el caos fue en aumento en la ciudad mientras se producían frecuentes altercados callejeros violentos entre secuaces de ambos cabecillas. Finalmente el grueso de ambas bandas se encontró frente a frente, parece que de forma fortuita, en la Via Appia, a mediados de enero del año 52 a.n.e. resultando muerto Clodio en la pelea subsiguiente. A dicha muerte siguieron graves disturbios provocados por los miembros de su banda quienes llegaron a incendiar el Senado.

Tras eso, en cuanto a los hermanos de Clodio, Apio Claudio se pasó al bando pompeyano mientras que Cayo Claudio rehusó y casualmente murió ese mismo año. Milón por su parte fue ejecutado por partidarios de César unos años después, concretamente en el 48 a.n.e., cuando la guerra “civil” ya se había desatado a las claras y habían comenzado los choques militares entre los ejércitos de César y Pompeyo a la vez que partidarios de ambos bandos hacían "limpieza" en sus respectivas zonas de influencia.  

Una última cuestión a tener en cuenta es que Clodio estuvo casado con una mujer –Fulvia- que en el complicado juego de alianzas matrimoniales de la Roma de la época también acabó profundamente implicada en el juego político. Por ejemplo pasando a ser, tras la muerte de Clodio, la tercera esposa de Marco Antonio. Antes de eso, durante su matrimonio con Clodio tuvo una hija llamada Clodia Pulcra que tiempo después -mientras duró el matrimonio de Fulvia con Antonio- acabó casada con Octavio (a una edad muy temprana, quizás unos catorce o quince años) de cara a consolidar la alianza entre Marco Antonio y el propio Octavio. Cuando Octavio y Marco Antonio rompieron políticamente por primera vez su matrimonio con Clodia dejó de resultarle útil y Octavio se divorció de ella para casarse con Escribonia, una riquísima viuda, mientras Marco Antonio vio cómo su querida Fulvia moría de una enfermedad repentina (y muy oportuna), dejándole el camino libre para casarse a su vez con la única hermana de Octavio iniciando una fugaz alianza, o más bien tregua.  

De este párrafo lioso lo primero que destaco es cómo las mujeres en aquellos tiempos finales de la República eran una especie de rehenes de la gran política. Perfectamente intercambiables y con una única función, incluso más importante que engendrar hijos: generar alianzas políticas. Pero me interesa más reseñar, una vez más, la profunda implicación de Clodio y sus próximos en la trastienda de los juegos políticos del momento, siempre en el lado cesariano.  

Llegados a este punto mi interpretación muy personal de los hechos es que, como he venido manifestando, Clodio fue un secuaz de rango medio en la red clientelar de César (ni siquiera un aliado circunstancial como alguna vez se ha postulado en algunas hipótesis). Un encargado de realizarle el trabajo sucio a pie de calle en la capital. Así, mientras el divino César se dedicaba a la cuestión puramente militar, Clodio y otros como él le hacían a César el trabajo en los barrios de Roma, en el Senado o en los mercados de esclavos y las casas de los prestamistas consiguiéndole a César dinero, influencias, voluntades, apoyos, hombres, etc.

    Al final los grandes nombres de la república como Mario, Sila, César o Pompeyo no eran solo simples políticos a la cabeza de ejércitos sino que eran la cúspide de amplias redes clientelares que empezaban en el Senado y entre las grandes familias patricias para luego extender sus amplias ramificaciones hasta llegar a pie de calle o incluso a las cloacas del sistema, abarcando también redes de matones encargadas de asegurar votos y eliminar, disciplinar o intimidar a enemigos y partidarios. Dichas redes incluían también a individuos distribuidos por múltiples pequeñas ciudades del Imperio, el equivalente a los políticos municipales de rango medio en los grandes partidos políticos actuales, en aquel caso siempre a medio camino entre políticos populistas y líderes mafiosos locales ya que, sobre todo en la propia Roma y las ciudades próximas, esos pequeños líderes compaginaban rasgos relacionados con ambas funciones.

Teniendo todo eso en cuenta, como he dicho, a mi modo de ver es claro que, de alguna manera, dentro de uno de esos engranajes, en concreto dentro de la tela de araña de César, se hallaba insertado Clodio al menos desde la época en que los caminos del mafioso de buena familia y el divino César se cruzaron cuando el primero proporcionó a César una excusa apropiada para librarse de su por entonces esposa. Los detalles del pacto nunca los sabremos.    

El “sistema” no desaparece, simplemente muta para adaptarse.  

El "sistema" no es una siniestra y peliculera conspiración por parte de unos señores vestidos con traje y agrupados en torno a una mesa en penumbra. El "sistema" es intangible, son unas reglas que a veces desconocen al completo sus propios jugadores. El "sistema" es el mecanismo mediante el cual en toda sociedad postneolítica han existido grupos reducidos de personas que captan una cantidad desproporcionada de los recursos que el resto del grupo produce. El "sistema" son los patrones que rigen la fabricación de ideologías que legitiman y hacen parecer natural lo anterior. También las redes de relaciones que constituyen el esqueleto social e intercomunican el conjunto, desde los grandes rostros que aparecen en los libros de texto hasta los peones a pie de obra que hacen el trabajo sucio, ese que en la naturaleza realizan los microorganismos encargados de descomponer los cadáveres para reintegrarlos al ciclo de la vida.

El caso es que toda sociedad compleja, toda sociedad con un sistema económico y un modelo político evolucionados y una cultura diferenciada, tiene un "sistema" que regula las diferentes relaciones entre esos campos y las distintas clases sociales que la integran. El "sistema" existe y todos formamos parte de alguna de sus encarnaciones, aunque muchas veces no se quiera reconocer. Al final, mirando al pasado podemos quedarnos ciegos de tanto analizar la arquitectura, la evolución del arte o de las tasas de natalidad; y afónicos al  narrar repetidamente las grandes gestas militares de diversos reyes y emperadores. Pero todo eso no nos aproxima tanto como queremos creer a la comprensión del funcionamiento de las sociedades del pasado. En igual medida, actualmente, en el presente, hablar sobre el arte pop, las últimas tendencias literarias, la evolución de la Bolsa, los cambios culturales producto de Internet o las especificaciones de los últimos modelos de cazas de combate, tampoco nos acerca a comprender en esencia cómo funciona nuestra sociedad y qué reglas rigen en su seno el ejercicio del poder, el auténtico poder, así como los mecanismos para acceder a él. Y el caso es que intentar descubrir ese Grial es lo importante, porque si bien es algo que no entretiene o motiva especialmente, al final es lo que marca las diferencias.  

En otras palabras. Cuando nos limitamos a contemplar el pasado solo como una sucesión de brillantes batallas y hermosos restos de arquitectura no estamos comprendiendo nada. Esas reconstrucciones de ciudades que vemos están vacías de personas y de las interacciones entre ellas que son lo que verdaderamente cuenta porque es lo que da sentido al conjunto y a su por qué.  

El problema de fondo,  claro está, es que aún nuestro propio presente resulta indescifrable a ciencia cierta y múltiples sistemas interpretativos del mismo coexisten sin que se pueda descartar por completo a muchos de ellos. No somos capaces de explicar con total ausencia de duda las razones de una determinada crisis económica, de un cambio político, una guerra, o la expansión de una determinada ideología. Cada vez que surge el debate también lo hacen explicaciones diversas y a veces contradictorias entre sí, e incluso es posible que varias de esas explicaciones contradictorias tengan perfecto sentido en sí mismas.  

Si eso ocurre con nuestro presente, imaginemos ahora la dificultad de intentar desentrañar lo mismo pero en lo relativo a sociedades y sistemas políticos desaparecidos hace miles de años. Todo lo más que se puede hacer es plantear hipótesis interpretativas, que es lo que yo he hecho aquí, no solo respecto al caso puntual de lo ocurrido con el sacrilegio de Clodio sino respecto a la reconstrucción que aquí se hace del “sistema”, propósitos y mecanismos de la República romana tardía. Todo lo narrado es debatible y a la vez es indemostrable. Pero el esfuerzo vale la pena porque al final de lo que se trata no es de entretenerse sino de pensar, una y otra vez, montar y desmontar el reloj de la historia para familiarizarnos cada vez más con cada ranura de su complejo mecanismo, hasta volvernos más y más agudos y suspicaces con nuestra realidad presente y su "sistema" de turno. 

Por eso, piensen un momento en lo siguiente. ¿Ustedes creen que me he molestado en redactar todo esto solo para hacerles pasar una tarde entretenidos leyendo sobre algo que pasó hace más de dos mil años y que no le va a cambiar la vida a nadie?, ¿o hay algo más en esta historia, algo extraño, como un deja vú, algo que nos suena de haberlo oído otras veces bajo un disfraz distinto, incluso con ecos de nuestro presente?. 

Lo dicho. Piénsenlo.

8 comentarios:

  1. Algunas cosas.

    1- En tiempos de Augusto 1 denario correspondía a 4 sestercios y a 16 ases, lógica que más o menos parece que no era muy distinta unos años antes o unos años después.

    2- Ya entrado el primer siglo de nuestra era que es cuando tenemos más datos parece que un legionario cobraba unos 225 denarios al año, parecido a un trabajador civil estándar que andaría también en torno a los 250-300 denarios al año. Mientras, un cargo político importante, como un procónsul, cobraba unos 250.000 denarios al año y los altos cargos de la administración entre 15.000 y 50.000 denarios.

    3- Por su parte el precio de los alimentos según lo encontrado en una tablilla de Pompeya indica que la alimentación de un día suponía un coste entre uno y dos sestercios por persona. Una túnica costaba 15 sestercios. Y el alquiler de un apartamento modesto (sin agua corriente ni desagüe) en Roma era de unos 2.000 sestercios anuales en los pisos altos de una insula (los más inseguros) y de unos 3.000 en los pisos bajos. Esos precios obligaban a la práctica de realquilar partes de la vivienda (normalmente de madera) dándose unos hacinamientos en las mismas que desembocaban en los continuos derrumbamientos de edificios e incendios más o menos importantes en aquellos tiempos.

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  2. Aquí:

    https://www.youtube.com/watch?v=BwAW80IASlM

    y aquí:

    https://www.youtube.com/watch?v=Yq3egTcNBOY

    tenéis más reconstrucciones digitales de la Roma antigua.

    Para comparar con lo que ocurría en provincias aquí:

    https://www.youtube.com/watch?feature=player_embedded&v=Gv0YNZeZZH4

    tenéis el posible aspecto de la sevillana Itálica en su momento de esplendor.

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  3. Una última tontería.

    Según una anécdota apócrifa cuando alguien preguntó al mítico legislador ateniense Solón para qué servían las leyes la respuesta de Solón fue que servían “para atrapar a los pequeños delincuentes”.

    Ante tal respuesta su interlocutor le increpó preguntando si solo servían para eso qué pasaba con los grandes criminales. A lo que Solón respondió que “la ley es como una tela de araña, las moscas pequeñas quedan atrapadas en ella, pero las grandes la rompen y escapan con enorme facilidad”.

    Como digo seguramente se trata de una anécdota falsa. Pero resulta muy clarividente.

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  4. Me ha encantado. Muchas gracias por esta entrada.

    ¿Hay algo de literatura sobre el tema del funcionamiento de la polítcia romana como lo que nos has traido hoy? ¿Aunque sea algo semi-académico y en inglés?

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    1. A ver, en español o traducido. Así a bote pronto sobre César “Julio César un dictador democrático” de Luciano Canfora, publicado por Ariel. La biografía de Adrian Goldsworthy que se titula “César” a secas. En novela “El joven César” de Rex Warner.

      Luego ya entrando en la cuestión. “Poder político y desarrollo social en la antigua Roma” de Gonzalo Bravo, pero es un libro que tiene ya un cuarto de siglo.

      Más profesional. Cualquier traducción comentada o no de “Commentariolum petitionis” de Quinto Cicerón. El hermano de Cicerón al que le quemaron la casa los esbirros de Clodio. Escribió un manual para su hermano cuando se presentó a cónsul en el 63 a.n.e. y ese manual es por así decirlo el equivalente a “El Príncipe” de Maquiavelo pero para directores de campaña. Estoy seguro de que en Ferraz o en la Faes duermen con algún ejemplar debajo de la almohada. Está todo allí y por lo que tengo entendido de su traducción salen casi todos los estudios sobre el funcionamiento de las campañas políticas romanas en la época. Es EL TEXTO.

      Encima lo que cuenta me refuerza en la idea de que la democracia actual viene de Roma y no de Atenas porque ya están allí técnicas como los paseos pidiendo en persona el voto, realizar mucha “prensatio” o sea apretones de manos, llevar cerca a alguien que susurrase al candidato el nombre de la persona que le está hablando para que el candidato finja conocerlo (el susurrador era el nomenclátor, normalmente un esclavo), prometer todo lo que el votante quiera oír, acusar a los rivales de corrupción o de haber traicionado las costumbres morales romanas tradicionales, siempre aparecer rodeado de partidarios en la exposición pública para parecer más carismático, etc. La génesis de las campañas actuales está ahí. Es aterradoramente actual.

      De hecho “candidato” es una palabra del nombre de un tipo especial de toga (“candida”) que se recomienda usar, por ser muy blanca, para resaltar más.

      Y lo mejor de todo es que muchos de los nombres que salen a la palestra política en la época, más allá de sus gestas y sus ocupaciones oficiales, hicieron parte de sus fortunas entre otras cosas a través de la especulación inmobiliaria en Roma. Caso de Craso o Cicerón.

      Roma da miedo por lo actual que resulta.

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    2. Muchísimas gracias otra vez.

      Ahora que llega el verano buscaba algo interesante que leer en vacaciones y esta entrada con tus recomendaciones me ha venido genial.

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  5. Una entrada estupenda. Y larga, como me gusta.

    Cualquiera que estudie el sistema político romano se da cuenta de que eso no tiene absolutamente nada de democrático. La política era cosa de ricos, y los humildes, como dices, eran meros peones. Te doy la razón en que los sistemas europeos beben de Roma mucho antes que de Atenas. Curiosamente todo el mundo se cree que en España hay democracia, cuando un análisis superficial indica que de eso nada. Aquí tenemos una oligarquía que se puede tolerar sin hacer preguntas debido al nivel de vida que tenemos. Creo que actualmente somos peones de los partidos políticos y de las ideologías, y que no somos capaces de ver el fondo del problema.

    Respecto a los romanos tengo la opinión, después de haber leído algo sobre el tema, que ese sistema que tenían fue el que los llevó a conquistar su imperio. La política era brutal, se estimulaba la conquista personal de honor, dinero y poder. Sólo podía quedar uno en pie. Parece que era un ambiente ideal para que psicópatas y megalómanos se elevaran por encima de los demás. ¿El sistema fue responsable de la decadencia o del auge de la República? ¿O cuando se llegó al momento en que sus inconvenientes eran mayores que sus ventajas fue cuando todo se fue abajo? Aún así, después hay varios siglos de expansión imperial antes de que llegue la degeneración definitiva.

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    1. Bueno, lo que está claro es que llegado un punto una serie de aspectos propios del mundo romano empezaron a retroalimentarse entre sí, sin que esté muy claro en qué medida eran causa o consecuencia. Diría que tanto el auge como la decadencia de la República y posteriormente del Imperio están relacionadas con el mismo conjunto de factores, los cuales tenían ventajas (convertían al pueblo romano en muy expansivo, ecléctico, sacrificado, dotado de un gran civismo y patriotismo, etc.) y a la vez inconvenientes (grandes diferencias sociales, enorme violencia tanto interna como externa).

      Por un lado el sistema socioeconómico romano se adaptó al flujo constante de esclavos, botines y nuevas tierras colonizables que las continuas guerras proporcionaban. Por otro lado para las élites políticas en pugna en cierta forma la guerra continua resultaba casi necesaria como vehículo para obtener gloria y prestigio. Eso suponía afrontar riesgos enormes y también grandes sacrificios humanos. En ese sentido las contradicciones internas del mundo romano, junto con sus valores tradicionales de pueblo austero y belicoso, impulsaron una fuga hacia delante que solo podía acabar desembocando en grandes conquistas militares si les sonreía la victoria o bien la aniquilación total como pueblo si no era así. No parece que se pudiesen adaptar a ser una simple ciudad estado poblada por pacíficos pastores y artesanos y con una influencia limitada a unos pocos cientos de kilómetros cuadrados. Al final su determinación fue lo que los llevó a la victoria como pueblo pese a estar al borde del colapso un par de veces antes de triunfar y edificar un Imperio.

      Claro está llegado un punto era necesaria algún tipo de autoridad centralizada y estable que pudiese marcar directrices a la política exterior o la monetaria dentro de las enormes fronteras que llegaron a dominar, algo que la pugna constante de época republicana hacía cada vez más difícil, sobre todo a través del juego dentro de unas instituciones que originalmente habían sido concebidas para gobernar una ciudad y no un inmenso imperio. La solución llegado un punto fue el establecimiento de la autoridad imperial, la cual -pese a los problemas con el autoritarismo de algunos emperadores no demasiado capacitados- proporcionó soluciones y casi dos siglos plenitud. Tras eso, nuevamente las contradicciones internas del sistema afloraron inevitablemente, en ese caso ya dentro de un nuevo terreno de juego con nuevas reglas.

      Lo sorprendente en todo caso es que realmente el mundo romano llegó a ser la cumbre del mundo antiguo y perduró durante cientos de años pese a todos sus grandes defectos.

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