- Ha pasado mucho tiempo desde lo de España.
- Si… Los mejores murieron allí.
(Burt Lancaster en “Scorpio”)
Aprovechando las fechas estivales hoy vamos a viajar a las islas Baleares y de cara a ello, en consonancia con el tono depresivo y pesimista de este blog, me centraré en contaros una historia que tiene como protagonista destacada a la muerte. A fin de cuentas en esas islas se acumulan los casos de gente que se ha muerto de forma muy rara sin que a nadie le importase ni le llamase particularmente la atención en su momento; y no me refiero solamente a las típicas muertes estivales por balconing de jóvenes turistas borrachos.
Un ejemplo es el de Jean Batten, “la Greta Garbo de los cielos” como un
día se la denominó. Aunque hoy su nombre
nos resulte desconocido esta neozelandesa fue durante los
años 30 del siglo pasado una de las aviadoras más famosas del planeta, a la
altura de la malograda Amelia Earhart. Sin embargo a finales de esa década, en el momento cumbre de su fama, el gran amor de su vida, Beverley
Shepherd un piloto australiano, falleció precisamente a causa de un accidente
de avión. Poco después, debido a la Segunda Guerra Mundial, la carrera de
Batten resultó bruscamente interrumpida y durante la posguerra su figura cayó definitivamente en el olvido mientras se dedicaba a cuidar en
solitario a su madre anciana y enferma, lo que además la aisló poco a poco de la vida
social.
Curiosamente es en esa fase de su vida donde comenzó la relación de
Batten con España. Primero vivió seis años en Los Boliches (Málaga), luego en
San Marcos y en Puerto de la Cruz, en las Canarias. Precisamente en Tenerife
murió su madre y allí pasó dieciséis años de su vida. Finalmente en los años 80
intentó establecerse en Mallorca. En esa isla un 22 de noviembre del año 82, a
los 73 años de edad, la mordió un perro en una pierna mientras paseaba. Pese a ello
regresó a su habitación en un hotel de mala muerte en Palma donde murió sola al
infectársele la herida sin que nadie se enterase hasta que el personal de
limpieza empezó a notar un olor extraño en la planta que ocupaba. De todas
formas el caos administrativo habitual en España, unido a las ganas de
evitarse problemas debido a la forma lamentable en que la anciana había muerto, llevó a que de alguna forma su cadáver putrefacto se perdiese en el subsiguiente proceso
burocrático y acabase enterrado en una tumba anónima a finales de enero del año
siguiente. Tuvieron que pasar cuatro años para que sus familiares remotos y el
Gobierno de Nueva Zelanda tuviesen constancia de la muerte de una de sus
heroínas nacionales del período de entreguerras.
Sin embargo esta es solo la anécdota introductoria, el deceso que más me
interesa hoy es otro. El mismo tuvo lugar no en Mallorca sino en Ibiza
durante los primeros meses de nuestra Guerra Civil.
Regresemos por tanto nuevamente hasta los años 30 del s. XX cuando en dicha isla, concretamente en Cala
de Sant Vicent, vivía “Alex el loco”, un pintoresco
ciudadano francés que había llegado a las Baleares procedente de México al parecer. Desde
el primer momento su presencia había llamado la atención de algunos habitantes locales ya que pronto se hizo obvio que el recién llegado manejaba mucho dinero y además
se relacionaba con otros extranjeros bien situados que pululaban ya por
entonces en la zona, particularmente el nieto del pintor Paul Gauguin, así como
un joven escritor noruego de nombre Leif Borthen quien años después novelaría
los hechos.
Como no podía ser de otra forma, la apacible vida de los residentes en el lugar se vio alterada por el inicio de las hostilidades correspondientes a nuestra Guerra
Civil. En concreto a lo largo de agosto y parte de septiembre del 36 las fuerzas republicanas trataron de reconquistar las islas de
Mallorca e Ibiza, en las que a diferencia de la de Menorca la sublevación del
18 de julio había triunfado rápidamente. A
pesar de todos esos esfuerzos para el 19/20 de septiembre las operaciones en
Mallorca finalizaron y los sublevados se aseguraron el control de la isla así
como el de Ibiza y Formentera.
No obstante unos días antes del final de los combates en la zona, en concreto el 13 de septiembre, un destacamento de
anarquistas que regresaba a Barcelona desde Mallorca acabó en la Cala de Sant Vicent en Ibiza. En su retirada por puro azar se refugiaron en la casa que “Alex el loco” poseía en la zona. Los milicianos, nerviosos y fatigados, pronto desconfiaron de
aquel foráneo cuya residencia estaba presidida por un enorme crucifijo. Por
ello, quizás pensando que podía ser un espía, inicialmente lo apresaron y encerraron
con la intención de interrogarlo o quizás llevárselo como prisionero en su
huida. Pero en esos momentos se produjo un bombardeo de la aviación nacional
(en concreto aviones italianos) cerca de la zona, lo que contribuyó a alterar aún más a los
integrantes del comando y en última instancia precipitó los acontecimientos. Mientras los ecos del
bombardeo se apagaban en la distancia en algún momento Alex se resistió a sus
captores o intentó escapar y estos, malhumorados, le dispararon un par de tiros a bocajarro
por la espalda uno de los cuales le atravesó el cuello. Tras eso los milicianos
se marcharon del lugar para incorporarse a los últimos combates por el control
de la región y luego regresar a la Península.
En cuanto al “loco”, desgraciadamente para él aunque sus asaltantes lo
habían dado por muerto no fue así en primera instancia. Mortalmente herido Alex agonizó durante dos días tirado en la arena a la entrada de su casa sin
que los lugareños moviesen un dedo o se acercasen a auxiliarlo por
miedo a posibles represalias si las tornas volvían a cambiar y los milicianos
volvían por allí. Solo cuando los aldeanos de la zona estuvieron seguros de que el moribundo había fallecido le improvisaron un ataúd y lo enterraron anónimamente en un cementerio
cercano envuelto en una vieja bandera francesa que habían encontrado mientras
desvalijaban su casa.
Nadie, ni sus asesinos, ni sus amables vecinos, fue consciente en ese
momento del enorme carácter simbólico de lo que acababa de ocurrir, ya que desconocían
que Alex era alguien, a su manera, muy importante. Su
historia de hecho había comenzado con otro asesinato, razón por la cual voy a
dar un nuevo salto en el tiempo, ya el último por hoy, hasta remontarnos a los
orígenes de la Primera Guerra Mundial.
Todo el mundo conoce la importancia que tuvo para el estallido de la I
Guerra Mundial el asesinato del archiduque austriaco Francisco Fernando a
manos de Gavrilo Princip. En cambio suele olvidarse otro asesinato ocurrido
durante los prolegómenos del conflicto que, si bien no resultó tan decisivo como el anterior,
también contribuyó a desencadenar la gran conflagración mundial.
Concretamente en el caso francés no todos los políticos del país deseaban la guerra y entre las voces discordantes destacó poderosamente en aquellos momentos la del carismático orador y líder socialista Jean Jaurés. Jaurés era un conocido antimilitarista que en 1913 se había opuesto vigorosamente, aunque sin éxito, a la ampliación hasta los tres años de la duración del servicio militar obligatorio en el país a imitación de Alemania. Tras eso, a medida que el clima de hostilidad entre Francia y Alemania crecía, intentó tender puentes de entendimiento e incluso organizar manifestaciones a favor del pacifismo. Aunque al final tampoco logró de los demás líderes del movimiento socialista el compromiso explícito de convocar una huelga general de los obreros europeos en caso de guerra. De hecho, como hoy sabemos, la Gran Guerra se fraguó en base al triunfo del nacionalismo como espejismo hipnótico frente a la solidaridad de clase o cualquier otra consideración. Millones de proletarios europeos, junto con otros cientos de miles de desgraciados individuos procedentes de las colonias africanas o asiáticas, acabarían sucumbiendo estúpidamente en los campos de combate del continente en aras de intereses geopolíticos y económicos que en nada les concernían o favorecían, todo a mayor gloria de esos trapos de colores llamados banderas y en base a los designios muchas veces delirantes de los generales, primeros ministros y monarcas de las grandes potencias de la época.
Concretamente en el caso francés no todos los políticos del país deseaban la guerra y entre las voces discordantes destacó poderosamente en aquellos momentos la del carismático orador y líder socialista Jean Jaurés. Jaurés era un conocido antimilitarista que en 1913 se había opuesto vigorosamente, aunque sin éxito, a la ampliación hasta los tres años de la duración del servicio militar obligatorio en el país a imitación de Alemania. Tras eso, a medida que el clima de hostilidad entre Francia y Alemania crecía, intentó tender puentes de entendimiento e incluso organizar manifestaciones a favor del pacifismo. Aunque al final tampoco logró de los demás líderes del movimiento socialista el compromiso explícito de convocar una huelga general de los obreros europeos en caso de guerra. De hecho, como hoy sabemos, la Gran Guerra se fraguó en base al triunfo del nacionalismo como espejismo hipnótico frente a la solidaridad de clase o cualquier otra consideración. Millones de proletarios europeos, junto con otros cientos de miles de desgraciados individuos procedentes de las colonias africanas o asiáticas, acabarían sucumbiendo estúpidamente en los campos de combate del continente en aras de intereses geopolíticos y económicos que en nada les concernían o favorecían, todo a mayor gloria de esos trapos de colores llamados banderas y en base a los designios muchas veces delirantes de los generales, primeros ministros y monarcas de las grandes potencias de la época.
Volviendo al hilo de la narración, como he mencionado en el caso de los países integrados en la Entente durante los días
previos al estallido de la guerra Jaurés fue quizá la principal figura pública
de las pocas que se opusieron abiertamente al estallido de un conflicto anhelado en secreto por muchas cancillerías y estados mayores. Así concretamente el 31 de Julio de 1914 el ingenuo Jaurés intentó reunirse con el Ministro de Exteriores pero solo logró charlar con Abel Ferry,
el subsecretario al cargo, quien le informó de la situación. Jaurés expuso sus
exigencias de que el ministerio trabajase para aplacar a Rusia (país que acababa
de decretar la movilización general) y se buscase el apoyo británico para una mediación, amenazando con denunciar a los ministros que hiciesen maniobras en sentido contrario, es decir fomentando el despegue de las hostilidades. Ferry por toda respuesta le advirtió crípticamente que “tuviese cuidado”.
Tras eso Jaurés se retiró a su despacho en el periódico
L´Humanite, fundado por él mismo, donde
preparaba un incendiario artículo a publicar durante el día siguiente esperando que fuese un nuevo J´accuse, en este caso contra la guerra.
Además durante el día realizó múltiples llamadas telefónicas intentando poner de acuerdo a los
líderes de los partidos socialistas de las grandes potencias para una gran
reunión de urgencia de la II Internacional el día 9 de agosto a celebrar en
París con el objetivo de plantear un frente común contra la guerra.
En torno a las nueve de la noche descendió de su despacho
hasta la calle y junto con algunos colaboradores se fue a cenar al cercano Café du Croissant en una esquina con la calle
Montmartre. Allí cuarenta minutos después recibió dos disparos mortales en
la cabeza realizados a través de una ventana.
Al día siguiente en medio de gritos de ¡¡Vive la France¡¡ en la cámara
parlamentaria se decretó la movilización general a la que se oponía Jaurés a la vez que se pronunciaba la famosa frase "Ahora ya no hay
opositores; hay solo franceses". Desde ese momento el peligro de huelga
general en Francia desapareció y la izquierda se unió prácticamente en bloque a
la llamada Unión Sagrada en apoyo a la guerra fervientemente deseada por el
belicista presidente de la República, Raymond Poincaré.
Dos días después de eso Francia entró en la Gran Guerra con su tributo de millones de muertos, tullidos, huérfanos y
desplazados.
Por su parte el autor del asesinato de Jaurés fue rápidamente
detenido. Se trataba de Raoul Alexander Villain, natural de Reims y estudiante de arqueología de 29 años de edad e
ideología ultraderechista. Seguidor de Acción
Francesa, el movimiento nacionalista de Charles Maurràs, e integrante asimismo de una
asociación de “Amigos de Alsacia y Lorena", Villain
aseguró que las razones de su proceder eran “patrióticas”: eliminar a un
enemigo de la nación. De esa forma Villain permaneció encarcelado durante la duración
del conflicto y no fue juzgado hasta 1919 en medio de un clima de euforia debida a la victoria en la guerra, gracias a lo cual el 29 de marzo un jurado popular no solo lo absolvió
considerando que “había rendido un servicio a Francia” sino que además condenó a la
viuda y los hijos de Jaurés a pagar el coste del juicio.
Sin embargo el patriota Villain pronto se metió en nuevos problemas y al
año siguiente bajo el nombre falso de René Alba fue detenido por traficar con moneda falsa. Misteriosamente resultó de nuevo excarcelado con gran rapidez, en este caso a cambio de una multa de cien francos. Poco después, a
medida que el clima político cambiaba en Francia y el asesinato de Jaurés empezaba
a ser visto con peores ojos, Villain se esfumó de forma casi mágica. Nadie
volvió a saber nada de él…
…hasta mucho tiempo después cuando se descubrió que, al final de un
periplo internacional para difuminar su pista que le llevó por ciudades como Dantzig o Memel, en 1932 se había establecido finalmente bajo un
nombre falso en una soleada cala balear donde años después murió de forma dolorosa, anónima
y estúpida, víctima de la agitada geopolítica del siglo XX.
No creo en el karma, pero esta vez parece que hubo algo de eso.
ResponderEliminarDios, Buda y Visnú nos guarden de los salvapatrias.
.."y de los anarquistas" debió exclamar Clemenceau..no??...jajaja
ResponderEliminar