En el otoño de 1066 milité en el puente de Stamford, ya no recuerdo si
en las filas de Harold, que no tardó en hallar su destino, o en las de aquel
infausto Harald Hardrada que conquistó seis pies de tierra inglesa, o un poco
más. En el séptimo siglo de la Héjira, en el arrabal de Bulaq, transcribí con
pausada caligrafía, en un idioma que he olvidado, los siete viajes de Simbad y
la historia de la Ciudad de Bronce. En un patio de la cárcel de Samarcanda he
jugado muchísimo al ajedrez. En Bikanir he profesado la astrología y también en
Bohemia. En 1683 estuve en Kolozsvár y después en Leipzig. En Aberdeen, en
1714, me suscribí a los seis volúmenes de la Ilíada de Pope; sé que los
frecuenté con deleite. Hacia 1729 discutí el origen de ese poema con un
profesor de retórica, llamado, creo, Giambattista; sus razones me parecieron
irrefutables. El 4 de octubre de 1921, el Patna, que me
conducía a Bombay, tuvo que fondear en un puerto de la costa eritrea. Bajé; recordé
otras mañanas muy antiguas, también frente al Mar Rojo, cuando yo era tribuno
de Roma y la fiebre y la magia y la inacción consumían a los soldados. En las
afueras vi un caudal de agua clara; la probé, movido por la costumbre. Al
repechar el margen, un árbol espinoso me laceró el dorso de la mano. El
inusitado dolor me pareció muy vivo. Incrédulo, silencioso y feliz, contemplé
la preciosa formación de una lenta gota de sangre. De nuevo soy mortal, me
repetí, de nuevo me parezco a todos los hombres.
Hace unos días os hablé de la pintura orientalista en líneas generales,
e intenté presentaros la obra de algunos de sus principales representantes. Hoy
partiendo de esa base voy a profundizar un poco en la cuestión aunque desde
otro punto de vista, para no aburrir. Vamos a ver pintores que de alguna forma pueden
clasificarse dentro del género orientalista, pero que no encajan totalmente en esa denominación o cuya obra presenta alguna particularidad que me parece
interesante resaltar.