lunes, 1 de junio de 2015

The Americans


La labor de un buen pastor consiste en esquilar a las ovejas, no en despellejarlas.

Frase atribuida a Tiberio, emperador romano.




Hace unas semanas Antonio Garrido resultó ganador del XX Premio de Novela Fernando Lara con una obra titulada El último paraíso. Leyendo la noticia en prensa me llamó la atención la sinopsis de dicha obra que se hizo pública al día siguiente: el argumento se centra en determinados hechos históricos, como la emigración de norteamericanos que se produjo a partir de 1930 a una Unión Soviética en pleno desarrollo gracias al éxito de sus primeros planes quinquenales. 

Tras leer dicho resumen me dije, esto me suena. Tras pensarlo me vino por fin a la cabeza el libro The Forsaken: An American Tragedy in Stalin’s Russia, publicado hará seis o siete años. Su autor fue Tim Tzouliadis, un periodista de origen griego asentado en Inglaterra y especialista en documentales para televisión. Y como funciono un poco por impulsos, pese a todos los temas que tengo pendientes de cara al blog, os voy a hablar muy brevemente de la temática tratada por dicho libro.

Pongámonos en contexto. Tras el crack del 29 y durante los años siguientes, los de la Gran Depresión, sin duda la época de mayor crisis económica y social en la historia de dicho país, algunos miles de estadounidenses (la cifra exacta de emigrantes no está clara, digamos que en torno a 10.000-15.000 podría ser una aproximación válida), normalmente obreros en paro y simpatizantes comunistas de diverso tipo, llegaron a emigrar a la Rusia soviética. Esto puede parecer sorprendente visto desde la perspectiva actual, pero hay que tener en cuenta que se trataba de una época donde el nivel de confrontación con dicho país todavía no había alcanzado las cotas a las que se llegó décadas más adelante, durante la Guerra fría. Además de que por entonces no se conocían bien los excesos autoritarios cometidos por el régimen comunista en la URSS, entre otras cosas porque buena parte de los mismos estaban por llegar.

En ese sentido lo interesante del relato que va desgranando Tzouliadis es apreciar a través de la historia del contingente de americanos (hubo también grupos de ciudadanos de otros países que pasaron por lo mismo, pero quizás no llaman tanto la atención) el desencanto en el que progresivamente cayeron esos hombres que habían viajado a la URSS esperando encontrar un paraíso. Todo lo anterior en paralelo al giro represivo que se produjo en dicho país comunista precisamente durante aquellos años. En realidad la práctica totalidad del contingente de emigrados yanquis acabó con el tiempo desapareciendo durante las purgas estalinistas o tras su paso por los gulags, constituyendo un “éxodo olvidado” en tanto que su destino se convirtió posteriormente en una memoria incómoda tanto para la URSS como los propios EE.UU. debido a las implicaciones diplomáticas.  

Mirándolo con cierta perspectiva el libro de Tzouliadis es una obra que destila una cierta ideología conservadora y que busca a través de lo que cuenta plantear siquiera subliminalmente una moraleja clara: aun en sus peores momentos las democracias capitalistas son un mejor lugar para vivir que un país comunista, por muy bonito que este último parezca visto desde fuera.

A mi modo de ver, pese a todas las inmensas decepciones que nos ha legado el s. XX, esa idea sigue siendo discutible, al menos en el plano teórico, pero no es lo que yo quiero plantear hoy aquí. Me interesa más la historia vital que narra Tzouliadis, el relato de cómo unos miles de desgraciados creyeron escapar de la sartén para caer en las brasas. Me parece que ofrece un retrato de la época sugestivo y, las cosas como son, más allá de sus evidentes intereses ideológicos lo que cuenta en su libro está bastante bien documentado. Así que os resumiré parcialmente dicha historia. 

Al principio, durante la primera mitad de los años 30, tras su llegada a la nueva "patria de los trabajadores", aquella oleada de emigrantes norteamericanos se encontró con todo tipo de facilidades. Esa buena recepción se debió a dos razones, por un lado en esos momentos la URSS necesitaba técnicos cualificados para su proceso de industrialización a marchas forzadas. Por otro lado al régimen soviético le interesaba la publicidad positiva que podía generar en forma de propaganda la llegada de esos contingentes de emigrantes procedentes de un país emblema del capitalismo.

Tzouliadis ilustra esa primera etapa de euforia y cálida acogida a través de una icónica foto donde se ve a los integrantes de un par de equipos de béisbol formados por inmigrantes estadounidenses retratándose juntos en el mítico Parque Gorki de Moscú en 1934. De hecho al colectivo incluso se le permitió editar fugazmente un periódico en lengua inglesa llamado Moscow Daily News. No obstante, bajo esa apariencia de confraternización, en el fondo las autoridades soviéticas (dentro del clima de desconfianza que caracterizó gran parte del devenir comunista en la URSS) no se fiaban de los recién llegados. Los pasaportes de la mayoría fueron confiscados como “rutina” (probablemente muchos fueron usados años después para infiltrar agentes en los EE.UU.) y las ocasionales visitas que realizaban a la embajada estadounidense eran estrechamente vigiladas.

Por otra parte, a partir de 1934 más o menos, las llegadas de inmigrantes estadounidenses a la URSS fueron disminuyendo al mejorar la coyuntura económica en los propios EE.UU., debido al New Deal, a la vez que la situación política en Europa se deterioraba debido al ascenso del nazismo y empezaban a planear nubes de guerra sobre el continente. En paralelo a lo anterior los contingentes de emigrados que vivían para entonces en el interior de la URSS empezaron a descubrir que las cosas no eran como las habían imaginado y, menos acostumbrados que la población rusa nativa a determinadas situaciones de miseria o abusos, se produjeron las primeras protestas, sobre todo debido a que en muchos casos los salarios no eran los convenidos y se estaban produciendo problemas con los pagos. Además algunos emigrados que deseaban salir al extranjero a visitar a sus familias se estaban encontrando con problemas ante los burócratas rusos, quienes les negaban la posibilidad de recuperar sus pasaportes y con ello la posibilidad de salir del país. Empezaron así las protestas ante las instituciones soviéticas y más adelante, debido a que sus quejas eran sistemáticamente ignoradas, muchos estadounidenses empezaron a hacer llegar sus reclamaciones a la propia embajada estadounidense.

Ni que decir tiene que las autoridades soviéticas de aquel tiempo no tenían un espíritu muy abierto frente a las críticas o estaban muy dispuestas a aceptar demandas o negociar condiciones laborales. La URSS se presentaba como la “patria de los trabajadores” pero también era ante todo un régimen cada vez más totalitario en caída libre hacia la paranoia represiva. De hecho durante esa década de los años 30 el régimen de Stalin empezó a llevar a cabo una serie de durísimas purgas, primeramente con motivaciones políticas, pero que poco a poco acabaron extendiéndose a las minorías étnicas y a determinados grupos sociales, así como a diversos colectivos intelectuales, hasta acabar degenerando en una represión generalizada, puramente azarosa, de toda disidencia real o imaginaria. En medio de ese clima social malsano el destacar dentro de la masa por algún motivo suponía un riesgo y los extranjeros lo hacían, entre ellos particularmente los norteamericanos, incluso los que no se habían manifestado insatisfechos en ningún momento.

Por ello durante la segunda mitad de la década de los 30 quedó sellado el destino de los miles de emigrantes estadounidenses que habían ido llegando voluntariamente al país en el lustro anterior. Se temía que “contagiaran” su descontento y su actitud reivindicativa a los buenos y resignados ciudadanos soviéticos o que, si se les dejaba abandonar la URSS, difundiesen noticias sobre el lamentable estado del país en aquellos momentos. Así que empezaron las detenciones por imaginarios delitos de espionaje o conspiración y una vez puesta en marcha la maquinaria represiva hacia aquel colectivo llegó un momento en que pasó a funcionar por sí misma: parte de la propia población rusa los veía con desconfianza y seguramente abundaron las delaciones simplemente para ganarse la confianza de la temida NKVD (precursora de la KGB), la cual a su vez estaba necesitada de detenciones para demostrar eficacia ante el Kremlin y los extranjeros constituían un blanco fácil de cara a ello. Que los detenidos fuesen inocentes era una cuestión irrelevante.

Por otro lado la economía soviética del momento descansaba entre otras cosas en el trabajo forzado de una parte de la población en minas, canteras y otras fuentes de producción de materias primas ubicadas por todo el país. Un trabajo brutal y muy penoso que el Estado no estaba en condiciones de remunerar. Pero en ese punto las necesidades económicas se complementaban con las políticas. Por un lado la maquinaria represiva del Estado producía y a la vez hasta requería un alto volumen de condenados, de cara a mantener la paz social mediante el miedo y la amenaza. Por otra parte la economía se beneficiaba del flujo de “esclavos” que lo anterior le proporcionaba. La suma de todo ello daba lugar al gulag como instrumento represivo y a la vez como engranaje de la maquinaria económica rusa. Además, los campos de trabajo de ese tipo se adaptaban a las peculiar tradición histórica rusa al hundir sus raíces en la época zarista

Por tanto es a los gulags y/o al fondo de una fosa donde fueron a parar la mayoría de los emigrantes estadounidenses que habían viajado a la URSS los años precedentes, sobre todo a partir de 1938. Entre ellos destacan casos como el de Julius Hecker. Nacido en Leningrado, había emigrado de joven a los EE.UU. pero más adelante regresó a la URSS con su esposa norteamericana y tres hijas para enseñar filosofía en la Universidad de Moscú. Antes de eso había escrito varios libros en defensa del comunismo. Fue arrestado, torturado, obligado a confesar que los libros que había escrito eran una elaborada tapadera para sus actividades como espía y finalmente fue ejecutado.

Marvin Volat un muchacho de Buffalo que viajó a Moscú para estudiar violín fue también torturado y obligado a confesar que era un espía, tras eso fue condenado a trabajos forzados muriendo a los 28 años en algún lugar de Siberia.

Lovett Fort-Whiteman (a la derecha), fundador del American Negro Labor Congress, la rama afroamericana del Partido Comunista Americano, murió también en un gulag en 1939 debido al hambre y las palizas recibidas en el campo de trabajo de Sevostlag, dos años después de su arresto tras viajar a la URSS y ser acusado de trotskista.

Un caso curioso es el de Ruth Ikal, una mujer de Philadelphia que sin saberlo se casó con un hombre que espiaba a favor de los soviéticos denominado “Arnold”. Después de eso viajaron a la URSS, allí su marido, pese a los servicios prestados, fue condenado al gulag durante las grandes purgas estalinistas y pasado el tiempo murió en uno de los campos, tras lo cual Ruth fue encarcelada en la prisión Butyrskaya de Moscú ya que las autoridades no sabían muy bien qué hacer con ella. Se conservan algunas de las cartas en las que insistentemente pedía a las autoridades que la dejasen volver a los EE.UU. No se sabe lo que ocurrió finalmente con ella.

No obstante las historias más llamativas resultan las de aquellos que sobrevivieron e incluso lograron salir del país. Sobre todo porque varios de sus testimonios luego fueron recuperados, cómo no, durante la época de la Guerra fría en forma de libros y películas.

Es lo que ocurrió con Víctor Herman, nacido en una familia judía en Detroit. En 1931, cuando él tenía dieciséis años, su familia así como las de otros 300 trabajadores sindicalizados de las empresas Ford con simpatías comunistas viajaron a la URSS para montar una factoría de automóviles en la ciudad de Gorky. Allí, gracias a sus excepcionales capacidades atléticas, Víctor estableció en 1934 un nuevo récord mundial de salto en paracaídas al lanzarse desde más de 7.000 metros de altitud (emulando, a menor escala pero con casi un siglo de antelación, la reciente maniobra publicitaria orquestada en torno a Félix Baumgartner). Una hazaña para la época. Sin embargo su carácter independiente y su negativa a adoptar la nacionalidad soviética pronto le causaron problemas con las autoridades. Cómo no, acabó en el gulag, donde pasó diez años. Mucho tiempo después, en 1976, después de que su padre muriera y su hermano se suicidase, consiguió salir de Rusia y en 1979 se publicó su historia, un libro titulado Coming out the ice, del que luego se rodó también una película para televisión.

Algo parecido le sucedió a Thomas Sgovio quien llegó a Moscú en 1935 junto con toda la familia, movidos principalmente por las simpatías comunistas del padre. Todos ellos fueron detenidos en 1938 y condenados a trabajos forzados. Su padre murió once años más tarde, un año después de ser liberado del gulag. Thomas en concreto resultó condenado a cinco años en el campo de Kolyma donde acabó pasando dieciséis. Tras ser liberado en 1960 logró salir del país y regresar a los EE.UU. donde en 1972 publicó un libro autobiográfico: Dear America! Why I Turned Against Communism.

Como digo resulta muy interesante la forma en que este tipo de libros abundó entre los años 50 y 70 sobre todo, dando lugar a un auténtico subgénero literario hoy olvidado. Así, aunque no voy a tocar el tema, también tenemos abundantes testimonios de gente de otras nacionalidades que vivió experiencias en cierta forma parecidas. Caso de la conocida novela del autor alemán Josef Martin Bauer As far as my feet can carry me (1955) basada en las experiencias del austriaco Cornelius Rost quien acabó en los gulags soviéticos como prisionero de guerra tras la II Guerra Mundial, o The long walk (1956) la fantasiosa novela "autobiográfica" del polaco Slawomir Rawicz. De hecho también existen algunos ejemplos de republicanos españoles que tuvieron la desgracia de experimentar las peculiaridades de la Rusia de Stalin tras huir de España al final de la Guerra Civil.

En ese sentido el libro de Tzouliadis toca un par de temas controvertidos pero interesantes al preguntarse cómo todo eso pudo ocurrir con total impunidad ante la completa indiferencia de la comunidad internacional. De cara a ofrecer respuestas Tzouliadis carga las culpas sobre varios grupos de personas, entre los cuales yo destacaría dos. Por un lado los intelectuales de izquierda occidentales del período. A ese respecto me ha chocado la caracterización que Tzouliadis hace de la actitud de una figura tan inclasificable, fascinante y emblemática como la de Paul Robeson.

Quizás resulta un tanto injusto juzgarlo desde la comodidad de nuestros sofás. Pero lo que es indudable es que, de forma parecida a como en los años sesenta y primeros setenta intelectuales tan diversos como Roland Barthes, Michel Foucault, Sartre, Simone de Beauvoir o Jean-Luc Godard alababan a Mao mientras arreciaban las purgas en China, unas décadas antes buena parte de lo más granado de la intelectualidad occidental, gente como el escritor francés Henri Barbusse, no cesó de alabar casi de forma unánime al régimen de Stalin y de encubrir sus barbaridades por una mal entendida solidaridad ideológica. De la tendencia anterior solo se escaparon algunas excepciones como Panait Istrati, André Gide, o George Orwell. 

Por otra parte Tzouliadis también lanza sus dardos contra el personal burocrático de la embajada estadounidense en Moscú y en general contra la diplomacia yanqui del período. Los acusa de ceguera, de torpeza, de no enterarse –aunque resultaría más preciso acusarles de no querer enterarse- de lo que pasaba y de poner muchas trabas a los estadounidenses que acudían a la embajada desesperados, solicitando una repatriación, o quejándose por la desaparición repentina de sus familiares a manos de la policía política soviética.

Un ejemplo paradigmático y poco conocido de lo que Tzouliadis critica es la visita que el vicepresidente de los EE.UU. en aquel momento, Henry Agard Wallace, realizó entre finales de mayo y principios de junio de 1944 a diversos campos de trabajo forzado soviéticos, particularmente Magadan y Kolyma, de donde salió supuestamente convencido de que todo el trabajo era realizado por voluntarios y no prisioneros. De hecho mostró públicamente su admiración por el entusiasmo con el que aquellos "voluntarios" trabajaban.

Obviamente, más que ser engañado, lo que ocurre es que esta visita tuvo lugar cuando la URSS y los EE.UU. eran aliados; y más que candidez, como cree Tzouliadis, lo que destilaban las declaraciones de Wallace en la época es hipocresía. Los jerarcas de la diplomacia estadounidense del momento ni eran tontos ni vivían desinformados, sabían perfectamente lo que estaba pasando, así como lo que había ocurrido con los emigrantes norteamericanos desaparecidos misteriosamente en la URSS durante los años previos. Otra cosa es que aquellos emigrantes, que habían viajado a la URSS mayoritariamente movidos por sus simpatías comunistas, no interesasen demasiado a la administración norteamericana hasta el punto de arriesgarse a incidentes diplomáticos con una gran potencia de cara a rescatarlos. Para los diplomáticos aludidos lo que les había sucedido a aquellos compatriotas "descarriados" era algo que en cierta forma "se habían buscado” y además gracias a ello su país, EE.UU., se había “librado” de un montón de “rojos”. Por eso pasado el tiempo la historia de toda aquella gente cayó en el olvidó no solo en la URSS sino también dentro de los propios EE.UU. Para unos eran unos traidores, para otros un recuerdo incómodo. Por lo que a nosotros respecta el relato de lo ocurrido a todo aquel colectivo de emigrantes americanos (y de otros países, aunque no haya entrado en ello) es una prueba más de que la historia está llena de fosas de gente que tuvo la mala suerte de encontrarse en el lugar equivocado, en un momento inoportuno, sobre el absurdo escenario de este teatro del mundo del que todos formamos parte. 

2 comentarios:

  1. Esta historia realmente es muy sorprendente y chocante desde el punto de vista actual, sí, pero desde España creo que aún parece más chocante la historia de los españoles en Rusia. Tal vez, si sólo se tratase de los comunistas o republicanos en la Rusia estalinista, no lo sería tanto. Pero es que a partir de cierto momento, tras la segunda guerra mundial, todos los españoles internados en el sistema de Gulag fueron agrupados, lo que significó que se juntaron los republicanos con los presos de la División Azul (falangistas, franquistas, apolíticos o incluso comunistas que se apuntaron para pasar a una URSS que los detuvo inmediatamente). Allí ante la inmensa dureza de la situación tuvieron que unirse los antiguos enemigos, y colaboraron juntos hasta que finalmente fueron liberados y transportados a España.

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  2. Muy recomendable el libro de Tzouliadis. Y gracias por el enlace ;)

    Sobre los españoles republicanos en el Gulag, dejo un par de blogs:

    http://espanolesrepublicanosgulag.blogspot.com.es/

    http://cepedaetkina.blogspot.com.es/

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