domingo, 21 de octubre de 2018

Que si quieres que te cuente el cuento de la buena pipa


La civilización no suprime la barbarie, la perfecciona.

Voltaire





La historia es muy conocida y se ha publicado mil veces en Internet, por ejemplo podéis dar un vistazo a ESTE artículo de Jotdown aunque, pese a ello, empezaré por resumírosla. Ahora bien, hoy pretendo compartir con vosotros un análisis de esos hechos conocidos que –obviamente- no es el habitual. En esencia lo que voy a plantear niega o al menos matiza la interpretación que tradicionalmente se ha difundido acerca de las circunstancias que rodearon el ascenso a la fama del cuadro más famoso de Gèricault

Empecemos por el principio. En junio de 1816 partió de Francia una flotilla de barcos compuesta por la fragata Medusa, la corbeta Eco, el bergantín Argus y un pequeño barco de aprovisionamiento llamado Loira.

Como consecuencia de los tratados firmados al final de las Guerras Napoleónicas, Francia debía recibir el control de la región de Senegal en ese momento en manos de los británicos. Así que el objetivo de la expedición naval era trasladar al coronel Julien-Désiré Schmaltz hasta ese lugar de África, donde pasaría a ejercer el cargo de gobernador de la región. En principio una misión sencilla y un viaje rutinario si bien, como todos sabemos, las cosas no iban a salir como estaban planeadas. 

Al mando de las operaciones en la tristemente célebre Medusa se encontraba un capitán llamado Hugues Duroy de Chaumareys, con alguna experiencia marinera pero que llevaba veinte años sin ejercer el mando de un navío. La razón era que tras las citadas Guerras Napoleónicas la nueva monarquía de Louis XVIII quería situar a sus leales en los altos rangos del Ejército y la Flota, tanto para pagar favores como con el objetivo de asegurarse la lealtad de tales organizaciones claves en el mantenimiento del poder. Y de ello se benefició Hugues Duroy de Chaumareys que, por cierto, era vizconde.

La tragedia que todos conocemos se incubó avanzada la navegación cuando el futuro gobernador comenzó a requerir al oxidado capitán que acelerase el viaje para llegar al destino cuanto antes. En cierta forma algo similar a lo ocurrido con la estúpida muerte del presidente polaco Lech Aleksander Kaczyński en 2010 cuando los políticos y militares a bordo del avión que lo transportaba presionaron a los pilotos para agilizar en exceso un complicado aterrizaje en Smolensko en condiciones de mala visibilidad, lo que acabó en tragedia.

En su caso, bajo las presiones de Schmaltz, la Medusa empezó a alejarse de los navíos escolta y, a la vez, a acercarse demasiado a la costa de la actual Mauritania. Todo ello pese a las advertencias sobre el escaso calado del fondo marino en la zona lanzadas por varios oficiales más expertos tanto a bordo del propio navío como presentes en los otros barcos del convoy, al menos antes de perder estos el contacto con el navío de Chaumareys. Así hasta que a las tres y cuarto de la tarde del martes dos de julio de 1816 se produjo lo inevitable y la Medusa encalló en un banco de arena a unos 55 km de tierra firme y 500 km de distancia de la ciudad más próxima.

Después de eso, tras malgastar varios valiosos días en un inútil esfuerzo por desencallar el barco ya que Chaumereys intentó hasta el final evitar el desprestigio que sabía le supondría dar por perdido su navío, finalmente el capitán se rindió a la evidencia y ordenó la evacuación. Acto seguido, un poco al estilo de la película Titanic, el propio Chaumereys, el gobernador Schmaltz, su mujer y su secretario, así como el resto de oficiales del barco, ocuparon los insuficientes “botes salvavidas” (en realidad en el período no existía el concepto, de ahí su escasez): en concreto seis (más bien cinco a los que habría que sumar un pequeño esquife).

Ante la incierta situación diecisiete hombres decidieron quedarse en el barco a esperar algún socorro mientras que el resto del pasaje, cerca de ciento cincuenta personas, todos hombres menos una mujer, embarcó en una precaria balsa de aproximadamente 20x7 metros construida con materiales procedentes del para entonces destartalado navío.

En principio el plan era que desde los botes se arrastraría a la balsa hasta tierra. Pero tras varias horas en las que apenas lograron avanzar unos 20 km el capitán Chaumereys juzgó inviable el esfuerzo y ordenó cortar la soga que arrastraba a la balsa, condenando a sus ocupantes a la deriva y una previsible muerte.

Hay que tener en cuenta que en dicha balsa las provisiones se reducían en aquel momento a una caja de galletas, seis de vino y un par de barrilitos de agua. Cantidades totalmente insuficientes, pero se había decidido sacrificar los suministros de cara a poder amontonar a todos los pasajeros posibles en aquel precario amasijo de tablones. Así que tras perder contacto con los botes pronto estallaron las luchas por los alimentos en la balsa. La primera noche unas veinte personas murieron arrastradas por las olas o en las peleas para ocupar el centro de la embarcación a la vez que el tumulto hizo que se perdieran parte de las preciadas provisiones. El segundo día el caos desembocó en una salvaje lucha por la supervivencia en la que perdieron la vida casi la mitad de los naúfragos restantes, mientras que el resto comenzaron a practicar el canibalismo durante los días siguientes.

Cuando el 17 de julio el rezagado bergantín Argus, perteneciente a la flotilla, contactó con los restos de la balsa, contabilizó solo quince supervivientes enloquecidos, cinco de los cuales murieron durante los días siguientes. 

Pero aunque son esos hombres los que pasaron a la posteridad lo cierto es que la historia ha olvidado a otros de los perjudicados por la incompetencia del tandem Chaumareys-Schmaltz.

Señalemos antes de nada que, como Dios es justo y ayuda a los necesitados, por supuesto ambos lograron llegar a la ciudad de Saint Louis después de tres días de navegación sin problemas, una vez liberados del peso muerto de la balsa.

La cuestión es que por el camino también se desentendieron de los integrantes de los otros cuatro botes que navegaban con ellos los cuales se dispersaron por el mar y encallaron en la costa en diversos puntos a lo largo de una franja desértica a unos 150 km de distancia de la población más cercana. De tal forma los supervivientes de ese grupo de olvidados fueron llegando a Saint Louis durante las semanas siguientes, después de una larga y penosa marcha, contabilizándose entre ellos otras nueve muertes a sumar a la lista de fallecidos por culpa del desastre.

Pero peor fue el destino de las diecisiete personas que se quedaron entre los restos semihundidos de la Medusa ya que, incomprensiblemente olvidadas por todos, hubieron de resistir durante casi dos meses entre los restos encallados de casco hasta que fueron rescatados por una goleta francesa que los avistó casi por casualidad. Para entonces solamente tres se mantenían con vida. 

Lo que ocurrió a continuación es que el cirujano Henri Savigny, uno de los supervivientes de la tragedia, volvió a Francia a principios de septiembre e inmediatamente realizó un informe para el Ministerio de la Marina

Y aquí empieza lo interesante.

Al día siguiente la declaración de Savigny, en principio secreta, se filtró a la prensa, siendo publicada en el Journal des Debats, un diario crítico con el Régimen de Louis XVIII.

Ante el escándalo mayúsculo que estalló a continuación el Gobierno reaccionó condenando a Chaumerys a la pena de muerte.

Parecía que la crisis podía acabarse ahí, y durante algunos meses el asunto pareció olvidado, hasta que entró en escena un joven y ambicioso pintor llamado Jean-Louis André Théodore Géricault (1791-1824) que, tres años después, en 1819, sacudió el conservador Salón de París, celebrado al final del verano, con un enorme lienzo (de 5x7 metros). El cuadro estaba dedicado a inmortalizar la tragedia de los supervivientes de un indeterminado naufragio, que sin embargo podía ser inmediatamente identificado por el público como una referencia a la famosa balsa abandonada a la deriva por unos incompetentes oficiales del Gobierno colocados en sus puestos a dedo debido a sus contactos.



Hasta ahí la historia conocida y habitualmente relatada. Pero para contextualizar todo lo ocurrido faltan datos. Antes de nada es importante resaltar que en Francia a lo que sería el equivalente a la crítica de arte del período en un primer momento no le gustó demasiado aquel "amasijo" de cuerpos en posiciones forzadas y con expresiones claramente exageradas para buscar el máximo impacto emocional en el espectador. Los académicos, conservadores por naturaleza, inicialmente rechazaron los valores del naciente Romanticismo. Aunque pronto el debate acerca del valor pictórico del cuadro fue eclipsado por la polémica suscitada en torno al contexto de la obra.

De tal forma tras la presentación en sociedad del lienzo casi todos los intelectuales “progresistas” del período (por entonces básicamente literatos e historiadores de ideología protoliberal) se aliaron para defender la obra de Gèricault que, más que un cuadro, era una manifiesto ideológico (por ejemplo uno de los puntos centrales de la composición es un hombre negro, algo no muy exacto respecto a los hechos acaecidos, pero que podía ser interpretado como un alegato a favor de la abolición de la trata de esclavos). Con ello Gèricault  acababa de hacer de precursor a muchos artistas plásticos del s. XX a la hora de usar el escándalo, la polémica y la confrontación como elemento publicitario para dar popularidad y, consiguientemente, valor y prestigio a su creación. 

   Es así como, en parte aceptando la leyenda que desde ese momento rodeó al cuadro, hoy en día se interpreta dicha obra de Gèricault como un alegato contra el poder establecido en su tiempo. Pero lo que pretendo poner en debate es si eso fue en algún momento realmente así. 


En mi opinión de cara a desentrañar la duda precedente hay que partir de otra cuestión bastante problemática. ¿En qué medida el propio Gèricault y los supervivientes de la Medusa se limitaron a ser –conscientemente o no- el instrumento de otro tipo de intereses?

A tal fin, para entender el asunto de forma plena, debemos olvidarnos de la emotiva historia de los personajes implicados, en muchos casos meros peones de fuerzas muy superiores, y pensar en el panorama general de la política francesa del período.

La primera conexión que encontramos entre los sucesos de la Medusa y el gran tablero político de aquellos años es el hecho de que el inútil de Chaumareys era en la época un protegido de François Joseph de Gratet, vizconde de Bouchage, ministro de Marina entre septiembre de 1815 y junio de 1817 (cuando hubo de dimitir en parte debido a su cada vez más debilitada posición tras el escándalo creado por su inepto subordinado).

La cuestión es que pocos estudios históricos se plantean cómo, en medio de un régimen de control de la opinión al estilo del de los primeros años de la Restauración monárquica en Francia, fue posible que un informe confidencial tremendamente crítico con personas muy poderosas se filtrase sin problemas y de forma inmediata a la opinión pública, además sin posteriores represalias para los implicados.

Para explicar ese misterio hay que tener en cuenta que por entonces en el seno del Gobierno francés se estaba produciendo, en la sombra como siempre, un enfrentamiento despiadado entre camarillas, en cierta forma similar a la disputa que años después enfrentó a los allegados de Fernando VII en España. Es decir, los monárquicos moderados por un lado, contra los ultraconservadores por otro.

En lo tocante a Francia inmediatamente después del aterrizaje de Louis XVIII en el trono los "ultras" se hicieron con el control de la mayoría de órganos de poder, contando entre sus rangos por ejemplo al propio vizconde de Bouchage. Su influencia llegó hasta un punto en el que amenazaban coartar el control del aparato del Estado por parte del propio Louis XVIII al que pretendían servir.

Con ese contexto la oposición se organizó en torno al ministro de Policía del período, Élie-Louis, duque de Decazes, un personaje interesante que había militado en las filas bonapartistas hasta que el viento cambió de dirección, momento que aprovechó para pasarse al bando monárquico. Su recompensa por ese oportuno cambio de chaqueta fue ser nombrado prefecto de policía de París a mediados de 1815 y poco después Ministro de Policía, sucediendo a Fouché.

Como podéis suponer alguien capaz de relevar en su cargo a un intrigante del calado de Fouché no podía ser un alma cándida. Así que vamos a suponer que Decazes pudo estar detrás de la filtración al público de lo sucedido con la Medusa.

En un tiempo en que no existía la democracia como tal y la opinión pública era aún más manipulable que hoy en día la intención de Decazes probablemente era iniciar un escándalo limitado que debilitase a sus rivales y justificase de cara al público el que luego fueran apartados de sus cargos.

Es curioso por ejemplo que en la época también se diese todo tipo de facilidades a la prensa para seguir el procedimiento judicial en torno al asesinato de Antoine-Bernardin Foualdès, Procurador Público en la ciudad de Rodez, quien probablemente fue asesinado por un grupo de ultras. De hecho el nombre de Foualdès figuraba en una lista de figuras públicas a “purgar” por demasiado progresistas elaborada por el conde Francois Régis La Bourdonnaye diputado ultra por la región de Loira.

Hablamos de un período de intensa confrontación política desarrollada en cierta forma a golpe de dossier comprometedor. Por tanto si Decazes, o más probablemente alguno de sus allegados, fue quien colaboró discretamente a hacer público el escándalo para fomentar un determinado clima de opinión favorable a sus intereses políticos (que en aquel momento consistían en debilitar al Gabinete de Gobierno en el poder) no cabe duda de que sus planes salieron bien y solo un mes después de estallar el escándalo de la Medusa, fijaros qué casualidad, Decazes se convirtió en el nuevo hombre fuerte del Gobierno. Posición que ostentaría a través de diversos cargos ejercidos los siguientes cuatro años mientras el escándalo siguió vivo y coleando a través de un libro publicado (sin problemas de ningún tipo) por otro de los supervivientes del naufragio. Hablamos así de un escándalo que lejos de comprometer realmente al Régimen (el cual se mantuvo otra década más pese a su carácter bastante impopular y autoritario), sirvió sobre todo para debilitar al bando ultra y favorecer las intenciones del monarca que quería dotar a su Gobierno de una imagen un poco más presentable y ganar margen de actuación personal apartando de sus cargos a sus seguidores más ultramontanos para situar en su lugar a advenedizos más manejables. A fin de cuentas Decazes tenía la virtud de ser un arribista previsible y totalmente fiel a su amo y no un iluminado intransigente. 

Por su parte la biografía de Gèricault también resulta interesante. Pese a su aura de enfant terrible y antisistema era un niño de buena familia que se había librado del servicio militar napoleónico pagando a otro más pobre para que fuera en su lugar y que finalmente se alistó en una compañía de mosqueteros grises de la Guardia Real, tras la primera caída de Napoleón, llegando a formar parte de la escolta encargada de proteger a Luis XVIII en su huida tras el regreso de Napoleón de la isla de Elba.

¿Sabéis quienes visitaron a Gèricault en el Salón de París cuando presentaba en sociedad su cuadro haciendo una valoración pública favorable del mismo? Exacto, el señor Decazes, nuevo favorito real, acompañado de su Majestad. En realidad ellos fueron de los pocos que lo apoyaron publicamente en aquellos primeros y difíciles momentos. Curioso cuanto menos. 

Por otro lado, unos años antes, en 1814, el propio Gèricault había fracasado en el mismo Salón de París al presentar un cuadro de temática militar en un contexto en el que el jurado tenía consignas de favorecer obras no militaristas que hiciesen olvidar el clima de guerra de los años previos. Así que podemos concluir que llegado su momento de gloria Gèricault sabía bastante de las sutilezas políticas que (entonces como ahora) envuelven las cuestiones “artísticas”.
  
Por tanto, contra lo que se suele comentar dando a entender que la obra de Gèricault contribuyó a publicitar de forma decisiva el escándalo de la Medusa en Francia, podemos preguntarnos si más bien se sirvió de él cuando el asunto no daba para mucho más y el teatro en torno al mismo ya había cumplido su objetivo, al menos en Francia. Por ello no molestó ni mucho menos a las cabezas visibles del Régimen, en aquel momento el propio monarca y Decazes. 

De tal forma puede decirse que Gèricault no se ganó su lugar en la historia (solo) por ser un artista notable sino que, abriendo el camino a lo que se estilaría en adelante, demostró principalmente una gran sagacidad a la hora de autopublicitarse usando para ello el contexto político del momento.

Lo cierto es que, como ya insinué, durante el Salón de París y pese al revuelo levantado por su obra, Gèricault no fue unánimemente aclamado (por supuesto, además de aquellos observadores neutrales a los que sinceramente no les gustó su pintura, habría que tener en cuenta los intereses de los periódicos afines al movimiento ultra que se posicionaron en contra de la estética del cuadro por motivos obvios). Pese a todo al término del Salón recibió un premio. Pero la pintura no se vendió y a fin de cuentas los artistas no solo trabajan por amor al arte.

 Así que al año siguiente, cuando su obra empezaba a correr el riesgo de pasar al olvido, en un movimiento maestro Gèricault decidió publicitar su pintura con una gran exposición dedicada al cuadro en Inglaterra. Con ese propósito, para convertir la presentación de un simple cuadro en un auténtico evento, se usaron las más modernas técnicas publicitarias de la época, como por ejemplo el empleo de hombres-anuncio. Todo lo cual desembocó en una concurrencia masiva de público para ver la pintura, previo pago de una entrada, lo que proporcionó a Gèricault suculentas ganancias. Y por si fuera poco la obra fue unánimemente aclamada. La cuestión es que ese triunfo del cuadro de Gèricault en Inglaterra, que fue realmente el evento decisivo que cimentó la fama y a la posteridad la obra, no se debió tampoco a cuestiones puramente estéticas. De hecho diría que ni siquiera prioritariamente se debió a cuestiones artísticas, inmersas como estaban las élites y el público británico del período en una rivalidad con Francia.

En ese sentido la clave fue que el lienzo de Gèricault se presentó allí, una vez más, en el mejor momento posible y con el mensaje adecuado, en este caso en términos del contexto inglés. Por un lado ponía sobre el tapete la incompentencia de la oficialidad del enemigo tradicional, lo que contribuía a desterrar los fantasmas de los largos años de guerra y la memoria de las ocasionales derrotas frente a los contingentes galos sufridas por tropas inglesas durante las campañas contra Napoleón.

Por otro lado el suceso de la Medusa servía también para resaltar, por contraposición, la “hazaña del Alceste” en la mente del público británico (los ingleses siempre han destacado no solo por su hipocresía sino también por su capacidad para la autopropaganda). El Alceste era un navío de construcción francesa, en sus inicios llamado Minerve, que fue capturado por los ingleses en septiembre de 1806 y tras eso rebautizado y puesto nuevamente en servicio por el alto mando naval británico. El mito que lo rodea asegura que en 1811 formó parte de un escuadrón que capturó un convoy militar francés con más de doscientos cañones en ruta hacia Trieste con el objetivo de apoyar una supuesta invasión de los Balcanes por parte de las tropas napoleónicas. Al parecer este hecho decidió al Emperador a cambiar sus planes de expansión hacia el Este en dirección a Rusia, precipitando de dicho modo su caída.

El caso es que tras el final de la guerra, a su regreso de una misión diplomática, el barco encalló en unos arrecifes del Mar de Java en febrero de 1817, donde la tripulación además de problemas similares a los experimentados por la tripulación de la Medusa incluso hubo de hacer frente al ataque de una partida de piratas malayos, pese a lo cual, debido fundalmentalmente a la disciplina, sangre fría y competencia de los oficiales al mando, prácticamente toda la dotación del barco pudo salvarse y volver a territorio inglés sin problemas.  

En ese contexto el cuadro de Gèricault sirvió como elemento propagandístico, en este caso a favor de los ingleses, al evocar en el público el diferente desenlace de ambos eventos y con ello confirmar la "evidente" superioridad inglesa, lo que inevitablemente indispuso a Gèricault con algunos de sus antiguos protectores a su vuelta a Francia pero le ganó el favor de los influyentes críticos de arte británicos del período.

Por cierto que algunos libros de Arte explican estos primeros años de disparidad de valoraciones sobre el cuadro, y el unánime apoyo obtenido en Inglaterra frente a la división de opiniones en Francia, en base a que en Francia se colocó el cuadro demasiado alto para su exhibición pública mientras que en Inglaterra fue ubicado a una distancia más adecuada del suelo; todo un ejemplo de la forma en que una parte de la Historia del Arte más tradicional enfocaba hace años el análisis de muchas obras basando exageradamente sus análisis en la técnica, el estilo, cuestiones formales y el mundo personal del artista, cuando en muchas ocasiones lo relevante no es el proceso de creación de la obra sino el por qué una obra obtiene el éxito y la difusión (da igual cuáles sean sus pretendidos méritos) que casi siempre en contrapartida se niega a otras obras también notables. Algo sobre lo que las élites, la política y las cuestiones puramente económicas tienen mucho qué decir. Cabría añadir que, tras su éxito en Inglaterra, Gèricault llevó su cuadro a Dublín, al año siguiente, donde fue recibido con indiferencia.

Todo esto en el fondo me lleva a pediros reflexionar una vez más sobre la aparente “inocencia” del mundo del arte y también sobre cómo casi todas las grandes obras artísticas en su origen sirvieron a algún propósito propagandístico de diverso tipo.

   Otra cuestión es cómo en ocasiones diversos intelectuales aparentemente “antisistema” trabajan en el fondo a favor del mismo, sea de forma intencionada o no, o al menos se sirven de sus mecanismos. Un poco a la manera del "Elegido" dentro de Matrix. A fin de cuentas no puede ser de otra forma.

Gèricault fue un enfant terrible por su comportamiento irascible y por poseer el carácter depresivo, excesivo y violento que el tópico gusta de atribuir a los genios. Su prematura muerte con poco más de treinta años consolidó definitivamente su aura de estrella del rock del s. XIX. Pero en cierta forma la obra magna de Gèricault no dejó de retroalimentarse de una serie de intereses políticos, igual que sucedió con la obra de David, a comienzos de la centuria, y ocurrió después con la de Eugène Delacroix, amigo y compañero de Gèricault hasta el punto de que llegó a posar para uno de los personajes del cuadro sobre la Medusa. De hecho Delacroix ejemplifica muy bien ese tipo de pintor aparentemente libre de ataduras y "antisistema" que en el fondo todavía no había dejado de pintar cosas al servicio de las ideas y visiones del mundo de los grupos sociales y los poderes políticos que podían comprar sus cuadros. Si La masacre de Quíos (1824) o Grecia en las ruinas de Missolonghi (1826) ayudaron a pavimentar la aceptación popular de una intervención militar contra el Imperio otomano, la celebérrima Libertad guiando al pueblo pintada al rebufo de los eventos de 1830 sirvió para garantizar al pintor un lugar privilegiado dentro del nuevo régimen resultante de la “revolución” que en el fondo solo sustituyó la cabeza de un sistema monárquico por otra rama dinástica de tinte un poco más liberal, y de la que luego Delacroix recibió numerosos encargos bien remunerados.    

Desde luego llegado el s. XIX, en comparación con los artistas del medievo, el Renacimiento o el Barroco, ese tipo de relaciones simbióticas entre poder y artistas de vanguardia se estaban transformando en algo cualitativamente distinto al mecenazgo tradicional y pronto emergería un nuevo concepto de artista más libre en el seno de un público de masas también diferente. Pero, tras un período de varias décadas de relativo "caos" durante el que eclosionaron una serie de vanguardias, hoy en día muchas de las grandes contratas y ventas de pintura, escultura o arquitectura han vuelto a manifestar la tradicional relación parasitaria del artista con el poder, o al menos a la sintonía del artista con determinados estados de opinión e ideas dominantes, por lo cual muchos de los artistas más cotizados no dejan de seguir siendo meros esbirros al servicio de las prácticas especulativas de marchantes, grandes casas de subastas y firmas de capital riesgo o del ego de los millonarios de la nueva era.     


Por otro lado, también quiero posar vuestra atención sobre un tema que ya he tocado: pensemos cómo muchas veces los escándalos que se filtran al público en realidad no son logros de los medios de información o triunfos de la libertad de expresión, sino meros trucos de prestidigitación por parte de grupos de poderosos enfrentados que usan la esfera pública para dirimir sus diferencias como quien usa un tablero de parchís. Así de insignificantes y manipulables nos consideran. Porque lo somos. No os engañéis. 

Después de todo lo explicado, ¿qué creéis que pasó con Julien-Désiré Schmaltz y el inútil de Chaumareys?

En el caso de Chaumareys tras ver su condena a muerte (impuesta sobre todo para satisfacer al público) rápidamente conmutada por una liviana pena de cárcel de tres años, salió de prisión incluso antes de tiempo una vez calmadas las aguas, solo tres días después del final del Salón de París donde Gericault expuso su famoso cuadro. Los últimos años de su vida se retiró a vivir discreta pero cómodamente en los dominios de su familia en el Limousin.

Y eso porque a fin de cuentas Chaumareys fue el cabeza de turco de esta historia. Por su parte Schmaltz era un personaje de más talla así que no apenas resultó importunado. De tal forma y pese a todo lo ocurrido se mantuvo en su puesto de gobernador del Senegal durante los cuatro años siguientes al naufragio de la Medusa. Parece que aprovechó ese tiempo para lucrarse con el tráfico de esclavos por lo que finalmente, ante su creciente impopularidad debida a los escándalos acumulados en su trayectoria, fue reasignado a un puesto en el aparato de la cancillería francesa en el seno del Imperio turco. Allí se estableció finalmente como Cónsul General en Esmirna, cargo que desempeñó hasta su muerte siete años más tarde.

El poder nunca es duro de verdad con los suyos. Así ha sido siempre y así continua siendo ahora por mucho que, lógicamente, desde el propio poder se nos intente convencer de lo contrario. 

2 comentarios:

  1. Siempre me ha parecido tremenda la obra de Gericault,y despues de leer este artículo excelente me lo parece todavia mas

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