La civilización no suprime la barbarie, la
perfecciona.
Voltaire
La historia es muy conocida y se ha publicado mil veces en Internet, por ejemplo podéis dar un vistazo a ESTE artículo de Jotdown aunque, pese a
ello, empezaré por resumírosla. Ahora bien, hoy pretendo compartir con
vosotros un análisis de esos hechos conocidos que –obviamente- no es el habitual. En esencia lo que voy a
plantear niega o al menos matiza la interpretación que tradicionalmente se ha difundido acerca de las circunstancias que rodearon el ascenso a la fama del cuadro más famoso de Gèricault.
Empecemos por el principio. En junio de 1816 partió
de Francia una flotilla de barcos compuesta por la fragata Medusa, la corbeta Eco, el bergantín Argus y
un pequeño barco de aprovisionamiento llamado Loira.
Como consecuencia de los tratados firmados al final de las
Guerras Napoleónicas, Francia debía recibir el control de la región de Senegal en ese momento en manos de los británicos. Así que el objetivo de la expedición
naval era trasladar al coronel Julien-Désiré Schmaltz hasta ese lugar de África, donde
pasaría a ejercer el cargo de gobernador de la región. En principio una misión sencilla y un viaje rutinario si bien, como todos sabemos, las cosas no iban a salir como estaban planeadas.
Al mando de las operaciones en la tristemente célebre Medusa se encontraba un capitán llamado Hugues Duroy de Chaumareys,
con alguna experiencia marinera pero que llevaba veinte años sin ejercer el
mando de un navío. La razón era que tras las citadas Guerras Napoleónicas la
nueva monarquía de Louis XVIII quería situar a sus leales en los altos rangos
del Ejército y la Flota, tanto para pagar favores como con el objetivo de
asegurarse la lealtad de tales organizaciones claves en el mantenimiento del
poder. Y de ello se benefició Hugues Duroy de Chaumareys que, por cierto, era vizconde.
La tragedia que todos conocemos se incubó avanzada la
navegación cuando el futuro gobernador comenzó a requerir al oxidado capitán que acelerase el viaje para llegar al destino cuanto antes. En cierta forma algo
similar a lo ocurrido con la estúpida muerte del presidente polaco Lech
Aleksander Kaczyński en 2010 cuando los políticos y militares a bordo del avión que lo
transportaba presionaron a los pilotos para agilizar en exceso un complicado aterrizaje
en Smolensko en condiciones de mala visibilidad, lo que acabó en tragedia.
En su caso, bajo las presiones de Schmaltz, la Medusa empezó a alejarse de los
navíos escolta y, a la vez, a acercarse demasiado a la costa de la actual
Mauritania. Todo ello pese a las advertencias sobre el escaso calado del fondo marino en la zona lanzadas por varios oficiales más expertos tanto a bordo del
propio navío como presentes en los otros barcos del convoy, al menos antes de perder estos el contacto con el navío de Chaumareys. Así hasta que a las tres y cuarto de la tarde del
martes dos de julio de 1816 se produjo lo inevitable y la Medusa encalló en un banco de arena a unos 55 km
de tierra firme y 500 km de distancia de la ciudad más próxima.
Después de eso, tras malgastar varios valiosos días en un inútil esfuerzo por desencallar el barco ya que Chaumereys intentó hasta el final evitar el
desprestigio que sabía le supondría dar por perdido su navío, finalmente el capitán
se rindió a la evidencia y ordenó la evacuación. Acto seguido, un
poco al estilo de la película Titanic,
el propio Chaumereys, el gobernador Schmaltz, su mujer y su secretario, así
como el resto de oficiales del barco, ocuparon los insuficientes “botes
salvavidas” (en realidad en el período no existía el concepto, de ahí su
escasez): en concreto seis (más bien cinco a los que habría que sumar un
pequeño esquife).
Ante la incierta situación diecisiete hombres decidieron
quedarse en el barco a esperar algún socorro mientras que el resto del pasaje, cerca de ciento cincuenta personas, todos hombres menos una mujer, embarcó en una precaria balsa de
aproximadamente 20x7 metros construida con materiales procedentes del para entonces destartalado navío.
En principio el plan era que desde los botes se
arrastraría a la balsa hasta tierra. Pero tras varias horas en las que apenas lograron avanzar unos 20 km el capitán Chaumereys
juzgó inviable el esfuerzo y ordenó cortar la soga que arrastraba a la balsa, condenando a sus ocupantes a la deriva y una previsible muerte.
Hay que tener en cuenta que en dicha balsa las
provisiones se reducían en aquel momento a una caja de galletas, seis de vino y
un par de barrilitos de agua. Cantidades totalmente insuficientes, pero se había decidido
sacrificar los suministros de cara a poder amontonar a todos los pasajeros
posibles en aquel precario amasijo de tablones. Así que tras perder contacto
con los botes pronto estallaron las luchas por los alimentos en la balsa. La
primera noche unas veinte personas murieron arrastradas por las olas o en las
peleas para ocupar el centro de la embarcación a la vez que el tumulto hizo que se
perdieran parte de las preciadas provisiones. El segundo día el caos desembocó
en una salvaje lucha por la supervivencia en la que perdieron la vida casi la
mitad de los naúfragos restantes, mientras que el resto comenzaron a practicar el canibalismo durante los días siguientes.
Cuando el 17 de julio el rezagado bergantín Argus,
perteneciente a la flotilla, contactó con los restos de la balsa, contabilizó
solo quince supervivientes enloquecidos, cinco de los cuales murieron durante
los días siguientes.
Pero aunque son esos
hombres los que pasaron a la posteridad lo cierto es que la historia ha
olvidado a otros de los perjudicados por la incompetencia del tandem Chaumareys-Schmaltz.
Señalemos antes de nada que, como Dios es justo y ayuda a los
necesitados, por supuesto ambos lograron llegar a la ciudad de
Saint Louis después de tres días de navegación sin problemas, una vez liberados
del peso muerto de la balsa.
La cuestión es que por el camino
también se desentendieron de los integrantes de los otros cuatro botes que navegaban con ellos los cuales se dispersaron por el mar y
encallaron en la costa en diversos puntos a lo largo de una franja desértica a
unos 150 km de distancia de la población más cercana. De tal forma los
supervivientes de ese grupo de olvidados fueron llegando a Saint Louis durante
las semanas siguientes, después de una larga y penosa marcha, contabilizándose entre ellos otras nueve muertes a sumar a la lista de fallecidos por culpa del desastre.
Pero peor fue el
destino de las diecisiete personas que se quedaron entre los restos semihundidos de la
Medusa ya que, incomprensiblemente olvidadas por todos, hubieron de resistir durante casi dos meses entre los restos encallados de casco hasta que fueron rescatados por una goleta francesa que los avistó casi por casualidad. Para entonces solamente tres se mantenían con
vida.
Lo que ocurrió a continuación es que el
cirujano Henri
Savigny, uno de los supervivientes de la tragedia, volvió a
Francia a principios de septiembre e inmediatamente realizó un informe para el
Ministerio de la Marina
Y aquí empieza lo interesante.
Al día siguiente la declaración de
Savigny, en principio secreta, se filtró a la prensa, siendo publicada en el Journal
des Debats, un diario crítico con el Régimen de Louis XVIII.
Ante el escándalo mayúsculo que estalló
a continuación el Gobierno reaccionó condenando a Chaumerys a la pena de muerte.
Parecía que la crisis podía acabarse ahí, y durante
algunos meses el asunto pareció olvidado, hasta que entró en escena un joven y
ambicioso pintor llamado Jean-Louis André Théodore Géricault
(1791-1824) que, tres años después, en 1819, sacudió el conservador Salón de París, celebrado al final del verano, con un enorme lienzo (de 5x7 metros). El
cuadro estaba dedicado a inmortalizar la tragedia de los supervivientes de un
indeterminado naufragio, que sin embargo podía ser inmediatamente identificado
por el público como una referencia a la famosa balsa abandonada a la deriva por
unos incompetentes oficiales del Gobierno colocados en sus puestos a dedo debido a sus contactos.
Hasta ahí la historia conocida y habitualmente relatada. Pero para contextualizar todo lo ocurrido faltan datos. Antes de nada es importante resaltar que en Francia a lo que sería el equivalente a la crítica de arte del período en un primer momento no le gustó demasiado aquel "amasijo" de cuerpos en posiciones forzadas y con expresiones
claramente exageradas para buscar el máximo impacto emocional en el espectador. Los académicos, conservadores por naturaleza, inicialmente rechazaron los valores del naciente Romanticismo. Aunque pronto el debate acerca del valor pictórico del cuadro fue eclipsado por la polémica suscitada en torno al contexto de la obra.
De tal forma tras la presentación en sociedad del
lienzo casi todos los intelectuales “progresistas” del período (por entonces básicamente literatos e historiadores de ideología protoliberal) se aliaron para
defender la obra de Gèricault que, más
que un cuadro, era una manifiesto ideológico (por ejemplo uno de los puntos
centrales de la composición es un hombre negro, algo no muy exacto respecto a
los hechos acaecidos, pero que podía ser interpretado como un alegato a favor
de la abolición de la trata de esclavos). Con ello Gèricault acababa de hacer de precursor a muchos
artistas plásticos del s. XX a la hora de usar el escándalo, la polémica y la
confrontación como elemento publicitario para dar popularidad y,
consiguientemente, valor y prestigio a su creación.
Es así como, en parte aceptando la leyenda que desde ese momento rodeó al cuadro, hoy en día se interpreta dicha obra de Gèricault como un alegato contra el poder establecido en su tiempo. Pero lo que pretendo poner en debate es si eso fue en algún momento realmente así.
Es así como, en parte aceptando la leyenda que desde ese momento rodeó al cuadro, hoy en día se interpreta dicha obra de Gèricault como un alegato contra el poder establecido en su tiempo. Pero lo que pretendo poner en debate es si eso fue en algún momento realmente así.
En mi opinión de cara a desentrañar la duda precedente hay que partir de otra cuestión bastante problemática. ¿En qué medida el propio Gèricault y los supervivientes de la
Medusa se limitaron a ser
–conscientemente o no- el instrumento de otro tipo de intereses?
A tal fin, para entender
el asunto de forma plena, debemos olvidarnos de la emotiva historia de los
personajes implicados, en muchos casos meros peones de fuerzas muy superiores, y pensar en el panorama
general de la política francesa del período.
La primera
conexión que encontramos entre los sucesos de la Medusa y el gran tablero político de aquellos años es el hecho de que el inútil de Chaumareys era
en la época un protegido de François
Joseph de Gratet, vizconde de Bouchage, ministro de Marina entre septiembre de 1815
y junio de 1817 (cuando hubo de dimitir en parte debido a su cada vez más
debilitada posición tras el escándalo creado por su inepto subordinado).
La cuestión es que pocos estudios históricos se plantean cómo, en medio de un régimen de control de la opinión al estilo del de los
primeros años de la Restauración monárquica en Francia, fue posible que un informe
confidencial tremendamente crítico con personas muy poderosas se filtrase sin
problemas y de forma inmediata a la opinión pública, además sin posteriores represalias para los implicados.
Para explicar
ese misterio hay que tener en cuenta que por entonces en el seno del Gobierno
francés se estaba produciendo, en la sombra como siempre, un enfrentamiento
despiadado entre camarillas, en cierta forma similar a la disputa que
años después enfrentó a los allegados de Fernando VII en España. Es decir, los
monárquicos moderados por un lado, contra los ultraconservadores por otro.
En lo tocante a Francia inmediatamente después del aterrizaje de Louis XVIII en el trono los "ultras" se hicieron con el control de la mayoría de órganos de poder, contando entre sus rangos por ejemplo al propio
vizconde de Bouchage. Su influencia llegó hasta un punto en el que amenazaban coartar el control del aparato del Estado por parte del propio Louis XVIII al que pretendían servir.
Con ese contexto la oposición se organizó en torno al ministro de Policía del período, Élie-Louis, duque de
Decazes, un personaje interesante que había militado en las filas bonapartistas
hasta que el viento cambió de dirección, momento que aprovechó para pasarse al
bando monárquico. Su recompensa por ese oportuno cambio de chaqueta fue ser nombrado prefecto de policía de
París a mediados de 1815 y poco después Ministro de Policía, sucediendo a
Fouché.
Como podéis
suponer alguien capaz de relevar en su cargo a un intrigante del calado de
Fouché no podía ser un alma cándida. Así que vamos a suponer que Decazes
pudo estar detrás de la filtración al público de lo sucedido con la Medusa.
En un tiempo en
que no existía la democracia como tal y la opinión pública era aún más manipulable que hoy en día la intención de Decazes probablemente era iniciar un escándalo limitado que
debilitase a sus rivales y justificase de cara al público el que luego fueran apartados de sus cargos.
Es curioso por
ejemplo que en la época también se diese todo tipo de facilidades a la prensa
para seguir el procedimiento judicial en torno al asesinato de
Antoine-Bernardin Foualdès, Procurador Público en la ciudad de Rodez, quien
probablemente fue asesinado por un grupo de ultras. De hecho el nombre de Foualdès figuraba en una lista de figuras
públicas a “purgar” por demasiado progresistas elaborada por el conde Francois
Régis La Bourdonnaye diputado ultra por la región de Loira.
Hablamos de un período de intensa confrontación política desarrollada en cierta forma a golpe de dossier comprometedor. Por tanto si
Decazes, o más probablemente alguno de sus allegados, fue quien colaboró
discretamente a hacer público el escándalo para fomentar un determinado clima de opinión favorable a sus intereses políticos (que en aquel momento consistían en debilitar al Gabinete de Gobierno en el poder) no cabe duda de que sus planes
salieron bien y solo un mes después de estallar el escándalo de la Medusa, fijaros qué casualidad, Decazes
se convirtió en el nuevo hombre fuerte del Gobierno. Posición que ostentaría a
través de diversos cargos ejercidos los siguientes cuatro años mientras el
escándalo siguió vivo y coleando a través de un libro publicado (sin problemas de ningún tipo) por otro de los supervivientes del naufragio. Hablamos así de un escándalo que lejos de comprometer realmente al Régimen (el cual
se mantuvo otra década más pese a su carácter bastante impopular y autoritario),
sirvió sobre todo para debilitar al bando ultra y favorecer las intenciones del monarca que quería dotar a su Gobierno de una imagen un poco más presentable y ganar margen de actuación personal apartando de sus cargos a sus seguidores más ultramontanos para situar en su lugar a advenedizos más manejables. A fin de cuentas Decazes tenía la virtud de ser un arribista previsible y totalmente fiel a su amo y no un iluminado intransigente.
Por su parte
la biografía de Gèricault también resulta interesante. Pese a su aura de enfant terrible y antisistema era un
niño de buena familia que se había librado del servicio militar napoleónico
pagando a otro más pobre para que fuera en su lugar y que finalmente se alistó
en una compañía de mosqueteros grises de la Guardia Real, tras la primera caída
de Napoleón, llegando a formar parte de la escolta encargada de proteger a Luis
XVIII en su huida tras el regreso de Napoleón de la isla de Elba.
¿Sabéis quienes
visitaron a Gèricault en el Salón de París cuando presentaba en sociedad su
cuadro haciendo una valoración pública favorable del mismo? Exacto, el señor
Decazes, nuevo favorito real, acompañado de su Majestad. En realidad ellos fueron de los pocos que lo apoyaron publicamente en aquellos primeros y difíciles momentos. Curioso cuanto menos.
Por otro lado, unos años antes, en 1814, el propio Gèricault había fracasado en el mismo Salón de París al presentar un cuadro
de temática militar en un contexto en el que el jurado tenía consignas de
favorecer obras no militaristas que hiciesen olvidar el clima de guerra de los
años previos. Así que podemos concluir que llegado su momento de gloria Gèricault
sabía bastante de las sutilezas políticas que (entonces como ahora) envuelven
las cuestiones “artísticas”.
Por tanto, contra lo que se suele comentar dando a entender que la obra de Gèricault contribuyó a publicitar de forma
decisiva el escándalo de la Medusa en
Francia, podemos preguntarnos si más bien se sirvió de él cuando el asunto no daba para mucho más y el teatro en torno
al mismo ya había cumplido su objetivo, al menos en Francia. Por ello no molestó ni mucho menos a las cabezas visibles del Régimen, en aquel momento el propio monarca y Decazes.
De tal forma puede decirse que Gèricault no se ganó su lugar en la historia (solo) por ser un artista notable sino que,
abriendo el camino a lo que se estilaría en adelante, demostró principalmente una
gran sagacidad a la hora de autopublicitarse usando para ello el contexto
político del momento.
Lo cierto es que, como ya insinué, durante el Salón de París y pese al revuelo levantado por su obra, Gèricault no fue unánimemente aclamado (por supuesto, además de aquellos observadores neutrales a los que sinceramente no les gustó su pintura, habría que tener en cuenta los intereses de los periódicos afines al movimiento ultra que se posicionaron en contra de la estética del cuadro por motivos obvios). Pese a todo al término del Salón recibió un premio. Pero la pintura no se vendió y a fin de cuentas los artistas no solo trabajan por amor al arte.
Así que al año siguiente, cuando su obra empezaba a correr el riesgo de pasar al olvido, en un movimiento maestro Gèricault decidió
publicitar su pintura con una gran exposición dedicada al cuadro en Inglaterra. Con ese propósito, para convertir la presentación de un simple cuadro en un auténtico
evento, se usaron las más modernas técnicas publicitarias de la época, como por
ejemplo el empleo de hombres-anuncio. Todo lo cual desembocó en una concurrencia
masiva de público para ver la pintura, previo pago de una entrada, lo que
proporcionó a Gèricault suculentas ganancias. Y por si fuera poco la obra fue
unánimemente aclamada. La cuestión es que ese triunfo del cuadro de Gèricault
en Inglaterra, que fue realmente el evento decisivo que cimentó la fama y a la posteridad la
obra, no se debió tampoco a cuestiones puramente estéticas. De hecho diría que ni
siquiera prioritariamente se debió a cuestiones artísticas, inmersas como
estaban las élites y el público británico del período en una rivalidad con
Francia.
En ese sentido
la clave fue que el lienzo de Gèricault se presentó allí, una vez más, en el mejor momento posible y con el mensaje adecuado, en este caso en términos del contexto inglés. Por un lado ponía
sobre el tapete la incompentencia de la oficialidad del enemigo tradicional, lo
que contribuía a desterrar los fantasmas de los largos años de guerra y la memoria de las ocasionales derrotas frente a los contingentes galos sufridas por tropas inglesas durante las campañas contra Napoleón.
Por otro lado
el suceso de la Medusa servía también
para resaltar, por contraposición, la “hazaña del Alceste” en la mente del público británico (los ingleses siempre han destacado no
solo por su hipocresía sino también por su capacidad para la autopropaganda).
El Alceste era un navío de
construcción francesa, en sus inicios llamado Minerve, que fue capturado por los ingleses en septiembre de 1806 y
tras eso rebautizado y puesto nuevamente en servicio por el alto mando naval británico.
El mito que lo rodea asegura que en 1811 formó parte de un escuadrón que
capturó un convoy militar francés con más de doscientos cañones en ruta hacia Trieste
con el objetivo de apoyar una supuesta invasión de los Balcanes por parte de
las tropas napoleónicas. Al parecer este hecho decidió al Emperador a cambiar
sus planes de expansión hacia el Este en dirección a Rusia, precipitando de
dicho modo su caída.
El caso es que
tras el final de la guerra, a su regreso de una misión diplomática, el barco encalló
en unos arrecifes del Mar de Java en febrero de 1817, donde la tripulación
además de problemas similares a los experimentados por la tripulación de la Medusa incluso hubo de hacer frente al
ataque de una partida de piratas malayos, pese a lo cual, debido fundalmentalmente
a la disciplina, sangre fría y competencia de los oficiales al mando,
prácticamente toda la dotación del barco pudo salvarse y volver a territorio
inglés sin problemas.
En ese
contexto el cuadro de Gèricault sirvió como elemento
propagandístico, en este caso a favor de los ingleses, al evocar en el público el diferente desenlace de ambos eventos y con ello confirmar la "evidente" superioridad inglesa, lo que inevitablemente
indispuso a Gèricault con algunos de sus antiguos protectores a su vuelta a Francia pero
le ganó el favor de los influyentes críticos de arte británicos del período.
Por cierto que
algunos libros de Arte explican estos primeros años de disparidad de valoraciones sobre el cuadro, y el unánime apoyo obtenido en Inglaterra frente a la división de opiniones en
Francia, en base a que en Francia se colocó el cuadro demasiado alto para su exhibición
pública mientras que en Inglaterra fue ubicado a una distancia más adecuada
del suelo; todo un ejemplo de la forma en que una parte de la Historia del Arte más
tradicional enfocaba hace años el análisis de muchas obras basando exageradamente sus análisis en la técnica, el estilo, cuestiones formales y el mundo personal del artista, cuando en muchas ocasiones lo relevante no es el proceso de creación de la obra sino el por qué una obra obtiene el éxito y la difusión (da igual cuáles sean sus pretendidos méritos) que casi siempre en contrapartida se niega a otras obras también notables. Algo sobre lo que las élites, la política y las cuestiones puramente económicas tienen mucho qué decir. Cabría añadir que, tras su éxito
en Inglaterra, Gèricault llevó su cuadro a Dublín, al año siguiente, donde fue
recibido con indiferencia.
Todo esto en
el fondo me lleva a pediros reflexionar una vez más sobre la aparente “inocencia”
del mundo del arte y también sobre cómo casi todas las grandes obras
artísticas en su origen sirvieron a algún propósito propagandístico de diverso
tipo.
Otra cuestión es cómo en ocasiones diversos intelectuales aparentemente “antisistema” trabajan en el fondo a favor del mismo, sea de forma intencionada o no, o al menos se sirven de sus mecanismos. Un poco a la manera del "Elegido" dentro de Matrix. A fin de cuentas no puede ser de otra forma.
Otra cuestión es cómo en ocasiones diversos intelectuales aparentemente “antisistema” trabajan en el fondo a favor del mismo, sea de forma intencionada o no, o al menos se sirven de sus mecanismos. Un poco a la manera del "Elegido" dentro de Matrix. A fin de cuentas no puede ser de otra forma.
Gèricault fue un enfant terrible por su comportamiento irascible y por poseer
el carácter depresivo, excesivo y violento que el tópico gusta de atribuir a
los genios. Su prematura muerte con poco más de treinta años consolidó definitivamente su aura de
estrella del rock del s. XIX. Pero en cierta forma la obra magna de Gèricault no dejó de retroalimentarse de una serie de intereses políticos, igual que sucedió con la obra de David, a comienzos de la centuria, y ocurrió después con la de Eugène Delacroix,
amigo y compañero de Gèricault hasta el punto de que llegó a posar para uno de los personajes del
cuadro sobre la Medusa. De hecho Delacroix ejemplifica muy bien ese tipo de pintor aparentemente libre de ataduras
y "antisistema" que en el fondo todavía no había dejado de pintar cosas al servicio
de las ideas y visiones del mundo de los grupos sociales y los poderes
políticos que podían comprar sus cuadros. Si La masacre de Quíos
(1824) o Grecia en las ruinas de Missolonghi (1826) ayudaron a
pavimentar la aceptación popular de una intervención militar contra el Imperio otomano, la celebérrima Libertad guiando al pueblo pintada al rebufo de
los eventos de 1830 sirvió para garantizar al pintor un lugar privilegiado
dentro del nuevo régimen resultante de la “revolución” que en el fondo solo sustituyó la cabeza de un sistema monárquico por otra rama dinástica de tinte un poco más liberal, y de la que luego Delacroix recibió numerosos encargos
bien remunerados.
Desde luego llegado el s. XIX, en comparación con los artistas del medievo, el Renacimiento o el
Barroco, ese tipo de relaciones simbióticas entre poder y artistas de vanguardia
se estaban transformando en algo cualitativamente distinto al mecenazgo tradicional y pronto emergería un nuevo
concepto de artista más libre en el seno de un público de masas también
diferente. Pero, tras un período de varias décadas de relativo "caos" durante el que eclosionaron una serie de vanguardias, hoy en día muchas de las grandes contratas y ventas de pintura, escultura o arquitectura han vuelto a manifestar la tradicional relación parasitaria del artista con el poder, o al menos a la sintonía del artista con determinados estados de opinión e ideas dominantes, por lo cual muchos de los artistas más cotizados no dejan de seguir siendo meros esbirros al servicio de las prácticas especulativas de marchantes, grandes casas de subastas y firmas de capital riesgo o del ego de los millonarios de la nueva era.
Por otro lado, también quiero posar vuestra atención sobre un tema que ya he tocado: pensemos cómo muchas veces los escándalos que se filtran al público en realidad
no son logros de los medios de información o triunfos de la libertad de
expresión, sino meros trucos de prestidigitación por parte de grupos de poderosos enfrentados que usan la esfera pública para dirimir sus diferencias como quien
usa un tablero de parchís. Así de insignificantes y manipulables nos consideran. Porque lo somos. No os engañéis.
Después de todo lo explicado, ¿qué creéis que pasó con
Julien-Désiré
Schmaltz y el inútil de Chaumareys?
En el caso de Chaumareys tras ver su condena a muerte
(impuesta sobre todo para satisfacer al público) rápidamente conmutada por una liviana
pena de cárcel de tres años, salió de prisión incluso antes de tiempo una vez calmadas las aguas, solo tres días
después del final del Salón de París donde Gericault expuso su famoso cuadro. Los últimos años de su vida se retiró a vivir discreta pero cómodamente en los dominios de su familia en
el Limousin.
Y eso porque a fin de cuentas Chaumareys fue el
cabeza de turco de esta historia. Por su parte Schmaltz era un personaje de más
talla así que no apenas resultó importunado. De tal forma y pese a todo lo ocurrido se mantuvo en su
puesto de gobernador del Senegal durante los cuatro años siguientes al naufragio de la Medusa. Parece que aprovechó ese tiempo para lucrarse con el tráfico de esclavos por lo que finalmente, ante su creciente impopularidad debida a los escándalos acumulados en su trayectoria, fue reasignado a un puesto en el aparato de la cancillería francesa en el seno del
Imperio turco. Allí se estableció finalmente como Cónsul General en Esmirna, cargo
que desempeñó hasta su muerte siete años más tarde.
El poder nunca es duro de verdad con los
suyos. Así ha sido siempre y así continua siendo ahora por mucho que, lógicamente, desde el propio poder se nos intente convencer de lo contrario.
Excelente y actual artículo. Gracias!
ResponderEliminarSiempre me ha parecido tremenda la obra de Gericault,y despues de leer este artículo excelente me lo parece todavia mas
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