sábado, 12 de mayo de 2018

Jedis y dragones


El hombre es un animal mediocre y habría desaparecido del planeta hace mucho de no haber mediado la aparición de la razón. Pero el precio que paga por ella es ser consciente de la fugacidad de la vida y esa es una pesada carga. Por eso inventó el concepto de la inmortalidad, para poder aceptar el plazo inevitable, y el del alma, para asentar su pretendida superioridad sobre el resto del reino animal. 

Jack London, “El lobo de mar”





Reign of fire, en España titulada El imperio del fuego es una película del año 2002 protagonizada por Christian Bale, Gerard Butler y Matthew McConaughey cuando aún no eran las grandes estrellas del celuloide que son hoy en día (bueno, Gerard Butler no tanto, pero admitamos que hubo en tiempo en que estuvo a punto de serlo).

La premisa de dicho film consiste en imaginar un escenario apocalíptico posterior a que el mundo del presente haya sido arrasado no por la típica guerra nuclear o un holocausto zombie sino por dragones, esos bichos con alas parecidos a empresarios españoles. Es posible que tal idea parezca un tanto estúpida pero al fin y al cabo no estoy hablando de ninguna obra maestra. La cuestión es que la película contiene una escena que en su día me pareció muy interesante. Os cuento. En el mundo descrito en el film los escasos supervivientes de una humanidad al borde de la extinción se agrupan en precarios refugios. La tecnología, las leyes, el sistema económico, las infraestructuras, los sistemas educativos… todo ha colapsado y lo único que restan son ruinas calcinadas y páramos desolados. Vamos, lo habitual en este tipo de planteamientos de ciencia ficción.

Dentro de ese contexto se nos muestra como los líderes de una de las últimas comunidades de humanos realizan en una antigua capilla habilitada como refugio una representación ante los más jóvenes del grupo, los que no conocen nada de cómo era la Humanidad antes del desastre. Tal representación tiene el objetivo de entretenerlos, educarlos y de paso perpetuar en ellos las tradiciones de la cultura humana. Pero lo que se escenifica ante los ojos fascinados de las futuras generaciones no es ningún capítulo de alguna sesuda obra filosófica o educativa, ni de famosas novelas de Joyce, Faulkner o Proust, sino una versión de la escena de Star Wars en que Darth Vader le rebela a Luke que él es su padre.

De hecho, una idea en cierta forma semejante ya aparecía en Sleeper (en España titulada “El dormilón”) una vieja comedia de Woody Allen en la que cuadros y composiciones musicales un tanto kitsch pero en todo caso populares en los años 50 y 60 del s. XX pasaban a ser valoradas como expresiones supremas del arte y del intelecto doscientos años después.

Lo anterior parece una tontería, pero deberíamos preguntarnos en qué medida estas dinámicas ocurren realmente.  

Los productos de la cultura humana son a veces tan enrevesados que se prestan a ser interpretados de múltiples formas distintas incluso en algunos casos en que fueron concebidos sin pretender tal cosa. Por otro lado tenemos asumido que con el tiempo muchas expresiones de la cultura de élite pasan a "degradarse", hacerse populares y ser integradas en la cultura popular. Pero en cambio no está igual de asumido que lo contrario también ocurre en ciertas ocasiones. Me surge así la pregunta de en qué medida obras del pasado concebidas inicialmente quizás como meros entretenimientos sin más pretensiones, han sido sobreinterpretadas, sacralizadas, rodeadas de un halo de misterio y dotadas de un profundo significado por élites intelectuales de sociedades distintas a aquella en que la obra fue concebida y que por tanto, aunque siguen manteniendo viva la memoria de dicha obra, ya no pueden entender realmente sus premisas y su contexto originales.

¿Os imagináis un futuro lejano, dentro de doscientos o trescientos años en que se organicen sesudos simposiums internacionales de especialistas para analizar los libros de Juego de Tronos o la saga de Harry Potter como ejemplos del modo de pensamiento a comienzos del s. XXI, mientras George Lucas, Walt Disney, Stan Lee o Katshuhiro Otomo adquieren un sitio preferente en el currículum académico de nuestros descendientes parecido al que hoy puedan tener Shakespeare, Chaucer, Lope de Vega o Alejandro Dumas? Por un lado es algo para nada descartable mientras que por otro pensemos en lo desconcertante que resulta esa perspectiva desde la información que nosotros mismos tenemos en el presente.


Igualmente, debido al lógico deterioro producto del transcurso del tiempo sumado a las restauraciones contemporáneas que han intentado disimularlo, muchos vestigios artísticos procedentes pasado en realidad ofrecen hoy en día una forma ante los ojos del espectador que no sabemos a ciencia cierta si responde con exactitud a la configuración real que poseían  dichas obras en origen.





Es así como algunas obras de arte de hace siglos acaban siendo alabadas en función de unos criterios y unas supuestas cualidades que tal vez sus autores originales hubiesen encontrado deplorables. Y al revés. En muchos casos es posible que de poder visualizar determinadas obras bajo su configuración original no entenderíamos demasiado bien qué es lo que veían en ellas sus creadores o los conciudadanos de los mismos.

   Pensemos por ejemplo en la pintura griega, una manifestación de su arte que conocemos fundamentalmente a través de la cerámica cuando en cambio ese tipo de pintura constituía una expresión para nada central de tal arte, apenas un reflejo de lo que debió ser la gran pintura mural al fresco de la época. Esto es debido a varios factores, como que tras su conquista del mundo griego los romanos, grandes coleccionistas del arte helénico, adoptaron por costumbre el arrancar los trozos de pared en que se hallaban las mejores pinturas griegas para llevarse dichas obras a sus villas en Italia, razón por la cual la mayoría de las obras maestras de la auténtica pintura griega se han perdido debido al deterioro sufrido durante dicho proceso o bien por culpa de incendios y saqueos posteriores ocurridos durante la caída del propio mundo romano. 

Supongo que a todos os suena el famoso mosaico romano de la Batalla de Isso, que se encontró en Pompeya, pues bien dicha obra probablemente estaba inspirada en una pintura griega muy anterior y hoy perdida realizada por Philoxeno de Eretria.


Pero lo cierto es que de la auténtica pintura griega apenas han llegado hasta nosotros en buen estado algunos restos muy desconocidos para el gran público procedentes de diversas tumbas de los siglos V y IV a.n.e. ubicadas en la Magna Grecia, es decir el Sur de la Península Itálica, a destacar la famosa "tumba del nadador", un sepulcro decorado hallado en las cercanías de la antigua Paestum.



   Y sobre todo el gran ejemplo de esto que vengo comentado es la estatuaria griega, que es conocida por el público actual en gran medida a través de copias romanas ya que los originales se perdieron. En consecuencia jamás hemos podido contemplarlos realmente antes de juzgar. Por ejemplo no ha llegado hasta nosotros ninguna pieza que se pueda afirmar con seguridad que fue obra del famoso Praxíteles, todas las esculturas que en la actualidad figuran en los libros de texto o museos como muestras de su arte (entre ellas algunas tan famosas como la Afrodita de Cnido o el Apolo Sauróctono) son en realidad copias hechas por otros escultores. 

   En adición a lo anterior sabemos que buena parte de las estatuas salidas de los talleres de los grandes escultores griegos que conocemos poseían una coloración distinta a las que muestran hoy en día en los museos ya que fueron concebidas inicialmente no en mármol blanco sino como tallas de madera policromada o bronces abrillantados.

   Aunque este tipo de problemas son extensibles a otros estilos y épocas. Hace algunos años supimos que la famosa Loba Capitolina, que figuraba en múltiples manuales como ejemplo paradigmático de escultura etrusca, era en realidad una escultura medieval del s. IX, a la que se habían añadido a su vez las piezas de los gemelos Rómulo y Remo a finales del s. XV.

También se podría hablar largo y tendido de la cuestión del alabado “tenebrismo” de muchos pintores modernos, que en ciertos casos no es tal sino el producto de la decoloración de sus cuadros y la acumulación de suciedad sobre ellos con el paso del tiempo. Es lo que ocurrió en cierta forma con la mal llamada Ronda nocturna de Rembrandt, que al parecer no era nocturna y encima mostraba más personajes de los que se pueden ver en el cuadro actual debido a que el lienzo fue recortado en sus extremos a comienzos del s. XVIII.




   En parte un problema similar al que se detectó en El caballero de la mano en el pecho de El Greco.



   Y algo parecido sucede con el Duelo a garrotazos también conocido como La riña de Goya. Un cuadro en el que dos hombres luchan a garrotazos con las piernas aparentemente enterradas en el barro o la tierra hasta las rodillas. 



Se atribuyeron todo tipo de explicaciones simbólicas a ese hecho en la línea de que sería una representación metafórica del inmovilismo de las “dos Españas” en secular enfrentamiento. Incluso la popular serie Curro Jiménez en su capítulo noveno (titulado “El destino de Antonio Navajo”) intentó recrear de forma “realista” ese tipo de lucha presentándolo como una costumbre de la época en que vivió Goya.



Todo ello hasta que estudios recientes han demostrado que Goya pinto a sus personajes de forma normal con las piernas libres sobre un suelo de hierba verde. Han sido el deterioro del cuadro y las posteriores restauraciones las causas de que se "perdiesen" la mitad de las extremidades inferiores. Esos daños produjeron la falsa impresión de que los duelistas estaban enterrados en medio de un paisaje tenebroso, desencadenando a su vez lo anterior una cadena de sesudas interpretaciones por parte de especialistas dando sentido a tal cosa. 

   Por no hablar de lo que ocurre con las obras de muchos pintores románticos del s. XIX (especialmente franceses) que usaron como pigmento el llamado "betún de Judea" para hacer las sombras oscuras de sus cuadros. Hoy sabemos que tras un primer secado el tinte se asemejaba a un rojo oscuro pero si las capas de pintura no están aisladas por un determinado tipo de barniz con el tiempo dicho pigmento se ennegrece de forma natural, algo para nada pretendido o conocido en su día por los pintores que lo usaban.

   Un problema similar es bien conocido por los expertos en la obra de Van Gogh, el cual para pintar el color rosa usaba un compuesto llamado eosina. El problema es que la eosina no es estable, se degrada con el tiempo. Debido a eso uno de sus jarrones con lirios que hoy vemos con fondo casi blanco, tenía en su versión original un color rosado que se ha perdido. De la misma forma en una de sus versiones de El dormitorio en Arlés hoy vemos las paredes de la habitación azules, cuando orginalmente Van Gogh las pintó de color morado. 

Asimismo, debido a los efectos de siglos de humedad o del humo de las velas en las catedrales, la coloración de gran parte de las pinturas antiguas que han llegado hasta hoy probablemente no se ajusta a la que poseían en origen sin que esté totalmente claro tampoco que la que poseen en la actualidad, tras las consiguientes limpiezas y restauraciones, sea a ciencia cierta aquella con la que fueron concebidos tales cuadros.  











El paso del tiempo, con su consiguiente legado destructor, no se puede deshacer totalmente por mucho que nos empeñemos en ello. 

2 comentarios:

  1. Como notaréis los antiguos lectores este texto es producto, igual que el anterior, de la remodelación de una antigua entrada. Creo que así resultan más accesibles las ideas que comentaba entonces. Y nunca está de más recuperar temas de debate.

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  2. Cuando hace mucho tiempo vi ese cuadro de Goya por primera vez, jamás se me ocurrió pensar que los que peleaban estaban enterrados hasta las rodillas, siempre lo interpreté como que estaban peleando en un charco algo profundo lleno de fango.

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