domingo, 15 de febrero de 2015

El sexto hombre (III): Un hombre con tres huevos


 Un asno vivo es mejor que un león muerto, ¿no es así?. 

    Ernest Shackleton

 

 

 

En la Antártida, como en general en todo el hemisferio Sur, las estaciones están invertidas, cuando en el hemisferio Norte es otoño allí es primavera, cuando aquí es verano allí es invierno y al revés. Por eso el capitán Scott emprendió su intentona de alcanzar el Polo Sur en los meses que en Europa consideramos “invernales”, llegando a dicho lugar en enero de 1912, mientras Amundsen lo había hecho a su vez un poco antes, en diciembre del año anterior. Todo estaba planificado para lanzar el asalto en esa época del año que en aquellos lugares corresponde al verano, aunque obviamente en la Antártida durante esas fechas sigue haciendo frío. En concreto Scott durante su estival carrera hacia el Polo se encontró unas temperaturas entre los -18 °C y los -29 °C. Lo dicho, verano.

Estúpida y sensual Antártida


No obstante, a mediados de 1911, es decir en pleno invierno antártico y unos meses antes de que Scott partiese hacia el interior desde su base en la costa para intentar llegar al Polo Sur, justo mientras los miembros de la expedición esperaban en su base la llegada del “veranito” antártico -único momento, como se ha dicho, en que las infernales condiciones térmicas de la zona se situaban en márgenes soportables para poder emprender la aventura planeada- al zoólogo de la expedición (el malogrado Edward Adrian Wilson quien más adelante encontraría la muerte acompañando a Scott) se le ocurrió emplear en algo productivo parte del tiempo de espera: en concreto estudiar los pingüinos de la zona.

Y este es en el fondo el aspecto que más me interesa de la expedición Scott. Porque al final la épica de la misma y el enfrentamiento con Amundsen por llegar al Polo Sur es algo que ha sido mil veces contado, pero no ocurre lo mismo con la peculiar fijación con los pingüinos que manifestaron los miembros de la expedición Scott y los sufrimientos monstruosos que eso les acarreó. Así que a explicar en detalle esa peculiar cuestión prácticamente desconocida me voy a dedicar a continuación. Más adelante veremos su relativa importancia.

  Retomando el hilo de la narración y volviendo a la base del capitán Scott, resulta que en base al mencionado propósito de realizar un estudio de los pingüinos antárticos pronto se formaron dos grupos con los miembros de la expedición designados para participar en dichas labores científicas.

El primero de ellos estaba comandado por George Murray Levick un médico de la Royal Navy aficionado a la fotografía, mientras que el resto de su equipo lo componían otros cinco miembros de la expedición Scott: Víctor Campbell, Raymond Priestley, George Abbott, Harry Dickason, y Frank Browning.

Esa media docena de hombres adoptó la tarea de estudiar la variedad de pingüino Adelaida (para ser precisos Pygoscelis adeliae) el cual constituye, junto con el pingüino Emperador, una de las dos grandes especies de pingüinos que viven en el continente antártico. En concreto el pingüino Adelaida debe su nombre al hecho fortuito de haber sido descubierto en 1830 por el malhadado explorador francés Dumont d`Urville cuando tomó contacto con la Antártida como ya comenté al comienzo de la primera entrada de esta trilogía. Dado que su esposa (la que después moriría quemada junto a él tras su regreso) se llamaba Adélie, el explorador dio a la especie de pingüino descubierta una derivación en latín de dicho nombre.

Dicho esto, de cara a cumplir con su propósito investigador los seis hombres mencionados más atrás fueron desembarcados a mediados de 1911 en la zona del Cabo Adare, es decir en un lugar aislado y alejado varios cientos de kilómetros del campamento base de la expedición. El plan era que realizarían durante un par de meses algunas observaciones de los pingüinos y la geografía de la región y al cabo de ese tiempo serían reintegrados a la base por barco.

 Desgraciadamente las cosas no resultaron como se preveía. El hielo impidió más adelante a cualquier embarcación acercarse lo suficiente a la zona donde se encontraban y por tanto, incomunicados y abandonados a su suerte, tuvieron que sobrevivir en aquel terreno desolado durante más de un año usando su ingenio y sus propios medios. De hecho, al final se vieron obligados a regresar por su propio pie siguiendo la línea de la costa alimentándose de focas y, precisamente, pingüinos. Todo ello hasta que por fin lograron volver a contactar con el grupo central de la expedición Scott en noviembre de 1912, casi año y medio después de haberse separado del resto de la expedición y medio año después de la muerte de Scott y sus cuatro acompañantes, de la que solo se enteraron al regresar a la base.

  El grupo encabezado por Levick consiguió por tanto algo inaudito, sobrevivir a durante dos inviernos antárticos por su cuenta. En particular les resultó duro el invierno de 1912 (desarrollado en los meses de “nuestro” verano a mediados de ese año) el cual tuvieron que pasar refugiados en un agujero de cuatro metros por dos metros y medio que cavaron son sus propias manos en el hielo. Un agujero al que llamaron Inexpressible Island y en el que vivieron varias semanas a temperaturas propias del interior de una cámara frigorífica sin ningún medio para calentarse y durmiendo sobre el suelo helado. Para cuando consiguieron salir de allí dos de los seis miembros del grupo estaban al borde de la muerte debido a la disentería y la hipotermia. Pero sobrevivieron. Levick declaró más adelante en la crónica de su aventura que si el infierno existía debía parecerse a aquella “Isla Inexpresable”, y no precisamente por el calorcito.

Todo aquel padecimiento para estudiar a los pingüinos Adelaida. Por lo menos el objetivo se alcanzó ya que pasaron muchas décadas hasta que algún otro ser humano pudo observar en su hábitat y durante tanto tiempo a esos animales. Sin embargo esos resultados, convertidos en un artículo escrito por Levick titulado The sexual habits of the Adelie penguin, jamás vieron la luz ya que fueron censurados en Gran Bretaña. El propio Levick ya se lo temía y había escrito su artículo en griego para que ninguna persona no perteneciente a la élite científica del momento pudiese leerlo. ¿Y por qué todos esos problemas y esfuerzos?. Porque según Levick aquellos malditos pingüinos eran la mayor aberración sobre la faz de la tierra. El grupo –ya que no tenían nada mejor que hacer a aparte de morirse de frío- tuvo la oportunidad de observar durante meses la vida sexual de estos animales y lo que vieron era algo que no se esperaban. Asesinatos de crías por parte de machos adultos, violaciones entre machos o sexo de machos con cadáveres de hembras eran demasiado para aquellos caballeros victorianos, aunque fuese observando esas prácticas entre animales. Hoy se sabe mucho más sobre las cópulas homosexuales en animales y en general se han desarrollado teorías para explicar otro tipo de comportamientos que se salen de la norma tradicional, centrada en lo puramente reproductivo. Por ejemplo el acoplamiento con cadáveres, no solo de hembras sino de otros machos, incluso en proceso de descomposición, por parte de machos jóvenes de pingüino parece que se debe a la inexperiencia a la hora de seguir instintos, ya que machos jóvenes en celo pueden no darse cuenta que los cadáveres helados son eso, cadáveres, y proceden a intentar la cópula igualmente. 

En cualquier caso, traumatizado por la "depravación" de los pingüinos, Levick nunca quiso saber nada más del asunto. Además, poco después de regresar a casa se vio envuelto en la Gran Guerra durante la cual participó en la dramática campaña de Gallípoli. Más adelante se dedicó a la educación de personas ciegas, también al entrenamiento en técnicas de supervivencia de comandos del ejército y finalmente, como consecuencia de lo anterior, durante la Segunda Guerra Mundial fue uno de los consultores detrás del Plan Tracer, una contraestrategia al Plan Félix en caso de que los nazis atacasen el Peñón de Gibraltar con apoyo o al menos condescendencia del Gobierno de España. El Plan Tracer consistía en emparedar en una cámara secreta y sellada en el interior del Peñón un grupo de hombres que desde aquel refugio oculto en el corazón de la nueva plaza fuerte del enemigo podrían informar por radio de las actividades y movimientos que detectasen en la zona. Al menos durante su estancia allí no tendrían que soportar la visión de ningún pingüino masturbándose despreocupado y feliz a docenas de grados bajo cero.

El peor viaje del mundo


Volviendo a la expedición Scott y el año 1911, el segundo grupo designado para el estudio de pingüinos se dedicaría por su parte a estudiar los pingüinos Emperador, cuya colonia se encontraba en otra zona distinta a la que ocupaban los libidinosos pingüinos Adelaida. Concretamente en este caso el objetivo era el Cabo Crozier, situado a 96 km de la base. El plan consistía simplemente en acercarse a la zona donde anidaban y robarles algunos huevos para su posterior estudio.

De cara a realizar ese trayecto de ida y vuelta Edward Adrian Wilson movilizó a su ayudante oficial, nuestro amigo Apsley (recordemos que nuestro protagonista acabó enrolado en la expedición en el departamento científico con la excusa de ejercer de ayudante del zoólogo) y también al teniente Henry Bowers (quien también moriría más adelante acompañando a Scott).

De esta forma el 22 de junio de 1911 Bowers, Wilson y Apsley Cherry Garrard salieron de su base para un viajecito corto de recolección de muestras biológicas. Parecía sencillo, cuestión de una semanita para ir y volver. Además, a fin de cuentas, no podía ser tan complicado encontrar y robar unos pocos huevos al llamado pájaro bobo.

El problema es que estamos hablando de finales de junio de 1911. Junio. Antártida. Recuerden, estaciones invertidas, es decir la búsqueda debía desarrollarse durante lo más crudo del invierno antártico. Por tanto a unos 50 grados bajo cero, en una estación durante la cual en la Antártida no solo hace mucho frío sino que las condiciones se acercan mucho a las de una noche eterna, sin apenas luz solar. Debido a ello el viaje de ida hasta el maldito Cabo Crozier desde el Cabo Evans donde se encontraba la base duró nada menos que 19 días

Diecinueve días durante los cuales la ropa y los sacos de dormir se helaban constantemente; en los cuales el feroz viento polar arrancó la cubierta de la tienda de los tres viajeros obligándoles a pasar una noche en completa oscuridad, sin poder ver nada a medio metro de distancia, durmiendo al descubierto sobre el hielo cubriéndose de nieve a 60 grados bajo cero. Bajo aquel frío, en completa oscuridad, sin ver ni donde pisaban los tres hombres avanzaron formando una cadena humana, agarrados entre sí, paso a paso, enfrentados no solo a la temperatura extrema, a sus ropas empapadas, a la oscuridad… sino también a vientos de fuerza once, llegando a avanzar en el peor de esos días poco más de kilómetro y medio tras más de diez horas de lucha extenuante.

Todo ello para llegar a la colonia de pingüinos emperador y hacerse con algunos huevos, concretamente tres (los que se ven en la foto de la derecha, en realidad cogieron otro más pero a Apsley se le cayó y se rompió), tras lo cual comenzó el regreso, un infierno aún peor que el viaje de ida. De hecho aquellos hombres no consiguieron regresar a su base hasta comienzos de agosto. Un mes y medio habían pasado perdidos en el hielo y la tormenta muriéndose de frío y hambre para conseguir arrancar aquellos tres huevos de las garras de la Antártida.

Como sabemos Apsley fue el único de los tres integrantes de aquella expedición que sobrevivió. Nueve años después un tal George Bernard Shaw (sí, el Premio Nobel de Literatura) que a la sazón era vecino de una de sus mansiones campestres, le sugirió a Apsley que sería buena idea que pusiese por escrito sus aventuras en la Antártida. Y de ahí nació El peor viaje del mundo, un título que no se refería al viaje del capitán Scott hacia la muerte sino el suyo propio a buscar huevos de pingüino.

En su momento el libro no cosechó un gran éxito, pero fue la base sobre la que muchas décadas después la figura de Apsley Cherry Garrard fue rehabilitada, tal y como dije al final de la entrada anterior, en este caso convertido en un ¡¡pionero del ecologismo¡¡.

Y es que en 2005 la película francesa La Marche de l'empereur ("El viaje del emperador") ganó el Oscar al mejor documental y además consiguió algo inusitado. Pese a ser un documental de naturaleza reventó las taquillas de las salas de cine de varios países. En el caso del documental que nos ocupa el hilo de la narración se centraba en exaltar los supuestos valores familiares de los pingüinos Emperador y cómo los humanos deberíamos aprender de ellos. [No, de los lascivos pingüinos Adelaida no se habla]. Ese mensaje supuso un tremendo éxito y recuperó en cierta forma el interés por estos animales y los pioneros en su investigación. En España incluso en pleno diario deportivo As Sebastián Álvaro dedicó un emocionado artículo a la memoria de Cherry Garrard. Obviamente para entonces a nivel internacional la National Geographic Society ya había iniciado el proceso para recuperar la figura de Apsley en términos elogiosos.

Desmesura y Hamartia

 

Existe una anécdota poco conocida y probablemente falsa pero que me parece extraordinariamente hermosa sobre Alejandro Magno. Se dice que en el viaje de regreso de la India la expedición macedonia tuvo que atravesar el terrible desierto de Gedrosia (donde de hecho el ejército de Alejandro sufrió más bajas que en todas las batallas libradas en su campaña de conquista). Dicho lugar mítico correspondería al actual desierto de Makrán, ubicado en la región de Baluchistán, entre los actuales estados de Irán y Pakistán. En cualquier caso, lo que nos importa es que durante la marcha el ejército se quedó sin agua. Algunos oficiales recogieron del fondo de sus odres los últimos restos del preciado elemento líquido pero solo había bastante para llenar con ellos el interior del casco de un soldado. Los oficiales como muestra de deferencia le ofrecieron dicho casco, conteniendo todo el escaso agua que les restaba, a su venerado monarca. Alejandro cogió el casco, los miró y acto seguido le dio la vuelta derramando el agua y sin decir nada ordenó seguir la marcha.

Dicho gesto puede ser interpretado por algunos como una ofensa al despreciar el poco agua que con tanto esfuerzo habían reunido sus hombres para él, en un gesto de generosidad suprema, ya que aquel líquido podía significar la diferencia entre la vida y la muerte en aquel inhóspito lugar. Pero por otro lado el gesto de Alejandro es magnífico por lo que realmente venía a significar: hasta que haya agua para todos no bebe nadie, yo tampoco.

Pues bien, durante la expedición Nimrod a la Antártida (ubicada temporalmente unos pocos años antes que la del capitán Scott) Shackleton tuvo un gesto semejante que de alguna forma trascendió a la historia y explica el que fuese un héroe admirado por sus hombres hasta la veneración. Durante una marcha por el hielo antártico el grupo de hombres de Shackleton se quedó prácticamente sin víveres salvo por una caja de galletas que procedió a racionarse. Eran galletas hechas expresamente para la expedición enriquecidas con proteínas y leche para aportar calorías extra a hombres sometidos a condiciones extremas en cuanto a su gasto de energía diario. En aquel momento el racionamiento otorgó a cada expedicionario el derecho a una miserable galleta al día (hay que mantener la línea). Un día determinado Shackleton cedió la galleta que le correspondía al enfermo Frank Wild, quien más adelante difundió aquel gesto dejando para la posteridad una frase: Ni todo el dinero que haya sido acuñado podría haber comprado esa galleta.

En 2011 mientras Google le dedicaba un Doodle a Shackleton la casa de subastas Christie´s vendía por unos 1.800 euros una galleta como la que Shackleton dio a su compañero de viaje hambriento recuperada de una caja de provisiones del período.

En la actualidad hay hasta libros de consejos para ejecutivos agresivos enfocados a extrapolar los valores de los exploradores polares al mundo de la gran empresa corporativa. Por ejemplo en Shackleton's Way: Leadership Lessons from the Great Antarctic Explorer se pone a Shackleton como un ejemplo de liderazgo sobre un grupo de subordinados durante un proceso de crisis empresarial, todo ello a través de las experiencias de Shackleton cuando estuvo atrapado durante meses en el hielo en su malogrado viaje de 1914.

Lo anterior tiene su gracia porque Shackleton fue ante todo un explorador inadaptado para vivir en sociedad. Como empresario Shackleton vio quebrar la compañía tabacalera que intentó promover, fracasó también en su intento de montar una empresa para vender sellos a coleccionistas, o en la gestión de una concesión minera, y acabó teniendo serios problemas con el alcohol en la última parte de su vida.

Por otra parte, en 1926 nuestro amigo Roald Amundsen llegó al Polo Norte. Pero no lo hizo a pie sino junto a otras 15 personas a bordo de un avión. De hecho cuando murió en 1928 Amundsen lo hizo volando en busca de la tripulación previamente accidentada del avión Italia cuando éste se encontraba regresando del Polo Norte.

Al año siguiente, a finales de 1929 Richard E. Byrd sobrevolaba el Polo Sur a los mandos de un trimotor. Diez horas después estaba de nuevo tranquilamente en su campamento tras haber recorrido 2.500 km durante un total de 19 horas de vuelo entre la ida y la vuelta. En parte por lo habitual de este tipo de vuelos polares en aquella época, cuando en 1931 H. P. Lovecraft escribió su clásico del terror En las montañas de la locura, los protagonistas del relato, un grupo de científicos de la ficticia Universidad de Miskatonic, se desplazan por la Antártida en avión superando así fácilmente las regiones montañosas y heladas del continente hasta encontrar también el horror en su seno (aunque un horror muy diferente al que se ha descrito aquí).

Años después, la primera persona en pisar nuevamente el Polo Sur tras Amundsen y Scott fue nada menos que Edmund Hillary (si, el mismo que en 1953 fue el primer alpinista –junto a su sherpa- en escalar el Everest) quien llegó al Polo Sur sin demasiados problemas, contratiempos o bajas humanas, a comienzos de 1958 a bordo de cómodos vehículos oruga en el seno de una expedición mecanizada patrocinada parcialmente por una firma de tractores. Así pues menos de veinte años después de la expedición Scott la evolución tecnológica convirtió en algo relativamente sencillo y cómodo desplazarse hasta los polos terrestres a la vez que en absurdo y hasta un poco gratuito todo el sufrimiento que soportaron en su momento los pioneros de la exploración polar. 

 Otro dato, el capitán Scott y sus compañeros, quienes murieron en parte de agotamiento, acarrearon hasta el final en el trineo que arrastraban junto con los víveres y la tienda de campaña nada menos que trece kilos de trozos de hielo y piedras recogidas en el Polo Sur para su análisis científico. Curiosamente entre ese material se encontraban diversos rastros de una planta fosilizada, lo cual constituía una demostración de lo que hoy sabemos, es decir que hace millones de años el clima en la Antártida era muy diferente. Pero además ese tipo de planta en concreto (Glossopteris), que hace unos 250 millones de años se encontraba también en otros continentes del globo, podía servir como prueba de que en un momento muy lejano del pasado esos mismos continentes habían estado unidos formando una gran masa de Tierra llamada Pangea. De ahí que ese hecho aparezca frecuentemente citado como una de las supuestas grandes contribuciones científicas de aquella expedición. Sin embargo ni los miembros de la expedición ni los científicos británicos que examinaron las muestras a su regreso dedujeron nada de eso porque no era algo que estuviesen buscando. De hecho esa idea fue desarrollada por su cuenta, entre ese año de 1912 y 1915, por el alemán Alfred Wegener sobre todo en base a observaciones realizadas en Groenlandia. Además para cuando la teoría de la Deriva continental propuesta por Wegener logró aceptación científica (a partir de los años 60, englobada dentro de la Tectónica de placas) las pruebas a su favor ya resultaban abrumadoras y consistían, más que en restos de fósiles, en estudios de paleomagnetismo o de la geología marina.

De igual manera la terrible expedición afrontada por Cherry Garrard y sus dos compañeros en busca de huevos de pingüino debe hoy valorarse más por su componente épico que por su valor científico. El sentido de la misma se relacionaba con la creencia entre muchos biólogos de principios del s. XX en una serie de teorías pronto desacreditadas. En concreto la búsqueda de huevos de pingüino Emperador se basaba en la impresión de que era el ave más primitiva que existía y que por tanto la observación de muestras de esa especie en sus primeros estados de embriogénesis podía tal vez aportar datos al conocimiento sobre la separación entre aves y dinosaurios millones de años antes. Sin embargo, si bien dichos postulados estaban en boga cuando los hombres de Scott dejaron Inglaterra, el caso es que para cuando regresaron y entregaron los huevos con tanto esfuerzo conseguidos al Museo Británico de Historia Natural los embriólogos que los recibieron no mostraron demasiado interés debido a que la anterior teoría ya había caído en desuso y por tanto los huevos apenas sirvieron para conocer algo más sobre la propia biología de los pingüinos.

Sumado todo lo anterior a las aventuras de Levick con los pingüinos Adelaida puede plantearse el debate sobre el sentido de todo el esfuerzo y las vidas que costaron muchas de las expediciones de exploración de la época en la medida que el legado tangible de la mayoría de las mismas es francamente dudoso. Por tanto, a mi modo de ver, el propósito de las mismas no puede explicarse acudiendo simplemente a parámetros puramente lógicos o científicos sino que se relaciona con la obsesión humana por trascender, por pasar a la posteridad logrando ser el primero en algo cuanto más pintoresco mejor y así de alguna manera alcanzar la inmortalidad a través de ser recordado por otros. A la vez esto nos hace humanos, ya que no hay ninguna otra especie animal que experimente este tipo de impulsos racionalmente irracionales de obtener fama y gloria imperecederas aun a costa de arriesgar la propia existencia. 

   En otras palabras, muy probablemente a lo largo de la historia humana el impulso principal tras un porcentaje importante de grandes actos heroicos -al menos los que se han realizado como grandes gestas públicas- no ha sido la generosidad, o el altruismo, sino el egoísmo camuflado de diferentes formas, particularmente la hybris, es decir la desmesura, el orgullo desmedido del que nos hablan los mitos griegos en los que, por cierto, debido a ese "error fatal" (hamartia) todo héroe al final sufre un castigo. 

Por cierto, como dato final, en 1997 otro noruego, Borge Ousland, se convirtió en la primera persona en cruzar la Antártida a pie en solitario. En 2015 un oficial del ejército británido, Henry Worsley, intentó emular dicha aventura. 

Murió en el intento. 

4 comentarios:

  1. Hoy mismo se ha mencionado a los pervertidos pingüinos adelaida en un artículo sobre las conductas sexuales en el mundo animal y no he podido evitar pensar en esta entrada del blog. Dejo el link para quien esté interesado: http://elpais.com/elpais/2015/06/19/ciencia/1434740974_679798.html

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    1. Pues así a lo tonto me lo he leído y me ha parecido un artículo muy interesante. Yo suelo colgar aquí este tipo de links que van saliendo en los medios digitales relacionados de alguna manera con los temas que voy tratando, pero este no lo había visto. Gracias.

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  2. El explorador británico Henry Worsley, de 55 años y padre de dos hijos, falleció ayer en un hospital de Chile tras sufrir agotamiento y deshidratación cuando intentaba cruzar el continente antártico en solitario.

    http://deportes.elpais.com/deportes/2016/01/25/actualidad/1453720983_940677.html

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  3. Mucho vicio es lo que hay:

    http://www.20minutos.es/noticia/2299306/0/cientificos-constantan/focas-sexo-pinguinos/comportamiento-sexual/

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